En 1997, hace un cuarto de siglo, ocurrió un milagro televisivo, a tono con la propuesta sobrenatural en danza: una blonda y vanidosa porrista lograba lo inesperado… ¡sobrevivía después de los primeros 10 minutos en una historia de terror! A contramano del canon habitual de las tramas de susto (especialmente las slasher, que salvaban a las modestas morochas virginales y condenaban a las chicas populares a una muerte inexorable y rematadamente gore), Buffy la Cazavampiros detonó la fórmula estereotipada y, en el ínterin, entregó al público adolescente (y al de todas las edades) una protagonista como pocas, como ninguna, que ingresó con bombos y platillos al simbólico panteón de las grandes heroínas de acción/terror. Mérito del hoy caído en desgracia Joss Whedon (ampliaremos…), que craneó un universo que encierra centenares de interpretaciones pero que, al final del día, quiso construir una sutil metáfora sobre ser estudiante de secundaria en los Estados Unidos, situación pavorosa si las hay.
Por si quedó alguien sin iniciarse en el ya icónico show, el argumento abreviado: con 16 primaveras, Buffy Summers se muda al soleado Sunnydale, un pueblito californiano; y tiene tan pero tan mala pata que resulta estar justo encima de un portal tremebundo, Hellmouth (en criollo, “La boca del infierno”), que no para de liberar bellacos del inframundo. Principalmente vampiros, especialidad de esta chica que originalmente quiere escapar de su destino como “vigilante”, “guardiana”, estando más interesada en echar porras a basquetbolistas, tener citas o probarse pilcha que en visitar cementerios por la noche para cazar demonios.
Al final, termina resignándose a la profecía que la declara “la elegida”, acompañada en la faena por un fiel clan de freaks & geeks. Grupo que eventualmente crece en fuerza, habilidades, poderes, sacudiéndose poco a poco la fama de tontuela Scooby Gang que forja en el comienzo. Ojo, podrán combatir contra las oscuras fuerzas del mal pero, al día siguiente, nada salvará a la liga menor de ir al colegio, entregar la tarea, estudiar.
La sólida base de Buffy la Cazavampiros está en: Sarah Michelle Gellar en rol estelar; Alyson Hannigan como la bruja Willow; Nicholas Brendon como el pesadito de Xander; Charisma Carpenter como la petulante Cordelia; Anthony Head, el ceñudo bibliotecario Giles; un trasnochado David Boreanaz como Ángel, vamp bueno-malo-bueno; y James Marsters como el guachísimo chupasangre Spike, que eventualmente logrará redimirse. Por supuesto, hay variaciones en el elenco con el correr de las 7 temporadas; recambios en el cast en lo que terminaron siendo más de 140 capítulos. Transmitidos por cable localmente, por la señal Fox, en épocas donde ni la mente más volada podía soñar con plataformas streaming. Casi una experiencia religiosa esperar pacientemente cada semana por una nueva entrega; en días en los que, siendo los albores de internet, todavía corría un objeto que más de una persona de la Generación Z tendrá por pieza de arqueología: el diskette 3 ½, que sucedió al blandengue 5 ¼.
Demonios al cuadrado
Si el asunto del diskette viene a cuento es porque, en uno de los primeros capítulos, este artefacto le viene de perlas a Buffy y compañía para investigar avanzadísimos monstruos virtuales que atrapan a sus víctimas a través de salas de chats. Porque otro mérito del programa es que, lejos de limitarse a colmilludos (bastante canónicos, por cierto, que temen al sol, no se reflejan en el espejo, necesitan permiso para entrar a una casa), abordó mitología -más y menos- inventada, introduciendo al público teen a cuanto bicho sobrehumano y matahumano imaginarse pueda. Solo True Blood (2008-2014) tuvo tanto eclecticismo.
