Era mi primera comunión. La había soñado. Pero no con esa angustia clavándome el pecho. Como alguien que mata. El escenario era perfecto. En el fondo de la iglesia estaba Cristo en una cruz enorme de madera. Un juego de luces lo iluminaba. A los costados varias vírgenes de yeso con aureolas sobre la cabeza y mirada sufriente. Una música suave hacía que todo ese entorno trasmitiera pureza y algo que conectaba con Dios. Mis ojos veían todo eso, captaban esas imágenes, pero se bloqueaban cuando pretendían llegar al cerebro. Ponía toda mi mejor voluntad. Toda. Pero era en vano. La única imagen que tenía lugar en mi cabeza y se había instalado con una potencia irreductible era la entrepierna de Tía Graciela.

Llegué a ese momento siendo un devoto apasionado de Dios. Pese a mi padre, del cual no diré mucho, solo que se enorgullecía de ser ateo y vivía puteando a Dios, a la virgen y a todos los santos. Mi madre, hija de fervientes católicos, se había encargado de inculcarme la religión. Para no contradecirlo apenas si rezábamos algún rosario a escondidas. Como en casa mandaba mi padre a nadie se le ocurrió que tomara la comunión a los ocho años como todos mis compañeros de escuela.

De la que sí me interesa ocuparme es de Tía Graciela. Para describirla diría que era la mujer más linda de la tierra. También debo aclarar es que en realidad no era mi tía sino prima de mi padre, tenía cerca de cuarenta años y vivía con mi abuela en la ciudad.

Tía Graciela no era como las otras tías medio viejas que se vestían como las abuelas. Su trato era diferente. Cada vez que me hablaba sus ojos parecían decir algo más. A lo mejor era el tono que usaba, sereno y afectuoso. También su mirada. O la forma en qué me acariciaba la cabeza diciendo que mi pelo era muy lindo o como me pasaba su mano suave a lo largo del brazo.

Todos los años le pedía a mi padre que me dejara tomar la comunión y él siempre se oponía. Sin embargo, al terminar sexto grado, con once años cumplidos, era uno de los requisitos para anotarse en la escuela secundaria y a regañadientes no tuvo más opción que aceptarlo.

Durante varios meses los sábados fui a catecismo a la ciudad. Era el único del grupo al que ya le estaban apareciendo bigotes. Esperaba esos sábados ansioso. Por todo lo que nos enseñaban y más feliz todavía porque cuando terminaba iba a merendar con Tía Graciela.

Cuando llegó el día de la comunión, dado la cantidad de preparativos, debía ir a la iglesia la tarde antes. Mis padres decidieron que pasara la noche en lo de la abuela.

Esa tarde llegaron unos curas jóvenes, creo que seminaristas o misioneros. Hablaban como si fuéramos sus amigos. Daban ganas de ser cómo ellos. Uno tomó la palabra y dijo que para que Dios entrara a nuestro cuerpo debíamos recibirlo en una casa pulcra, como desea cualquier persona que va de visita a algún lado. Eso significaba que había que arrodillarse al costado de unas casillas que había en la iglesia con unas ventanitas y contar todas las cosas malas que habíamos hecho. La mayoría de los chicos salían tranquilos, se iban a los bancos y rezaban en voz baja. Mientras esperaba dudé si contarle todo.

Cuando llegó mi turno primero le conté de las peleas con mis hermanos, después, de varias mentiras. Podía verle la cara al cura a través de la ventanita. Parecía que estaba a punto de quedarse dormido. Recién cuando le dije que había jugado con alguna parte de mí cuerpo y que muchas veces imaginaba cosas con Tía Graciela, recién ahí dio vuelta la cara como si algo lo asombrara. Dijo algunas cosas acerca del deseo que no entendí muy bien y me mandó a que rezara diez padre nuestro y diez Ave maría.

Cuando terminaron de confesarnos nos explicaron que la hostia era el cuerpo de Cristo y debía ser aceptada en nuestra boca mansamente, no como un bocado de cualquier comida. Alguien preguntó si era verdad que no se podía morder la hostia y el misionero pegó un grito al cielo.

La mañana siguiente Tía Graciela entró a la pieza donde yo dormía a traerme el desayuno. Tenía puesta una remera larga que le llegaba casi hasta las rodillas. Cuando se puso de espaldas para abrir la ventana, los rayos del sol atravesaron la remera y vi que era la única prenda que llevaba puesta. Dejó la bandeja sobre la mesa de luz, se sentó en la cama y con sus dedos largos empezó a tocarme la cabeza, diciendo que mi pelo era muy suave. Se acurrucó a mi lado.

