Sobre el telón de fondo constituido por los miedos cotidianos se destacaban, con intervalos más o menos próximos, episodios de pánico colectivo, especialmente cuando una epidemia se abatía sobre una ciudad o una región. En Europa, lo más frecuente es que se tratara de la peste, sobre todo durante los cuatro siglos que corren de 1348 a 1720. Sin embargo, en el curso de este largo periodo, otros contagios diezmaron también las poblaciones occidentales: la fiebre miliar llamada inglesa en las islas Británicas y en Alemania, en los siglos XV y XVI; el tifus en los ejércitos de la Guerra de los Treinta Años; y también la viruela, la gripe pulmonar y la disentería, las tres todavía activas en el siglo XVIII. El cólera, en cambio, no apareció en esta parte del mundo sino en 1831.
Una lectura atenta de los textos de la alta Edad Media ha permitido concluir recientemente que la peste se había dejado sentir con virulencia en Europa y alrededor de la cuenca mediterránea entre los siglos VI y VIII con una especie de periodicidad de los brotes epidémicos cuyas culminaciones se sitúan cada nueva o cada doce años. Luego pareció desvanecerse en el siglo IX, pero para resurgir brutalmente en 1346 en las orillas del mar de Azov. En 1347 azotó Constantinopla y Génova y pronto toda Europa, desde Portugal e Irlanda a Moscú. Los estragos de la “muerte negra” se extendieron a los años 1348- 1351, llevándose, según asegura Froissart en sus Crónicas, “a la tercera parte del mundo”. Durante todo el resto del siglo XIV, y por lo menos hasta principios del XVI, la peste apareció casi cada año en un lugar o en otro de la Europa occidental. En 1359 podemos encontrarla en Bélgica y en Alsacia; en 1360- 1361, en Inglaterra y en Francia. En 1369 ataca de nuevo Inglaterra, luego devasta Francia de 1370 a 1376, para volver a pasar otra vez el canal de la Mancha. Italia tampoco se ve libre. Un cronista de Orvieto observaba: “La primera peste general tuvo lugar en 1348 y fue la más fuerte”. Luego añadía: “Segunda peste, 1363. Tercera peste, 1374. Cuarta peste, 1383. Quinta peste, 1389”. Una mano distinta ha completado: “Sexta peste, 1410”. Funestamente arraigada, implacablemente recurrente, la peste, debido a sus recurrentes apariciones, no podía dejar de crear en las poblaciones un estado de ansiedad y miedo. En Francia, entre 1347 y 1536, J. N. Biraben identificó veinticuatro brotes principales, secundarios o anexos de peste en ciento ochenta y nueve años, es decir poco más o menos cada ocho años. En un segundo periodo que se extiende desde 1536 a 1670 sólo se cuentan doce brotes (uno cada 11, 2 años). Tras esto, la enfermedad parece desaparecer, para volver a surgir violentamente en Provenza en 1720. Así, en Francia, pero más generalmente en Occidente, la endemicidad de la peste disminuye a partir del siglo XVI, poniéndose más de relieve las llamaradas más violentas: en Londres en 1603, en 1625 y 1665; en Milán y Venecia en 1576 y 1630, en España en 1596- 1602, 1648- 1652 y 1677- 1685; en Marsella en 1720. Estas fechas y estas localizaciones no constituyen, como puede pensarse fácilmente, más que algunos puntos de referencia en la diacronía y la geografía de las pestes de la edad barroca, porque las epidemias de 1576- 1585 y 1628- 1631 se extendieron en realidad a gran parte de Europa. Por violentas que hayan sido estas explosiones, en particular la última en Francia, la de Marsella, estaban cada vez más separadas unas de otras por años en los que no se señalaba ningún deceso sospechoso. El mal se hacía, por tanto, más esporádico y localizado, y después de 1721 desapareció de Occidente. Pero antes, durante casi cuatrocientos años, la peste había sido, según la expresión de B. Bennassar, “un gran personaje de la historia de ayer”.