Recapitulando solo los primeros tiempos de Buffy…, habemus mantis religiosas que toman seductora forma humana para embucharse varones; hombres lobo, hombres hiena, mujeres invisibles. Momias incas, marionetas poseídas, demonios biomecánicos, supersoldados. Zombis, políticos corruptos, fraternidades que adoran reptiles. Incluso hay robots femicidas que pierden los papeles si las mujeres no siguen a rajatabla la “guía de la buena esposa” de los años 50 (es decir, tener lista la cena, la casa reluciente, minimizar los ruidos, no quejarse frente al marido…). También están los levitantes Gentleman, pálidos humanoides de sonrisa escalofriante, que roban las voces de sus víctimas. Y un último, terrible contrincante: el Primer Mal, que toma el cuerpo… de un cura. El sacerdote Caleb, para más precisiones, misógino hasta la médula, que trata a Buffy con condescendencia absoluta lanzándole epítetos despectivos, paternalistas de esta guisa: sweetpea, girly girl, little lady, whore…
Una aproximación académica
Tantas aristas tenía el programa que empezó a ser estudiado en universidades por su complejidad. Compréndase, por favor, que no es que hubiese una cátedra especialmente dedicada a la serie en Harvard, Berkeley u otros institutos de la liga Ivy. Pero, hará cosa de 10 años, era uno de los shows de tevé favoritos en materia de estudios culturales de los Estados Unidos, multiplicándose a la velocidad del rayo los papers que convertían a la tira en objeto de investigación por parte de su base de fans más intelectual y rigurosa: la académica. A tal punto la tendencia -que se sostuvo en el tiempo y se tradujo en cientos de artículos, libros, conferencias- que el asunto recibió nombre propio: los Buffy Studies. Porque, bueno, fueron muchas temporadas, además de productos aledaños: cómics, videojuegos, fanfictions…
Al igual que Los Expedientes Secretos X o Twin Peaks (¿Quién mató a Laura Palmer?, para quienes aún recuerdan la versión en la pantalla argenta, ¡editada a los ponchazos, con tijeras oxidadas! para que entraran las publicidades), Buffy fue anterior a lo que se conoce como la Era Dorada de la Televisión. Sin embargo, ayudó a allanar el camino para que el academicismo tratara programas de televisión con seriedad, diseccionándolos como quien analiza clásicos de la literatura o del cine. Así sucedió y aún sucede con Los Soprano, The Wire, Mad Men, Breaking Bad…
Al parecer, en las universidades encontraron que la historia de la porrista era un terreno fértil y multidimensional, prácticamente inagotable, rebosante de alegorías, mitología y guiños culturales, a la par que expresaba los miedos y las fantasías del subconsciente social. Como cualquier buena trama de terror, dicho sea de paso, género que históricamente ha canalizado los traumas y las ansiedades en boga. Frankenstein, por ejemplo, representó el miedo a una medicina que no conocía límites, deshumanizada; Godzilla nos vino a hablar de los peligros nucleares; los zombis multiuso, de todo cuanto involucre masas descerebradas, desde extremismos políticos hasta consumismo voraz.
Sobre Buffy…, es posible toparse con trabajos como Real Vampires Don’t Wear Shorts: The Aesthetics of Fashion in Buffy the Vampire Slayer, o Killing us Softly? A Feminist Search for the ‘Real’ Buffy. Otros se zambullen en la jerga juvenil utilizada durante las emisiones semanales. O ven en la serie una metáfora de la vida posmoderna. O cruzan el show con bibliografía de (no es chiste) Walter Benjamin para desgranar nociones como subjetividad y verdad. Había, después de todo, tela para cortar a troche y moche: figuras de autoridad opresivas, normas sociales restrictivas, despertar sexual adolescente, predadores al acecho, soledad, redención, larguísimo el etcétera.
Entierra a tus gays
Una de las facetas favoritas para el análisis académico, sin embargo, fue la LGBTQ+; no fueron pocas las personas que leyeron en la trama una gran alegoría de salir del armario. Aunque Buffy es hétero, su lucha por ocultar sus poderes y su doble vida tocó un nervio sensible en la audiencia queer, que vio reflejado su propio miedo de salir del armario. El final de la segunda temporada, en particular, fue especialmente movilizante: la guardiana le revela a su madre su identidad verdadera, ¿y qué hace su progenitora? La pone de patitas en la calle.
Eventualmente la metáfora pasó a ser subtexto más potente cuando entró en escena otra cazavampiros, Faith (Eliza Dushku), que pretendía ser la contracara más visceral, más oscura, más impulsiva de Buffy, pero -por besitos en la frente y corazones dibujados en la ventana- se leyó como interés romántico latente, no explorado.
Independientemente, Buffy la Cazavampiros terminaría marcando un antes y un después para la representación LGBTQ+, al mostrar abiertamente y con total naturalidad a una de las primeras parejas de lesbianas de la tevé mainstream. Puede que hoy sea casi pan nuestro de cada día, pero entonces fue un auténtica revolución que el segundo personaje más importante, la cada-vez-más-poderosa bruja Willow, tuviese una novia, la wicca Tara, interpretada por Amber Benson. Hechizos van, telequinesis viene, las ahora universitarias empiezan una relación entrañable entre conjuros, hasta que Tara muere trágicamente, perpetuando así un tropo que -hasta hace poco- estaba sumamente activo: el “Bury Your Gays”, también conocido como “Dead Lesbian Syndrome”, que daba un final miserable a personajes queer, cuando no los condenaba directamente a la simbólica pira (algo que también pasaba con las prostitutas simpáticas en las películas estadounidenses).
