Francisco vivía en un pequeño pueblo, donde se dedicaba a construir molinos para extracción de agua. A la vez, era un apasionado del estudio de las condiciones atmosféricas. Creó una instrumentación para la medición y registro del estado climático a partir de temperaturas, presiones, vientos y humedad, e ingenió novedosas técnicas de meteorología que lograban pronosticar las precipitaciones futuras. Francisco evaluó dos posibles alternativas para su hallazgo: la primera patentar su método y pasar a la historia de la climatología y cobrar por sus respectivas patentes. La segunda, crear una falsa “máquina de hacer llover” y vivir aquella gran aventura. Optó por esta última.

Su “máquina de hacer llover” consistió en un artefacto cúbico que consistía en una simple caja cerrada, de unos ochenta centímetros de lado, con tres largas patas y un par de antenas espiraladas. A mediados de 1812 Francisco comenzó a publicitar su invento, recibiendo llamados de numerosas comunas y municipios que atravesaban grandes sequías para contratar su servicio. Una vez que era contratado, Francisco viajaba al lugar y permanecía oculto en los campos, desde donde realizaba las diferentes mediciones atmosféricas hasta aproximar el día que se producirían las precipitaciones, dando luego aviso a sus clientes de la fecha que se haría presente con su máquina, que era un par de días antes del comienzo de las lluvias. Francisco se instalaba con su máquina en la plaza central de cada localidad, y allí montaba su show, donde en no más de dos días comenzarían las precipitaciones, recibiendo victorioso sus abultados pagos. Fue tal la popularidad de Francisco que recorrió en poco más de una década 28 países y más de 200 pueblos y ciudades, mostrándose siempre como un hombre de un sobrio estilo de vida.

Un martes caluroso, mientras se encontraba sentado al lado de su máquina en la plaza de un poblado del Litoral argentino, la tormenta llegó rápidamente de manera agresiva, y un antiguo árbol cayó de raíz e impactó sobre el toldo de lona que Francisco utilizaba para refugiarse, ocasionándole la muerte. Los restos de Francisco fueron trasladados a su pueblo de origen. La máquina -que resultó ilesa- fue llevada a la comuna de aquel pueblo para su resguardo y posterior envío a los familiares de Francisco. El presidente comunal de aquel pueblo, Pedro Bernatella, decidió abrir por curiosidad y en secreto la tapa superior de la máquina, sacando dos tornillos, para observar qué misteriosos componentes tenía adentro.

Al abrir la máquina se encontró que estaba totalmente vacía en su interior, habiendo solamente en el fondo un papel escrito y una larga llave. El papel decía “Recuérdese siempre que lo importante son las intenciones, una mentira con nobles intenciones es más valiosa que una verdad con fines de maldad”. Algo más abajo en la hoja, una frase de Mark Twain, con quien había hecho amistad durante uno de sus tantos viajes: “Un hombre que vive plenamente está preparado para morir en cualquier momento”. Por último, al pie del escrito, decía: “Dejo aquí dentro la llave de mi caja fuerte, para que se construya el más grande de todos los hospitales para niños enfermos del país, utilizando el dinero que he logrado recaudar a través de esta máquina”, figurando al dorso del papel un dibujo del lugar exacto de su hogar en el que se encontraba escondida aquella caja fuerte.

Claro que aquella carta nunca se dio a conocer, y que aquel hospital jamás se construyó. Hoy Francisco es apenas recordado como un ambicioso farsante. Y hoy Bernatella es recordado -sobre todo por sus descendientes- como aquél ser excepcional que habiendo partido de la precariedad misma, logró dejar una herencia familiar de mil doscientas hectáreas de verdes campos. Francisco había olvidado considerar el más factible de los pronósticos, el del diluvio de la codicia humana.

@guillermoappendino