Por estos días, Alice Austen habría cumplido ciento cincuenta y seis años. La última voluntad que manifestó antes de morir en 1952, ser enterrada junto a su compañera Gertrude Tate, le fue tristemente negada por sus familiares. Siendo muy joven, Alice aprendió a atajar los penales de su época presentándose como una chica divertida a la que tomarse en serio la fotografía le quedaba grande.
Pero lo que se sabe sobre su rigor profesional contraría la idea de que le resultara un simple hobby; las desvergonzadas modelos, sus amigas, posaban largo tiempo delante de la cámara hasta ser inmortalizadas por su ojo perfeccionista. Se dice que nació en el seno de una familia acomodada (cómo les gusta decir "seno" y "acomodada" a lxs biógrafxs), que perdió su fortuna en la crisis del 29 y que se repuso de un desprecio histórico cuando fue convocada para participar de 70 fotógrafos muestran Nueva York, una exposición colectiva curada para el MOMA en 1951.
Su material es un valioso testimonio de la cultura sáfica en la década del veinte. Durante esos años fotografió a las lesbianas de clase alta neoyorquina del Club Darnet a veces de a dos en una cama, otras de a tres bajo las sábanas, abrazadas por la cintura de a cuatro, dragueadas, disfrazadas, fumándose en la cara a cinco centímetros de distancia, mirándose a los ojos detrás de un antifaz.
Alice nació en 1866 en Staten Island, donde se llega a bordo de un ferry que sale de la terminal Whitehall ubicada en el muelle de Saint George. A esa embarcación de acceso libre subimos con mi novia de entonces, Verónica Stainoh, en octubre de 1998. Siempre abiertas a la aventura como estábamos, no saber a dónde íbamos no nos resultó un problema, pero una vez sentadas, las corbatas flojas y los zapatos ligeramente separados de los pies nos hicieron dar cuenta de que, como en el subte, aquellxs pasajerxs volvían exhaustxs desde sus trabajos hacia su lugar de residencia. Dedujimos acertadamente que se trataba del último traslado del día y no tendríamos cómo regresar al Hotel Vanderbilt. Cinco minutos después, vimos en el hall de la terminal el nombre de Staten Island al lado de la palabra Departure en el inmenso cartel electrónico.
En la revista gay que estaba sobre una mesa del bar Warhol, la noche anterior habíamos leído una nota sobre la isla. Que la Austen House estuviera abierta al turismo y pudiera visitarse, era la buena noticia, pero la mala era la lesbofobia. Un tiempo antes, cuando la cineasta y activista L Bárbara Hammer rodaba The female closet, 1998, las directoras del museo le desmintieron el lesbianismo de Alice. Este documental de Hammer se basa, precisamente, en las omisiones identitarias con las que se eligió narrar la vida de tres artistas lesbianas (además de Austen, la fotógrafa Hannah Höch y la pintora Nicole Eisenman, fueron de la partida). Puede corroborarse aun en varios artículos de la web, el énfasis puesto en notificar que Alice “fotografiaba lesbianas”. No era: fotografiaba.
Charlábamos de esto en una pizzería cercana a Battery Park, cuando dos tortas de Brookling desde la mesa de al lado intervinieron en la conversación. Habían visto las obras de Austen en la isla más de una vez y nos propusieron, si lo deseábamos, arreglar con ellas una visita. Le dieron a Vero un papelito con el número de teléfono de la casa en la que vivían y nos dijeron que allí podíamos encontrarlas cualquier día por la mañana. Cuando pagaron sus cervezas, le pidieron al mozo que nos tomara una foto a las cuatro con una cámara de bolsillo que guardaban en una de sus mochilas y nos ofrecieron también retratarnos con la nuestra, puesta sobre la mesa al costado de los platos sucios, junto con mi riñonera. Dense un beso largo, de ojos cerrados, dijo una de ellas. Conservo en un álbum esa imagen definitoria que revelamos a nuestro regreso y que dividió en dos la suerte porque mientras nos besábamos las chicas hicieron suya mi documentación y nuestros dólares. Con esta pérdida económica se frustró la ilusión de visitar la casa de Staten, casi lo único que quedó pendiente en aquél viaje planeado especialmente para recorrer una serie de muestras importantes que coincidían en los principales museos de la ciudad. Ni Daiane Arbus, ni Sally Mann, ni Annie Leibovitz habían llegado hasta entonces a mi vida para el deslumbre. Antes de Nueva York, de la fotografía yo sólo tenía la lectura del libro de Sontag y el amor por Verónica, una eximia retratista y paisajista.
Volví en 2019, cuando se conmemoraban los cincuenta años de Stonwall, pero era noviembre y la mayor parte de las actividades que se ofrecían a modo de homenaje, habían sido levantadas. Solo restaban excepciones como la visita permanente a la Austen House que para ese entonces ya había sido reconocida por el Registro Nacional de lugares históricos como “el sitio nacional de la comunidad LGBTIQ+”. De aquella programación, alcancé a ver en el Guggenheim la colección de Robert Mappletorphe y las pinturas de Jean Michel Basquiat y el mismo día, aprovechando la cercanía, crucé al Central Park. No llevaba conmigo la vieja Reflex y sus carísimos rollos, claro, los tiempos habían cambiado y mi única preocupación era liberar almacenamiento en el celular, lo cual no guarda la menor mística.
Vagando por el lado Oeste del parque, se me impuso una escena sorprendente y no porque se tratara de un casamiento entre lesbianas, a eso estoy bastante acostumbrada. Desde la barranca en que me había sentado convertida de pronto en voyeur de una ceremonia, adquirí una perspectiva única. Frente a la elegante pareja vestida de impoluto blanco, lxs invitadxs y el fotógrafo del evento dispararon al unísono sus cámaras, mientras yo, detrás de ellas, veía cómo una de las dos apretaba con su mano de dedos bien abiertos la nalga de la otra. A mitad de camino entre el erotismo y la ternura, parecía que posaban para mí.