El peso creado por tus acciones pasadas es algo que nunca se puede quitar”. William Tillich escribe en su cuaderno mientras bebe un whisky (doble, sin hielo) y las reflexiones tienen un tono filosófico, afilado durante los ocho años y medio transcurridos dentro de los muros de la prisión. Antes del encierro no leía absolutamente nada, pero la interminable rutina de los días y las noches de confinamiento le regalaron, entre otros obsequios, la posibilidad de la lectura. Eso y el perfeccionamiento de una técnica para apostar al blackjack con escasas posibilidades de salir perdiendo: la “lectura de cartas”, un método complejo pero preciso cuando ha sido domado, que permite conocer en todo momento qué cartas ya se han jugado y cuáles no. En otras palabras, qué probabilidades existen de ganar la mano. William Tillich se hace llamar ahora William Tell, como el famoso arquero suizo, y su nueva vida fuera de la cárcel se reduce a las apuestas de bajo perfil en los casinos, salir hecho con una pequeña ganancia y moverse a otra ciudad, a otro motel rutero, y volver a empezar. Un día por vez, en una rutina que a cualquier otro mortal le parecería abrumadoramente tediosa. El último largometraje de Paul Schrader, guionista de películas como Taxi Driver, Magnífica obsesión y Toro salvaje y el director de Gigoló americano, La marca de la pantera y Mishima, regresa a una de las obsesiones que atraviesa buena parte de su obra, la posibilidad cierta de la expiación y la redención, en un relato seco y denso, en el mejor sentido posible de ambos adjetivos. El contador de cartas, estrenada el año pasado en el Festival de Venecia, es la historia de un hombre que ha pasado por el infierno, consecuencia de una serie de acciones injustificables cometidas contra otros, y que ahora vive en un purgatorio hecho de pequeñas y grandes repeticiones cotidianas. Un impertérrito Oscar Isaac, como el jugador de póker William Tell, recorre en soledad hoteles, casinos y casas de apuesta hasta que el destino lo cruza con un joven llamado Cirk Baufort (Tye Sheridan), cuyo padre supo conocer al protagonista una década atrás, y a una “manager” de apostadores apodada La Linda (la comediante Tiffany Haddish, en un rol atípico), una mujer dispuesta a tentar a Tell con una manzana particular: su color es verde y su silueta no es otra que la del dinero.
Una de las mejores películas estadounidenses de 2021, El contador de cartas, producida entre otros por Martin Scorsese, permanecía inédita en nuestro país, lastimosa falencia que el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) está a punto de subsanar gracias a dos únicas exhibiciones, que tendrán lugar los próximos días. Dos ocasiones para ver en pantalla grande el film de un realizador que, a los 75 años, sigue no sólo en actividad sino que atraviesa uno de sus mejores momentos creativos, como lo demuestra este largometraje y su proyecto inmediatamente anterior, First Reformed (2017). En varias entrevistas, Paul Schrader afirmó que uno de los conceptos rectores de The Card Counter es la “repudiación” de las películas tradicionales de póker y, por extensión, las de cualquier juego/deporte que permita una segunda oportunidad en la vida, que “siempre avanzan hacia una culminación bajo la forma de un partido final, el enfrentamiento definitivo. Esta no es realmente una película de póker, todo eso es en realidad una cortina de humo”. No es casual entonces la confusión de La Linda cuando esta menciona a Minnesota Fats, némesis del personaje interpretado por Paul Newman en El audaz (1961), describiéndolo erróneamente como un jugador de póker y no de pool. En conversación con el medio especializado IndieWire, revisando la cualidad de clásico de su guion para Taxi Driver y volviendo a poner de relieve las lecturas cristianas del derrotero de Travis Bickle (y ahora el de William Tell), Schrader admite que es dueño de “una tendencia a buscar metáforas ocupacionales interesantes. Taxi Driver dio en el blanco del zeitgeist en su momento. Es imposible que haya podido planear eso de antemano, pero forma parte de mis historias. A nuestra sociedad no le gusta hacerse responsable por nada. Pero vengo de una cultura donde uno es responsable de todo. Llegamos al mundo empapados de culpa y nos vamos sintiendo más y más culpables. Pero por supuesto que somos capaces de perdonar; cualquiera que diga lo contrario está equivocado”.