Por esos días, el RIP de Tara -que sirvió al arco narrativo de Willow para que abrazara la oscuridad un rato, potenciara sus poderes, volviera a reconciliarse con la vida- causó estupor en la audiencia, que protestó exigiendo la resurrección de la joven. A tal punto creció el tole tole que los showrunners consideraron desandar el cliché y devolverle el pulso a la wicca, pero la actriz Benson ya estaba fichada para otros proyectos, no cuadraron agendas y tuvieron que encontrarle otro romance floreciente a Willow.
Antes de la serie, una peli
Nobleza obliga: hubo otra Buffy antes de que Sarah Michelle Gellar tomara la estaca y se colgara el collar con cruz. De 1992, el film homónimo que sentó las bases, con guión de -obvio- Joss Whedon. En la Buffy The Vampire Slayer cinematográfica, Kristy Swanson tomaba el rol de pícara cheerleader que, a regañadientes, era entrenada por Donald Sutherland, que no paraba de rezongar; y debía combatir contra un distinguidísimo Rutger Hauer, que interpretaba al despiadado vamp Lothos. El carilindo Luke Perry (que despertaría muchos suspiros en los 90s como Dylan en Beverly Hills 90210) oficiaba de atípico galán: era el “damiselo en apuros” que Kristy salvaba a cada rato de mordiscones indeseados. A diferencia de la serie, más sombría, la peli ponía el acento en el humor, y fue injustamente subvalorada en sus días; pasó, digamos, sin pena ni gloria, y eso que había un generoso baño de hemoglobina en la noche de graduación.
También hay que decir que desde hace añares se viene rumoreando que habría un reboot, remake o revival de la serie Buffy la Cazavampiros en puerta, pero sigue sin concretarse el trascendido. El proyecto pareció recibir luz verde en 2018, pero la cancelación de Whedon (leer más adelante) habría demorado el asunto. Queda por ver si los planes logran salir adelante, vencer el mote de “proyecto maldito” que pasa de oficina en oficina. Por lo pronto, Gellar se anima a soñar en voz alta quién podría sucederla en el papel de protagonista: atinadísima, quiere que sea Zendaya, que la viene descosiendo en la serie Euphoria y en la saga épica sci-fi Dune.
Aires de cambio en los 90s
Según lo establecido por las películas de terror, hay tres reglas para sobrevivir en una cinta: no tener sexo, no consumir alcohol ni drogas, y jamás de los jamases decir “Ahora vuelvo”; esas palabras son condena segura. Estas normas tácitas fueron puestas de manifiesto en la primera entrega de Scream, donde el adolescente cinéfilo Randy aconsejaba a sus amigos teens cómo evitar el filo del asesino serial enmascarado. Obra del genial Wes Craven, asimismo genitor de Freddy Krueger y de unas cuantas heroínas memorables, Scream resultó un film de género sobre el género, pletórico de citas, humor irónico y homenajes. Como excelente y respetuosa parodia, jamás fue condescendiente con su público, y renovó un universo que prácticamente se había fagocitado a sí mismo en los ochenta.
Hoy las reglas de supervivencia para el rito de pasaje pueden resultar obvias y, de hecho, las reformulaciones novedosas están a la orden del día. Aunque con cuentagotas, hay propuestas valiosas como It Follows (2014), de David Robert Mitchell, donde una maldición fatal corre por vía carnal, a modo de enfermedad de transmisión sexual. Pero en los años en los que la prota Sidney Prescott escapaba de Ghostface en el pueblito de Woodsboro, para seguir huyendo en las sucesivas e ingeniosas ramificaciones de la saga, era un soplo de aire fresco que se plantearan abiertamente los lugares comunes, en pos de torcerlos hasta la rotura expuesta.
En ese sentido, no parece casual que Buffy… saliera apenas un año después de Scream, partiendo del mismo tono iconoclasta y versado que proponía esta película legendaria de 1996. Empezando por lo ya dicho, que la eterna víctima no moría en el callejón cuando el monstruo la alcanzaba de una corrida: giraba, se relamía con sonrisita traviesa y lo hacía polvo. Además de vengar la fama de tontas frívolas de las blondas, el humor era una constante en Buffy, que mitigaba la sobredosis de melodrama con bromillas y referencias pop, dando a entender que destreza y musculatura no le quitaban ni una pizca de gracia e inteligencia a la querida cheerleader.
