El ambiente frío de la frontera alemana entre Occidente y el mundo 'detrás de la cortina de hierro' marcaba el acto final del agente secreto Alec Leamas. “¿Qué crees que son los espías?”, le preguntaba a la mujer que había querido de manera imprevista, en contra de las reglas, casi sin derecho, pero con la conveniencia perfecta para Londres y el equilibrio de esa gélida batalla. “¿Filósofos morales que miden lo que hacen contra la palabra de Dios o Karl Marx? No, no son eso. Son un puñado de cretinos como yo”. Con esa frase rebosante de agudeza y desencanto, la letra de John Le Carré retrataba al espionaje como un sucio tablero de ajedrez, guiado por la mezquindad del poder y la ambición de sus peones que quieren aferrarse hasta el final a esa geopolítica de cuadrículas. Su mirada acompañó el crepúsculo de aquella era de oro para las narrativas de espionaje, como el antídoto al glamour de Ian Fleming y su James Bond, el reverso de los ideales floridos de los guardianes del mundo.

Ese hombre que parecía no tener heredero ni discípulo encontró en Mick Herron el continuador de su retrato rebosante de enjundia y cinismo, los pasillos sucios fuera de las salas de reuniones de Regent’s Park, las soledades y los castigos de perdedores y derrotados. Así es el universo de Slow Horses, la serie de Apple TV basada en la primera novela de Herron sobre Jackson Lamb, la nueva máscara de aquel grisáceo futuro que le esperaba a Leamas. Si Richard Burton le había dado sus incipientes arrugas a la creación de Le Carré en El espía que vino del frío (1965) de Martin Ritt, el amargado Lamb encuentra en Gary Oldman la perfecta encarnación, habitante de las catacumbas del MI5, de la “Casa de la Ciénaga” cerca del Barbican, en una Londres nocturna y pecaminosa. Los tiempos han cambiado, la guerra puertas afuera se libra en el corazón de las ciudades, y los espías pululan por los intestinos del poder, hurgando en la basura, simulando ataques terroristas, recreando en esos sótanos las mismas disputas de entonces.

“Le Carré fue uno de los autores que me dio permiso para convertirme en escritor”, decía Herron en una entrevista con The Guardian el año pasado. “Me mostró que se podía inventar un mundo entero e inventar también su lenguaje”. A diferencia de Le Carré, miembro del servicio secreto antes de convertirse en escritor, Herron forjó su narrativa en la autenticidad del ambiente de las calles que caminaba todos los días y en la imaginería literaria de su educación en Oxford, transitando del clima escéptico de la posguerra al caos existencial del siglo XXI. Empleado como editor de una revista legal y reacio a la tecnología –no tuvo wifi en su casa hasta la pandemia-, pasaba sus noches escribiendo: primero, The Oxford Series, la saga de la investigadora Zoë Boëhm, publicada en la década del 2000 pero sin demasiada repercusión; luego la saga de Lamb que recién consiguió éxito en 2017 cuando la librería Waterstones convirtió a la novela Slow Horses en el “thriller del mes”, siete años después de su primera publicación en 2010. A partir de allí el ecosistema de la Casa de la Ciénaga y los espías comandados por el veterano Jackson Lamb ofrecieron un rostro moderno al espionaje contemporáneo.

Adaptada por el guionista Will Smith –no el actor del affaire en los Oscar- y dirigida por el veterano James Hawes, la serie de Apple TV recrea a la perfección la tensión de las novelas al mismo tiempo que esa atmósfera oscura y pegajosa en la que se mueven los agentes. La primera escena revela la caída en desgracia del joven River Cartwright (Jack Lowden), un prometedor agente de familia de espías que termina recluido en la Ciénaga por un error forzado. A partir de allí su interacción con Lamb expone el destino al que ha sido condenado: una oficina sucia y vergonzante en la que realiza las tareas oscuras e indebidas del servicio secreto británico. El gran personaje es el Lamb de Oldman, aquel rostro ya familiar entre los espías desde El topo (2011) –basada en Le Carré y dirigida por el sueco Tomas Alfredson-, un hombre brillante y avinagrado, corroído por las sombras de su pasado, atado a sus secretos y a sus indelebles lealtades. “Los habitantes de la casa de la Ciénaga son un grupo de perdedores, pero son mis perdedores”, le aclara a su contracara en Regent’s Park, la fría y ambiciosa jefa de operaciones Diana Taverner (Kristin Scott Thomas).

El eje de la primera aventura de Lamb se convierte en el hilo conductor de esta temporada inaugural de Slow Horses: el secuestro de un joven musulmán a manos de un grupo de extrema derecha autodenominado Los hijos de Albión. La ejecución pública vía Youtube está anunciada como el corolario de un día de reclusión en pleno corazón de Londres. Los hilos de la investigación se manejan en las oficinas del MI5 pero es Cartwright quien sigue la pista de un periodista caído en desgracia que agita las banderas del nacionalismo y la supremacía blanca. La silueta de Peter Judd (Samuel West), un político oportunista e inescrupuloso que avanza posiciones –al que Herron modeló en los años juveniles de Boris Johnson en Oxford (“Cuando empecé a escribir la historia no tenía aspiraciones de tener éxito, así que podía escribir sin preocuparme por las repercusiones”)-, las apuestas arriesgadas de Taverner para acrecentar el poder del servicio secreto, y las tensiones entre la ultraderecha y las minorías funcionan como el telón de fondo de ese corredor subterráneo que encarnan Lamb y sus discípulos, la mano de obra descartada bajo las mesas donde se toman las decisiones.

El atractivo de las novelas de Herron está en ese ajetreo de oficina que se despliega en La Casa de la Ciénaga y sus alrededores: el restaurant chino donde Lamb devora su cena entre el bullicio, el pub donde Louisa Guy (Rosalind Eleazer) y Min Harper (Dustin Demri-Burns) intercambian las mentiras de sus vidas solitarias, los circuitos de seguimiento entre Cartwright y la agente Sid Baker (Olivia Cooke), sospechosa por su destreza y eficiencia entre ese cónclave de outsiders desgraciados. “La trama de espionaje es secundaria para mí –confiesa Herron-, los que me interesan son los personajes y los lazos que se construyen entre ellos”, esa dinámica que se concentra en la gótica casona que alberga vicios y nostalgias. Con su malhumor, sus modales escatológicos y su lengua afilada, Lamb es el rey de ese infierno de secretos y traiciones, un territorio fangoso del que nadie sale limpio. Como decía Leamas en aquel triste y solitario final de El espía que volvió del frío: “¿Creés que los espías se sientan como monjes a pensar en la diferencia entre el bien y el mal? Hoy, el que ayer era mi enemigo es mi amigo porque Londres lo necesita. Lo necesita para que las masas estúpidas que admiras puedan dormir bien, convencidas de que alguien está velando por su seguridad”.