La influencia católica no quita lo ascético. Por el contrario, ambos elementos se potencian, como ocurre en las películas de uno de los cineastas más reverenciados por Schrader: el francés Robert Bresson. El futuro realizador escribió y publicó en 1972 un libro esencial en el canon cinéfilo, El estilo trascendental en el cine - Ozu, Dreyer y Bresson. En su prólogo afirma que “en el medio cinematográfico, directores de distintas culturas han creado un estilo común: el estilo trascendental. Esta forma, que no posee un carácter trascendental o religioso, es la representación de una vía que nos acerca a lo trascendente. Este estilo es el resultado de dos contingencias universales: el deseo del arte de expresar lo metafísico y el modo de ser propio del medio cinematográfico”. Y si hay un modelo que el director nacido en Michigan en 1946 toma como referencia para su última película es precisamente El carterista (1959), de Bresson, no solamente por la forma meticulosa y profesional con la cual los “héroes” de ambos films realizan su actividad central –el carterismo, en un caso, el conteo de cartas, en el otro–, sino por el estilo reconcentrado y desprovisto de artificios o adornos de ambas narraciones, más allá de las evidentes diferencias en los ámbitos en los cuales se mueven. Nunca es explicado cabalmente, pero la obsesión de Tell a la hora de reorganizar los cuartos de hotel, actividad consistente en quitar toda clase de objetos y ornamentos –reproducciones de pinturas, espejos, teléfonos– y envolver cuidadosamente cama, muebles y veladores con telas blancas perfectamente atadas, es un indicio de su particular forma de enfrentar el mundo. Y su pasado, que llega bajo la forma de un reencuentro con John Gordo (Willem Dafoe), contratista privado que, una década antes, fue su superior militar en el tristemente célebre centro de detención de Abu Ghraib, Irak. Es precisamente el deseo de venganza del joven Cirk el que pone a William en un camino inesperado, y de allí su salida a la ruta del juego y las apuestas para intentar salvar en el otro aquello que ya no tiene salvación dentro suyo. Como Eddie y su discípulo Vincent en la secuela de El audaz, El color del dinero (1986), Bill y Cirk salen de gira, aunque aquí no se trata de aprender o mejorar un oficio, sino de escaparle, de la mejor manera posible, al círculo interminable de violencias y dolores.
El ritmo pulsante y oscuro de la música electrónica compuesta por Robert Turner y Giancarlo Vulcano, en colaboración con Robert Levon Been, miembro del trío Black Rebel Motorcycle Club, acompaña los planos rigurosamente construidos según una lógica geométrica. Schrader observa los espacios comunes de los grandes hoteles-casino como lo que son: no-lugares diseñados para ofrecer lujos y oropeles temporarios, trampas caza bobos para la estimulación del deseo del juego y la esperanza del jackpot. El otro elemento central de la banda sonora es la canción “Rapture”, cuya primera línea lírica describe una “aberración solitaria” que describe a la perfección el universo del contador de naipes, en particular cuando su precario equilibrio tambalea al comenzar a interactuar con el resto de los personajes. Schrader recuerda que el primer contacto con Oscar Isaac fue hace veinticinco años. “Estábamos por hacer una película de venganza en México y estábamos buscando a un actor desconocido, hispánico. Oscar es guatemalteco y después de un casting que incluyó a mucha gente terminé ofreciéndole el trabajo. Ese hubiera sido su primer papel principal, pero la compañía que iba a financiar el largometraje se desmoronó y finalmente nunca se filmó. De alguna manera, nos mantuvimos en contacto, encontrándonos cada tanto aquí y allá. Oscar siempre me pareció un buen actor. Cuando filmé First Reformed pensé en él pero también en Ethan Hawke, que daba mejor en el papel porque debía dar la impresión de tener la edad suficiente para ser el padre de un hijo de veinte años”. William Tell nunca se casó, no está en pareja desde hace mucho tiempo (“ese es un camino cerrado”, le dice a Cirk en una instancia confesional) y mucho menos tuvo un hijo. Desde luego, en la extraña relación entre mentor y discípulo –aunque la materia del aprendizaje no sea definida en ningún momento– hay fuertes elementos que señalan hacia una paternidad putativa, elegida quizás a partir de un deseo algo egoísta, pero destinada a la entrega sacrificial.
“Yo me acuesto con alguien si vos llamás a tu madre”. Las palabras de William son pronunciadas con el énfasis del pacto, cuando el extraño trío integrado por el hombre, el joven y la mujer ya ha recorrido varios salones de juego de Las Vegas y otras ciudades, en general pequeñas y periféricas. El contador de cartas avanza sin ofrecer demasiadas pistas respecto de cómo terminaran desarrollándose los acontecimientos, y le bastan apenas un par de flashbacks/recuerdos para retrotraer al protagonista a ese pasado infame lleno de “olor a heces, pis, sangre, humo de cigarrillo y explosivos” y al que vino inmediatamente después, dentro de los fríos y metalizados esqueletos de la prisión militar. Finalmente, caerán algunas lágrimas y habrá sangre vertida, aunque en esta ocasión el fuera de campo púdico impide la ostentación de la violencia, aunque no así su componente catártico. Schrader decide cerrar la película con un largo plano extendido, mientras corren los títulos de cierre: una nueva resignificación del fresco La creación de Adán, los dedos índices muy cercanos aunque imposibilitados de tocarse. Es un final extraño, triste y un poquito esperanzado para una historia violenta acerca de un personaje atrapado en un bucle de apariencia infinita, pero del cual es posible hallar la puerta de salida. En su película más reciente, el veterano de varias guerras Paul Schrader entrega una fábula hipnótica y terrible sobre un hombre perseguido por espectros –y que parece estar a punto de convertirse en uno de ellos–, antes de que la suerte golpee a su puerta y le ofrezca no una sino varias posibilidades de despertar al mundo. Aunque para ello el interrogador del pasado deba interrogarse a sí mismo en el presente. Y actuar en consecuencia.
El contador de cartas se exhibirá, como parte del 23° Bafici, el miércoles 20 a las 15.10 y el jueves 28 a las 21.40 en el Cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635).