EL PUEBLO TIENE RAZÓN
Hasta finales del siglo XIX se ignoraron las causas de la peste, que la ciencia de antaño atribuía a la polución del aire, ocasionada a su vez por funestas conjunciones astrales, bien por emanaciones pútridas venidas del suelo o del subsuelo. De ahí las precauciones, en nuestra opinión inútiles, cuando se rociaban de vinagre cartas y monedas, cuando se encendían fogatas purificadoras en las encrucijadas de una ciudad contaminada, cuando se desinfectaban individuos, harapos y casas por medio de perfumes violentos y de azufre, cuando se salía a la calle en periodo de contagio con una máscara en forma de cabeza de pájaro cuyo pico estaba lleno de sustancias odoríficas. Por otro lado, las crónicas antiguas y la iconografía apenas mencionan como signo portador de una epidemia la mortandad masiva de ratas sobre la que insiste Albert Camus en La peste. El papel de la pulga fue ignorado de igual forma. En cambio, todas las relaciones de antaño describen el peligro del contagio interhumano. Este peligro, hoy lo sabemos, es evidente en el caso de la peste pulmonar, que se transmite por las gotitas de saliva. Pero la investigación médica actual se pregunta sobre “el dogma de la rata” por lo que concierne a la peste bubónica. Desde luego, la historia de esta enfermedad está ligada desde sus orígenes a la de la rata. Pero en numerosas epidemias de peste bubónica parece que el factor multiplicador, el principal agente de transmisión, habría sido no el parásito murino, sino la pulga del hombre al pasar de un huésped en agonía a un huésped en buena salud. La mortandad no habría implicado necesariamente, por tanto, un antecedente epizoótico. De ahí los estragos del contagio en los barrios populares, donde el parasitismo era más denso. Por eso, precisamente, si las purgas y las sangrías, el temor a la transmisión del mal por las deyecciones de los enfermos o el sacrificio de animales que no tienen pulgas (caballo, buey, etcétera) carecían de objeto, en cambio era juicioso quemar los tejidos, sobre todo los de lana, en las casas contaminadas. Y es verdad que era preciso, a ser posible, huir o, en su defecto, aislar y aislarse. Sobre todo esto, porque la peste bubónica daba lugar frecuentemente a una complicación neumónica secundaria. El sentido común popular tenía, pues, razón, en este punto frente a los “sabios” que se negaban a creer en el contagio. Y fueron, finalmente, las medidas cada vez más eficaces de aislamiento las que hicieron retroceder el azote.
LOS NEGADORES
Cuando aparece el peligro del contagio, al principio se intenta no verlo. Las crónicas relativas a las pestes hacen resaltar la frecuente negligencia de las autoridades cuando había que tomar las medidas que imponía la inminencia del peligro, aunque no deja de ser cierto que, una vez desencadenado el mecanismo de defensa, los medios de protección fueron perfeccionándose en el curso de los siglos. En Italia, en 1348, cuando la epidemia se difunde a partir de los puertos –Génova, Venecia y Pisa- Florencia es la única ciudad del interior que intenta protegerse contra el asaltante que se acerca. Las mismas inercias se repiten en Chalons- Sur- Marne en junio de 1467, donde, a pesar del consejo del gobernador de Champagne, se niegan a interrumpir escuelas y sermones; en Burgos y Valladolid en 1559; en Milán, en 1630; en Nápoles, en 1656; y en Marsella, en 1720. Y esta enumeración no es exhaustiva. Desde luego, a tal actitud se le encuentran justificaciones razonables; no se quería sembrar el pánico entre la población –de ahí las múltiples prohibiciones de manifestaciones de duelo al principio de las epidemias- y sobre todo no interrumpir las relaciones económicas con el exterior. Porque, para una ciudad, la cuarentena significaba dificultades de avituallamiento, hundimiento de los negocios, paro, desórdenes probables en la calle. Mientras la epidemia no causara todavía más que un número limitado de muertos, podría esperarse que retrocediera por sí misma antes de haber asolado toda la ciudad. Pero más profundas que estas razones confesadas o confesables, existían desde luego motivaciones menos conscientes: el miedo legítimo de la peste conducía a retardar durante el máximo tiempo posible el momento en que habría que mirarla de cara. Médicos y autoridades trataban, pues, de engañarse a sí mismos. Tranquilizando a las poblaciones, se tranquilizaban a sí mismos. En mayo y junio de 1599, mientras la peste reina más o menos por todas partes en el norte de España –cuando se trata de los demás no se tiene miedo a emplear el término exacto-, los médicos de Burgos y de Valladolid plantean diagnósticos mitigadores sobre los casos observados en sus ciudades: no es la peste propiamente hablando… es un mal común; se trata de fiebres tercianas y dobles, difteria, fiebres persistentes, punzadas en el costado, catarros, gotas y otros padecimientos semejantes; algunos han tenido bubones pero que curan fácilmente.
