Vueltas y vueltas a la antigua alianza que llevo en el anular, pendiente de la guillotina que maneja el prestamista Juárez desde su escritorio ‑pronto a decapitarme‑, mientras me someto a mi propio interrogatorio policial, a puras cachetadas: ¿Los recuerdos de mi madre sumergen todo su continente en este anillo que los relata? Observo la argolla de oro ¿Puedo empeñar esa alianza matrimonial? ¿La que ella portó desde los 18 años hasta que la mudaron a su féretro? ¿La que concentra su ceremonia de matrimonio, la convivencia con el hombre que eligió como compañero, el nacimiento de nosotros, sus hijos? ¿Puedo?

A martillazos, el usurero me descarga sus palabras: que si ya decidí qué voy a entregar en garantía por el préstamo que necesito, que esta vez lo que pido es una cifra tan alta que debo ofrecer algo de valor adecuado, y enlaza y ata mi mano con la soga de sus cotizaciones sin quitar los ojos de lo que brilla en mi anular. Tanto, tanto, tanto. Pide mi mano. La cortará y se la llevará completa.

Pero no, a madre no. Ella no puede ir a remate.

Le entrego mi tasación: ‑Tengo una hermosa lámpara art noveau, señor Juárez, de la década del '20-, oferta que rebota contra su rechazo, que lo disculpe, que no acepta mercaderías de segunda categoría, que le proporcionaría plata insuficiente, no alcanza.

Y el verdugo sigue apretando su soga: ‑Cora, ‑continúa‑ si se halla tan apurada por las deudas ¿por qué no me entrega en aval ese oro que lleva en el dedo, y listo? No me haga perder más tiempo‑, se inclina hacia mí, busca, intenta apresar mi mano. Esquivo a este hombre al que recurro con la regularidad de un reloj público que nos ubica en la hora que nos hallamos. Mientras, en mi cartera aúllan las facturas que vencen hoy. Y yo, a bolsillo vacío.

No me desprecio tanto como para desprenderme de este anillo que es la única célula que mantiene en vida la existencia entera de mamá, la verdadera carne de ella. Tiemblo.

‑¿Y? ¿Para cuándo?‑ me fusila él contra el paredón.

En este momento que, como en tantas oportunidades anteriores, debiera  bajar a mi mina de metales preciosos con un martillo y aplicarlo a sacar pepitas, la veta, agotada, sólo ofrece rocas rotas, filón consumido. 

‑Señor Juárez, por esta única vez... le doy mi palabra...

‑Las reglas son las reglas, Cora. Su parloteo se está prolongando demasiado; decida ya.

‑No. La alianza no.

No subastaré a mi madre a este único postor ni enterraré el cuerpo vivo de sus memorias.

‑¿Entonces? Agotó mi tiempo, señorita.

Ardo bajo el rostro en llamas del prestamista, exasperado.

‑Vamos Cora. Ahora o nunca. No dispongo de toda la mañana para atender sus caprichos‑. Comienza a levantarse para desalojarme.

Ante su impaciencia le relato que hasta el momento no he podido rescatar nada de lo que le entregara, que frente a deudas en aumento agoté el cofrecito del que ya partieron cadenitas y anillos de la primera comunión, la gargantilla de mi cumple de quince, la medalla por mejor promedio de mi promoción. No queda nada áureo con que saldar las cuentas de luz, agua, alquiler y cuotas de créditos que vencen ya. Y usted, encargado de la casa de préstamos, señor Juárez, le niega un adelanto a esta suspendida del Instituto, cerrado por tiempo indefinido, persianas bajas ante nuestros rostros de investigadores.

‑Si no pago me desalojan‑ gimo y reitero la historia gastada, hecha hilachas en los oídos de este empresario hastiado por la misma telenovela de repetición infinita ante sus ojos.

‑Con ese anillo se salva, Cora. Y cortémosla. Basta.

‑También puedo garantizar el préstamo con algunas antigüedades, discos en vinilo, porcelanas checas, señor Juárez...

‑No da, no alcanza. Usted sabe que en estos momentos de mercado retraído...

Juárez se adelanta. Estira la mano: ‑Me da esa sortija y liquidamos el tema. Afuera hay una cola de clientes esperando.

Mis miradas tiemblan. Se me paraliza la mano sobre la alianza que el horno de fundición la devolverá hecha papeles o recibos, hasta desaparecer, desaparecerá lo que es voz de ella, su mano estirándome la taza de leche, sus besos sobre mi cabello.

Se levanta del sillón. ‑¿Y? ¿Quiere seguir con su hábitat o ir a vivir a la calle?

No sé qué estoy escuchando. ¿Ficción o realidad? Hay gente que hasta vende sus órganos para pagar deudas. Voy abriendo la boca, voy diciendo que... ¿Que lo pensaré? ¿Que mañana? que...

Trastabillo, de pie. Tartamudeo que los recuerdos de mi madre quizá no se envasen en el anillo que los trae a este momento... pero que no, no me someteré. Aunque ahora ¿qué me encuentro haciendo? ¿estoy quitándome lentamente lo que llevo en el anular? No puedo, no puedo, ¿qué papeles se halla firmando Juárez? ¿por qué cuenta billetes y me alcanza dinero? ¿Qué sucede? ¿Me entrega plata confiando sólo en mi palabra? ¿Es que extiendo la mano y tomo el fajo? Pero si no me veo dedos para hacerlo, ¿Dónde están mis dedos? ¿Qué...?

 

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