Aunque demande bienes escasos como tiempo y concentración, picar, trozar, pelar, dorar, fritar, guisar o hervir alimentos ciertamente merece la pena. Y no solo porque, a cargo de los fogones, la gente tiende a trabajar con productos frescos, más nutritivos; a no utilizar conservantes ni colorantes; se organiza mejor, opta por variedad, aflora su creatividad, se planifica acorde a las necesidades particulares; y asimismo se ahorran unos buenos mangos, algo para nada desdeñable en tiempos de vacas flacas. Ocurre que, según un reciente paper científico, ya el mero hecho de cocinar es sumamente beneficioso para la salud mental, independientemente de las habilidades culinarias y aún cuando no se preparen platos sanísimos. En resumidas cuentas, su efecto positivo trasciende lo estrictamente nutricional.

Renovada sensación de vitalidad, una mayor confianza personal, más entusiasmo por innovar, una mayor predisposición para incorporar nuevos hábitos alimenticios: algunas de las sensaciones reportadas por el mentado estudio, que se prolongó durante 2 años e involucró a más de 650 participantes. También dejaron constancia las conejillas de indias que la satisfacción era más grande al embucharse lo que habían preparado sus propias, inexpertas manos, como da cuenta el trabajo. Llamado, vale aclarar, “Cómo un programa de alfabetización alimentaria de 7 semanas afecta a la salud mental: hallazgos de un ensayo de intervención controlada”, publicado por el reputado journal de divulgación Frontiers in Nutrition, dedicado a las ciencias de la alimentación.

Crédito Journey Foods

Las conclusiones llegan de tierras australianas, de la ciudad de Perth. Más precisamente de la Universidad Edith Cowan (así bautizada en honor a la primera mujer elegida diputada en el parlamento del país oceánico, vale decir), donde trabaja de sol a sol el equipo liderado por la investigadora Joanna Rees, especialista en dietética y nutrición. Es ella quien hoy recomienda con especial énfasis: “Hay que potenciar lo casero” ¿Por qué? Porque nos hace más felices, hablando mal y pronto, y los efectos bienhechores ni siquiera tardan en aparecer: empiezan a surgir en tan solo 7 semanas, según el team de la erudita, y se prolongan hasta seis meses después de la experiencia. Normal, entonces, que el equipo ahora sugiera empezar a utilizar las clases de cocina para prevenir malestares psicológicos peliagudos; entre ellos, depresiones.

“Los futuros programas de salud mental deberían priorizar cómo derribar las barreras de una alimentación sana, como la falta de tiempo o el acceso restringido a materias primas nobles. A la vez, proponer recetas rápidas y fáciles, preferentemente ricas en frutas y verduras, donde brillen por su ausencia los ultraprocesados”, las firmes palabras de Joanna, que remata subrayando que, para lograrlo, el papel del gobierno es clave. Como bonus, sueña esta mujer con que los resultados de su informe “ayuden a cambiar el persistente paradigma sexista, incitando a más varones a involucrarse en la preparación de platos, equilibrando el desbalance en las tareas del hogar, reduciendo los prejuicios machistas”.

Hay que decir que, el año pasado, Rees lideró otra investigación que aseguraba que comer frutas y verduras se asociaba con una mejor salud mental a largo plazo. La curiosidad del nuevo trabajo es que, independientemente de si se cambia o no la dieta, ya el simple hecho de tomar clases de cocina y practicar en casa provoca beneficios sustanciales, previamente enunciados.

Por lo demás, el experimento básicamente fue: una serie de cursos itinerantes, de una duración aproximada de mes y medio, en el campus de la universidad y en distintos puntos de la capital australiana, con chefs con experiencia impartiendo generosamente sus saberes. Replicando, cabe destacar, los consejos de Jamie's Ministry of Food: iniciativa del archipopular e influyente cocinero inglés Jamie Oliver, que promueve un upgrade en los hábitos alimentarios, y avaló -como quien suma un granito de pimienta- este estudio. Estudio que deja más claro que agua filtrada las bondades de desempolvar viejas recetas familiares, invertir en libros de Dolli Irigoyen o Juliana López May, o simplemente prender las hornallas e improvisar sobre la marcha. Para cuidar el cuerpo todo; en especial el bocho, que viene de un par de añitos desafiantes, como mínimo.