Cuando una amenaza de contagio se dejaba sentir en el horizonte de una ciudad, las cosas, en el escalón del poder decisorio, ocurrían generalmente de la siguiente manera: las autoridades hacían examinar los casos sospechosos por médicos. Frecuentemente, estos decretaban un diagnóstico tranquilizador, adelantándose de este modo al deseo del cuerpo municipal; pero si sus conclusiones eran pesimistas, se nombraba a otros médicos y cirujanos para una contrainvestigación que no dejaba de disipar las primeras inquietudes. Ese es el escenario que puede verificarse en Milán en 1630 y en Marsella en 1720. Regidores y tribunal de salud buscaban, pues, cegarse a sí mismos para no darse cuenta de la ola ascendente del peligro, y la masa de gente se comportaba como ellos, cosa que ha observado muy bien Alessandro Manzoni a propósito de la epidemia de 1630 en Lombardía, en su novela Los novios. “Ante las fatales nuevas que llegaban de los países infectados, de esos países que forman alrededor de Milán una línea semicircular, distante de algunos puntos apenas veinte millas, de otros solamente diez, ¿quién no creería en una emoción general, en precauciones presurosas, o al menos en una estéril inquietud? Y, no obstante, si las memorias de la época concuerdan en un punto es en el de atestiguar que no hubo nada de eso. La carestía del año anterior, las exacciones de la soldadesca, los pesares de espíritu parecieron más que suficientes para explicar aquella mortandad. En las calles, en las tiendas, en las casas, se acogía con una sonrisa de incredulidad, con burlas, con un desprecio mezclado de furia a todo el qu aventuraba una palabra sobre el peligro, a todo el que hablaba de peste. La misma incredulidad, digamos mejor, la misma ceguera, la misma obstinación prevalecían en el Senado, en el Consejo de los decuriones, en todos los cuerpos de la magistratura”.
DIARIO DE LA PESTE
El prójimo es peligroso, sobre todo si la flecha de la peste ya lo ha alcanzado; entonces, o bien se le encierra en su casa, o bien se le evacúa a toda prisa hacia algún lazareto situado fuera de las murallas. ¡Qué diferencia con el trato reservado en tiempos normales a los enfermos, a quienes padres, médicos y curas rodean con sus diligentes cuidados! En periodo de epidemia, por el contrario, los parientes se apartan, los médicos no tocan a los contagiosos, o lo menos posible o con una varita, los cirujanos no operan sino es con guantes; los enfermeros dejan a la distancia del brazo del enfermo los alimentos, medicamentos y vendas. Todos los que se acercan a los pestíferos se rocían de vinagre, perfuman sus vestidos, llegado el caso llevan máscaras; cerca de ellos evitan tragar saliva o respirar por la boca. Los curas dan la absolución de lejos y distribuyen la comunión mediante una espátula de plata fijada a una varita que puede tener más de un metro. De este modo, las relaciones humanas han quedado totalmente alteradas: precisamente en el momento en que la necesidad de los otros se vuelve más imperiosa –y cuando, por regla general, se hacían cargo de nosotros- los abandonan. El tiempo de peste es de la soledad forzada.