La remera se le había subido un poco y cuando hizo un movimiento para acomodarse pude ver allí donde nacían sus piernas, aquello que muchas veces me había imaginado. Sentí vergüenza y desvié la vista, pero ella se rió al darse cuenta.

-¿Querés ver? Dijo. A mí no me salían las palabras. Sentía la cara arderme. Era una mezcla de miedo, felicidad y horror. Todo junto. Se levantó apenas la remera para que yo pudiera ver lo que ella tenía ahí y como desprevenida puso su mano debajo de mi calzoncillo, cómo curioseando también ella. Yo estaba entre eufórico y desesperado. Ella se bajó de la cama y me hizo señas de que la siguiera. Fuimos a una pieza que estaba enfrente, cruzando un pasillo. Era una habitación de huéspedes pequeña que tenía una mesa, un aparador y una cama de una plaza. Tía Graciela se paró al lado del aparador, se levantó la remera y con sus manos suaves tomó la mía y la puso apenas rozándole una teta. Me pidió que la besara en ese lugar. Muy suavecito, dijo. Obedecí. Veía su gesto de satisfacción cerrando apenas los ojos. Enseguida sacó un forro y ella mismo se ocupó de ponérmelo. Como vio que me quedaba grande, lo ató en la parte de atrás con un hilo que me apretó hasta dolerme. Después se tiró en la cama con las piernas abiertas y se encargó de todo. Yo tocaba el cielo con las manos. Al final se estremeció y estuvo un momento como dormida. Después me dijo que me vistiera sin hacer ruido y que tirara el forro en el inodoro. Por dentro era la persona más feliz del mundo, pero también me creía un desgraciado.

A media mañana fuimos todos juntos a la iglesia. Tía Graciela se había puesto una remera ajustada y una pollera suelta que le dejaba ver las piernas arriba de las rodillas. Estaba más hermosa que nunca. No se había maquillado, pero su cara a pesar de estar ojerosa era de alguien que nadaba en felicidad. En la Iglesia se quedó en uno de los huecos que había a los costados. Media escondida. Para verla tenía que girar la cabeza.

Así transcurrió ese tiempo infinito de la misa, queriendo entender qué clase de alma habitaba en mí. Si el que rezaba los rosarios con mi madre a escondidas o este salvaje que hace unas horas estaba sobre la Tía. Cada dos por tres me sorprendí girando la cabeza hacía donde estaba ella.

Cuando llegó el momento de ir a tomar comunión no podía mover los pies del lugar. Un zapato de hierro me anclaba al piso. Debía hacer fuerza para no torcer la cabeza hacía el rincón donde estaba Tía Graciela. Seguía viéndola desnuda, como a la mañana temprano. Pensando en esa imagen me sorprendió un tirón en la manga del saco. Era el misionero que, con ojos severos, me decía que caminara a formar la cola. Dejé el lugar y caminé tropezándome en esas maderas incómodas que tienen abajo los bancos de la iglesia. A medida que llegaba al lugar donde estaba el cura con los monaguillos,  las imágenes de la mañana se agrandaban en mi cabeza en una danza alocada, confundiéndome. En lugar de ver al cura con el Cristo de fondo la veía a Tía Graciela en el momento que abrió la ventana y el sol le transparentaba la remera, o cuando se subía el vestido para que yo pudiera ver lo que ella tenía ahí, o cuando me puso el forro con sus dedos delicados. En mis oídos en vez de entrar esa música sensible que remitía a cosas divinas, escuchaba el jadeo de Tía Graciela como algo que crecía más y más, sin posibilidad de detenerse. Me sorprendí casi chocándolo al cura que tomando una hostia de un recipiente brilloso me la extendió hacia mi boca diciendo: tomad, este es el cuerpo de Cristo. Apenas moví los labios intentando decir amén, como nos enseñaron que debíamos decir y salí caminando conteniéndome para no correr hacia mi lugar en el banco. Allí, con todas esas imágenes de Tía Graciela ocupando hasta el último rincón de mi cabeza, no sabía qué hacer con la hostia dentro de mi boca. La movía de un lado al otro con la lengua esperando que algo se aclarara en mi cabeza y me liberara de este suplicio. Sin embargo, el esfuerzo era en vano, lo único que retornaba con obstinación era Tía Graciela desnuda. Movía la hostia de un costado a otro de la boca, despreciándola, como si estuviera envenenada. La hubiera escupido al piso. Entonces no tuve dudas. Consciente de que el precio sería un terrible remordimiento, mastiqué la hostia con toda la rabia, con bronca, también con culpa y supe que a partir de ese día ya no podría contar con Dios para nada. 

Dios ni nadie me protegerían, no estarían mirándome para ayudarme, pero tampoco para juzgarme, ni desde arriba, ni desde abajo, ni desde ninguna parte.

 

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