Así las cosas, no se salvó del cliché de sexo maldito, y los amores en general fueron un punto ciego en su historial ficcional de vida. En materia de flechazos, la pobre chica las pasó canutas: pierde la virginidad con un vamp centenario que, precisamente por follarla, pierde su alma y se vuelve un maniático asesino. Buffy se atomiza luego a causa de los celos de un novio controlador, y casi es violada por un filito de colmillos más afilados que Nosferatu. Flaco favor le hicieron los guionistas a la muchacha, que bien podría haber inspirado un spin-off: “En terapia sobrenatural” para lidiar con relaciones tóxicas (demasiado rufián melancólico) e indecible estrés postraumático (demasiados apocalipsis).
Y hablando de tóxicos…
Una vez le preguntaron al creador de la serie, Joss Whedon, por qué había decidido hacer un programa de acción/terror donde una chica liderase, y él respondió muy suelto de cuerpo: “Porque todavía hay gente que me hace esa pregunta”. Así de plantado y rotundo este “aliado” de los derechos de las mujeres, otrora bautizado “el soberano de los nerds feministas” por la prensa anglo y por una auténtica legión de fans.
Prototipo de varón nuevo, friki deconstruido elevado a “campeón por la igualdad de género” por la reputada entidad Equality Now, el tipo estaba entronizado gracias a series de culto como la que nos compete, una de las franquicias más festivamente feministas de la cultura pop. También por su sucedánea Angel y otros títulos como el western galáctico Firefly y el thriller sci-fi Dollhouse. Asimismo fue guionista y director de Los vengadores (The Avengers, su título original, de 2012), y saltando de Marvel a DC, completó La liga de la Justicia cuando Zack Snyder dejó el proyecto tras la muerte de su hija.
Whedon se jactaba de escribir tramas con personajes femeninos fuertes, de armas tomar; se llenaba la boca diciendo que la misoginia era cosa del hombre de las cavernas, que el patriarcado no iba más. El problema es que su reinado empezó a mostrar fisuras decididamente groseras. Su ex esposa tiró la primera piedra, asegurando que era un manipulador, un hipócrita que no se aplicaba el cuento feminista, que lo fingía para levantarse minas. Después llegaron más y más hondazos que lo terminaron de bajar del pedestal al saberse que, entre bambalinas, J.W. era un auténtico tirano que reservaba su costado más sádico y ponzoñoso para las muchachas que percibía como frágiles.
Así fue que se pronunciaron en su contra actrices de Buffy como Charisma Carpenter, Michelle Trachtenberg o Amber Benson. También personal del behind the scenes reconoció que el hombre se enorgullecía sádicamente por hacer sufrir a sus asistentas; que constantemente avivaba los enfrentamientos entre el elenco; que hablaba de los cuerpos de las mujeres de manera cosificante. Gal Gadot, aka La Mujer Maravilla, también manifestó que Whedon convirtió el plató de Justice League en un verdadero suplicio y que, tras choques varios, la amenazó con destruir su carrera.
En fin, un macanudo “el campeón por la equidad” al que, valga la ironía, le debemos una heroína zarpada, pero no perfecta: Buffy tiene sus claroscuros, como el show mismo. Porque, todo sea dicho, hay aspectos conflictivos en el programa, como el hecho de que su cast no fuera étnicamente diverso y que no todos los personajes hubieran envejecido bien. Epítome de masculinidad frágil, a Xander dan ganas de ubicarlo en su sitio, por poner un ejemplo. Pero, en general y en perspectiva, el show ha pasado la prueba del tiempo, que no es poca cosa si se recuerda cómo era el mundo hace un cuarto de siglo.
Todo vuelve
Lo que tampoco había envejecido demasiado bien que digamos era el vestuario de la serie, rematadamente noventera. Pero, como se sabe, lo del eterno retorno le calza perfecto a la circularidad de la moda. De hecho, hace unos pocos días la revista Vogue declaraba icónicos los atuendos de la porrista jubilada, resaltando que, 25 años después, “seguimos viendo estilismos que beben totalmente del personaje, tanto en las pasarelas como en las estrellas del street style”.
A saber, según la publicación fashionista: “Durante el mes de la moda que tiene lugar estas semanas hubo varios momentos que brindaron en bandeja la energía de Buffy Summers. Como prolífica usuaria de pantalones de cuero negro, su armario rockero-chic bien podría nutrirse de un buen puñado de piezas de vanguardia que hemos visto estos días sobre la pasarela. Los principales ejemplos son las chaquetas moteras de Chloé (una de las señas de identidad de Buffy), las minis de cuero de Blumarine y los vestidos babydoll de Givenchy, combinados con ceñidísimas botas de cuero”.