En una relación contemporánea de la peste de Marsella de 1720 se lee: “El enfermo está secuestrado en una zahúrda o en el apartamento más remoto de la casa, sin muebles, sin comodidades, cubierto de viejos harapos y con lo más gastado que hay, sin más alivio a sus males que un cántaro de agua que se deja, a toda prisa, junto a su cama y con la que se abreva a sí mismo a pesar de su languidez y su debilidad, frecuentemente obligado a ir en busca de su cocido a la puerta de la habitación y a arrastrarse luego para llegar otra vez a la cama. Por más que se queje o gima, nadie hay que le escuche”.
Por regla general, la enfermedad tiene sus ritos, que unen al paciente a su entorno, y la muerte obedece todavía más a una liturgia en la que se suceden el aseo fúnebre, la vela alrededor del difunto, la introducción en el ataúd y el entierro. Las lágrimas, las palabras en voz baja, la apelación a los recuerdos, el arreglo de la cámara mortuoria, las oraciones, la comida final, la presencia de los parientes y de los amigos: he ahí otros tantos elementos constitutivos de un rito de paso que debe desarrollarse en medio del orden y de la decencia. En periodo de peste, como en la guerra, el fin de los hombres se desarrollaba, por el contrario, en unas condiciones insostenibles de horror, de anarquía y de abandono de las costumbres más profundamente arraigadas en el inconsciente colectivo. Ante todo, era la abolición de la muerte personalizada. En el momento álgido de las epidemias, los pestíferos sucumbían todos los días en Nápoles, en Londres o en Marsella por centenares, incluso por millares. Los hospitales y los campamentos de barracas arregladas a toda prisa se llenaban de agonizantes. ¿Cómo ocuparse de cada uno de ellos? Además, muchos no llegaban siquiera a los lazaretos y morían en el camino. Todas las relaciones sobre epidemias del pasado mencionan los cadáveres en las calles incluso en Londres, donde, sin embargo, las autoridades parecen haber dominado menos mal que en otras partes, en 1665, los múltiples problemas nacidos del contagio. El Diario de Daniel Defoe precisa: “Apenas se podía pasar por una calle sin ver en ella algunos cadáveres en el suelo”. A partir de entonces ya no hay pompas fúnebres para los ricos, ni siquiera una ceremonia, modesta incluso, para los pobres. Nada de tañidos fúnebres, nada de cirios alrededor de un féretro, ni de cantos, y frecuentemente ni siquiera una tumba individual. En el habitual curso de las cosas, la gente se las arregla para camuflar el aspecto horrible de la muerte, gracias a un decorado y a unas ceremonias que son otros tantos maquillajes. El difunto conserva su respetabilidad. Es motivo de una especie de culto. En periodo de peste, por el contrario, habida cuenta de la creencia en los efluvios maléficos, lo importante es evacuar los cadáveres lo más deprisa posible. Se los deposita apresuradamente fuera de las casas, incluso se les baja por las ventanas con ayuda de unas cuerdas. Los “cuervos” los agarran gracias a unos ganchos fijados en el extremo de largos mangos y los amontonan de cualquier manera en las horribles carretas que evocan todas las crónicas referidas a las epidemias. Cuando estas lúgubres carretas aparecen en una ciudad precedidas de portadores de campanillas, es señal de que la epidemia ha franqueado todas las barreras. No hay que buscar muy lejos el lugar del que Brueghel ha sacado la idea de la carreta llena de esqueletos que figura en su Triunfo de la muerte en El Prado. Durante la vida de un hombre de ciudad, era normal haber vivido por lo menos una peste, y asistido al estupefaciente vaivén de las carretas entre las casas y las fosas comunes. Releamos nuevamente a este propósito a Defoe: “Todo el espectáculo estaba lleno de horror. La carreta llevaba dieciséis o diecisiete cadáveres envueltos en vendas o en mantas, algunos tan mal tapados que habían caído desnudos entre los otros. A ellos les importaba poco, y la indecencia tampoco importaba mucho a nadie, todos estaban muertos y debían confundirse en la fosa común de la humanidad. Se la podía llamar de ese modo porque allí no se hacía diferencia entre ricos y pobres. No había ninguna otra manera de enterrar y no se habrían encontrado ataúdes debido al número prodigioso de los que perecían en una calamidad como aquella”.
