En el año 2014 conocí al viudo de un actor en un festival de cine en Mendoza. Hablamos sobre las obras de teatro de Arlt y me dio su percepción sobre mi carrera actoral: “Tenés que interpretar textos que requieran nuevos desafíos, profundos y comprometidos que te abran la cabeza”, me dijo.

Después de ese viaje a Mendoza seguimos en contacto, nos pasamos materiales de teatro con la idea de iniciar un proyecto juntos. Yo en ese momento buscaba el prestigio, buscaba hacer trabajos que me validaran como “actor”. Él me habló de una obra que había interpretado su ex como actor y que años después había dirigido: En la soledad de los campos de algodón de Bernard Mariè Koltés. Me la pasó y la leí ese mismo día. Eran hojas mecanografiadas con acotaciones escritas a mano en los márgenes y subrayados. La historia era el encuentro de un dealer y un cliente en un lugar incierto en el que se decían monólogos extensos sobre el deseo, la soledad y el amor. Me encantó. Creo que lo que más me gustó fue la idea de interpretar un texto de Koltés y que eso me validara como actor y me diera prestigio.

Viajamos con el viudo a España a comprar los derechos de la obra. Él la iba a dirigir y yo interpretaría el personaje del dealer (el diablo en la tierra). El viudo gestionó los contactos y viajamos primero a Barcelona para reunirnos con la representante de los derechos de Koltès y después iríamos a Madrid a reunirnos con el dueño de una sala de teatro para poder estrenarla allá.

Los primeros días vivimos el éxtasis del viaje: nos fuimos de copas, conocimos lugares, dormimos en la misma habitación, nos perdimos en el Gótico y fuimos a la playa. Obvio que nos juntamos con la representante en su agencia: un edificio antiguo por el que subimos seis escaleras de mármol. Firmamos el contrato y cuando tuvimos que darles los billetes, fuimos al baño para sacarlos de los calzoncillos y estirarlos para que no se dieran cuenta de que éramos una cooperativa de dos.

Un día antes de ir para Madrid nos juntamos con un director muy conocido del teatro Lliure. El viudo lo conocía porque justamente él había dirigido a su ex hacía varios años en Buenos Aires en la misma obra. El viudo quería su consentimiento, su bendición. Nos reunimos un mediodía gris en el bar de la sala. El tipo llegó con una mujer y cuando se vio con el viudo se abrazaron largo y sentido. No se veían desde el fallecimiento de la ex pareja. A mí me miró por arriba del hombro como si fuera el chongo nuevo del viudo. En todo el almuerzo ni el viudo, ni el director me dirigieron la palabra. La mujer se la pasó mandando mensajes de texto. Me acuerdo de que me sentí fuera de algo, no sabía bien de qué, quizás de “eso” a lo que quería pertenecer y no podía, “eso” que me había llevado hasta España a comprar los derechos de una obra de un escritor que desconocía por completo, sólo por el hecho de agregarlo en mi currículum.

Cuando nos fuimos, el viudo y yo nos peleamos. No nos hablamos en todo el día. A la mañana temprano viajamos a Madrid. Tampoco nos hablarnos durante todo el trayecto en tren. Seguía dolido por la exclusión, pero en realidad estaba decepcionado con alguien al que le creí cuando me dijo que yo tenía “un potencial oculto del que todavía nadie se había dado cuenta”.

En Madrid teníamos reserva en el mismo hotel, pero yo me fui a otro. Me armé una rutina y me fui a conocer museos y lugares emblemáticos. Necesitaba perderme para encontrarme.

Una mañana me fui al museo del Prado.

Era la primera vez en mi vida que me metía en un museo. No tenía idea con qué me iba a encontrar, tampoco qué buscaba, pero creí que estando en Madrid no podía no visitar algún museo.

Llegué, hice la cola y empecé a recorrerlo. Había gente que pasaba de una habitación a otra y otros que se quedaban parados frente a cuadros y pinturas durante mucho tiempo. Hablaban entre sí. Analizaban las formas, los trazos, leían las descripciones en los zócalos de debajo o debatían en el contexto que el artista había pintado su obra. Había algunos solitarios con auriculares. No podía entender por qué la gente se la pasaba tanto tiempo en los museos. ¿Qué era lo que tanto te demandaba? ¿Qué era lo que había que observar en detalle?

Hasta que vi algo que me llamó la atención. Era un cuadro que estaba en una esquina, al lado de una puerta. No había nadie parado enfrente. Lo primero que vi fue que en la pintura alguien le extraía algo a otro de la frente. Como una operación a cielo abierto en lo que podía ser la calle de un mercado. La cara del tipo que operaba era muy particular: un viejo con anteojos redondos, gorro rojo de arlequín, un instrumento quirúrgico en la mano derecha, camisa arremangada y el gesto de alguien que disfruta de su perversión. El otro, al que operaban, estaba sentado, con la frente abierta (se le veía el color rosado de la carne) y del hueco sobresalía la piedra redonda que le extraían. No sé por qué, pero imaginé que era joven, de pocos recursos y que sabía que tenía que hacer ese sacrificio, pese a estar sufriendo. Me compadecí con su gesto. Alrededor suyo había una anciana que le sostenía la cabeza al enfermo y otro que esperaba su turno.

No me acuerdo cuánto tiempo pasé mirando la pintura, pero no podía despegar los ojos de la tela. Me acuerdo de que en un momento me dio vergüenza seguir parado ahí y caminé hacia otras habitaciones para seguir el recorrido, pero no podía sacarme la imagen de la cabeza. De hecho, nunca más pude.

Siete años después terminé de escribir mi segunda novela: El punto de no retorno. La historia de un chico, Santiago Cruz, obsesionado con meterse en el mundo literario. La búsqueda de su propia escritura, de su voz narrativa, el anhelo de escribir. Un día se encuentra con un libro que le parte la cabeza y se obsesiona con el autor: Hernán Zaietz, maestro y escritor consagrado. Me acuerdo de que cuando imaginaba cómo podía ser la tapa de esa supuesta novela que a Cruz le rompe la cabeza, me vino la imagen del cuadro y la busqué. El cirujano o la extracción de la piedra de la locura del belga Jan Sanders Van Hemessen.

La operación o trepanación responde a la creencia medieval de que la demencia o la ignorancia deviene de una obstrucción cerebral provocada por la acumulación de piedras en el interior de la cabeza. Y esa creencia era aprovechada por charlatanes y otros como podían ser “maestros” con sus discípulos.

Gonzalo Heredia nació en Munro en 1982. Estudió teatro en Comunicanto, La Barraca y en la escuela de teatro de Buenos Aires. Trabaja como actor en cine, teatro y televisión. Hizo taller y clínica narrativa con Virginia Cosin, Hugo Correa Luna, Mariana Komiseroff y la carrera de narrativa en Casa de Letras. Actualmente participa en el programa radial Notas al Pie, en FM Radio con vos y tiene una columna literaria en el programa radial Ahora dicen en Futurock. Publicó su primera novela Construcción de la mentira en el año 2018 y en el 2021 publicó la segunda El punto de no retorno. Participó como voz narradora en el podcast de literatura infantil Cuentos fabulosos para chicos curiosos de Peguin Random House.