El talabartero que Defoe saca a escena cuenta también que, en su parroquia, “las carretas de los muertos en varias ocasiones se vieron detenidas a las puertas del cementerio llenas de cadáveres, sin campanillero, sin conductor, sin nadie”. Las ciudades apestadas no conseguían ya absorber a sus muertos. De este modo, durante los grandes contagios, nada distinguía ya el fin de los hombres del fin de los animales. Ya Tucídides, describiendo la epidemia (que sin duda no era una peste) de 427- 430 A. C., había observado: “Los atenienses morían como rebaños”. Igualmente, abandonados en su agonía, los contagiosos de cualquier ciudad de Europa entre los siglos XIV y XVIII, una vez muertos eran amontonados todos juntos como perros o corderos, en fosas inmediatamente cubiertas de cal viva. Es una tragedia para los vivos el abandono de los ritos tranquilizadores que acompañan en tiempo normal la salida de este mundo. Cuando la muerte se desenmascara hasta ese extremo, “indecente”, desacralizada, hasta ese punto colectiva, anónima y repugnante, una población entera corre el riesgo de la desesperación o la locura, al verse repentinamente privada de las liturgias seculares que hasta entonces le conferían en las pruebas dignidad, seguridad e identidad. De ahí la alegría de los marselleses cuando, al terminar la epidemia de 1720, vieron de nuevo féretros en las calles. Era la señal segura de que el contagio se iba de la ciudad, y que volvían a surgir los hábitos y las ceremonias tranquilizadoras de los tiempos normales.
Detención de las actividades familiares, silencio de la ciudad, soledad en la enfermedad, anonimato en la muerte, abolición de los ritos colectivos de alegría y de tristeza: todas esas rupturas brutales con las costumbres cotidianas iban acompañadas de una imposibilidad radical para concebir proyectos de futuro, ya que a partir de entonces la “iniciativa” pertenecía completamente a la peste. En cambio, en periodo normal, incluso los viejos actúan en función del futuro, igual que aquel de La Fontaine que no solo construye sino que incluso planta. Vivir sin proyectos no es humano. Sin embargo, la epidemia obligaba a considerar cada minuto como un plazo y a no tener otro horizonte delante de uno que el de una muerte próxima. Lamentando haberse quedado en Londres, el talabartero de Defoe se esfuerza por salir de su casa lo menos posible, confiesa continuamente sus pecados, se abandona a Dios, se confía al ayuno, a la humillación y a la meditación. “El tiempo que me quedaba –escribe- lo empleaba en leer y en escribir estas notas sobre lo que me pasaba cada día”. En Marsella, en 1720, cuando se vuelve evidente que el peligro está en todas partes en la ciudad, un contemporáneo hace a su diario esta confesión de impotencia: “Ya no hay otra posibilidad que pedir misericordia al Señor preparándose para la muerte”. Al desestructurar el entorno cotidiano y bloquear todas las rutas del futuro, la peste sacudía de este modo, por partida doble, las bases del psiquismo tanto individual como colectivo.