La noche del miércoles 15 de abril de 1987, Raúl Alfonsín se dispuso a pasar la primera noche del fin de semana largo en Chascomús. Al día siguiente sería Jueves Santo. El primer presidente de la democracia recuperada en 1983 se estaba por ir a dormir cuando lo llamaron de Buenos Aires.
"Esto es más serio de lo que pensábamos", lo alertó el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena. El mandatario cortó sus vacaciones. En Córdoba se había acuartelado un militar que desconocía a la Justicia, y en horas más aparecerían oficiales atrincherados en Campo de Mayo. El gobierno democrático estaba por afrontar la mayor prueba de fuego desde la asunción de Alfonsín: los militares se rebelaban de manera abierta contra los juicios por violaciones a los derechos humanos.
El militar que encendió la chispa de la rebelión se llamaba Ernesto Barreiro. Los sobrevivientes de La Perla, el mayor centro clandestino de detención de Córdoba, lo habían identificado como torturador. Ese 15 de abril, el mayor Barreiro no fue a declarar a la Cámara Federal de Córdoba y se refugió en el Regimiento de Infantería 14, al mando de Luis Polo. Comenzaba a crujir la estrategia radical en materia de juicios a los militares. A las 24 horas entraría en escena Aldo Rico con la toma de la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. La sociedad argentina iba a enfrentarse al fenómeno de los carapintada.
Antecedentes del alzamiento
El conato de Semana Santa tuvo su origen en el plan de Alfonsín para los juicios. En la campaña de 1983, mientras el peronismo auguraba que no habría juicios si ganaba, el candidato de la UCR proclamó la nulidad de la autoamnistía militar y su tesis de los tres niveles de responsabilidad: los que dieron las órdenes (los comandantes), los que las cumplieron y los que se excedieron. Avalaba así la legalidad de los decretos de Isabel Perón de 1975, pero ponía el acento en la clandestinidad de la represión por parte de la cúpula militar.
Esa estrategia se desmoronó en el juicio a las Juntas. El fiscal Julio César Strassera apeló a la figura del autor mediato, que el jurista alemán Claus Roxin había planteado en los 50 en los juicios a jerarcas nazis. Roxin consideró que había autores materiales de delitos (los autores inmediatos), y que esos delitos eran ordenados o delegados por un tercero que no era quien los ejecutaba, pero al que le cabía la misma responsabilidad penal. Strassera argumentó en ese sentido: los comandantes eran autores mediatos. La Cámara Federal condenó a cinco de los nueve acusados, estableció la existencia de un plan criminal y ordenó juzgar hacia abajo.
Fue el famoso punto 30 de la sentencia del 9 de diciembre de 1985, el que abrió la caja de Pandora para un gobierno que apostaba a darle un corte a los juicios en cuanto a la capacidad decisoria. El punto 30 borraba la frontera entre órdenes cumplidas y excesos: todos los militares implicados en la represión eran susceptibles de ser juzgados.
Durante 1986, el alfonsinismo trató de hallar una salida. En abril de 1986, se dieron a conocer las llamadas “Instrucciones a los fiscales”. El documento estaba dirigido a los fiscales militares y abría la puerta de la impunidad a los oficiales que alegaran el cumplimiento de órdenes. El rechazo fue enorme: Jorge Torlasco, uno de los jueces del histórico juicio de 1985, renunció a la Cámara Federal. Al repudio de los organismos de derechos humanos se sumó el de partidos políticos, incluyendo el radicalismo.
Alfonsín reemplazó a Germán López en Defensa por Horacio Jaunarena. En esas semanas se desactivó un explosivo colocado justo donde debía pasar el jefe de Estado en una visita a un cuartel en Córdoba. Empezó a tomar forma el debate sobre el concepto de obediencia debida.
Mientras, la acción judicial era de una lentitud exasperante. Las causas dormían el sueño de los justos. Las Cámaras Federales no citaban, no investigaban, y la oficialidad manifestó su molestia por lo que consideraba una sensación de sospecha permanente al no haber definiciones. Alfonsín optó por una salida parlamentaria. A fines de 1986, el Congreso trató y aprobó la ley de Punto Final. A partir de su sanción, habría 60 días para accionar judicialmente contra militares implicados en los crímenes de la dictadura. A los dos meses, no se podría encarar ninguna querella. Así, se buscaba acotar el marco de encausados y que el Poder Judicial hiciera lo suyo.
Sin embargo, en febrero de 1987 se produjo un efecto no deseado por Alfonsín. Las citaciones a los militares denunciados durante el verano se aceleraron de manera vertiginosa y comenzó el malestar en los cuarteles. El Punto Final no solucionaba la cuestión.
Los días previos al alzamiento carapintada
Conviene detenerse en dos instancias previas al alzamiento pascual. El 20 de febrero, en una reunión en Olivos, se debatió la estrategia para contrarrestar algo como lo que ocurriría en abril. El plan implicaba destituir al jefe militar que protegiera a un insurrecto. Si no funcionaba, habría un cerco de tropas leales que rodearía a los rebeldes. Luego, vendría el corte de energía, gas, agua y víveres. Acto seguido, una campaña de difusión contra los amotinados. Finalmente, si seguía el foco rebelde, vendría la represión. Muy distinto de lo que iba a suceder a los dos meses.
La segunda instancia ocurrió el 23 de marzo en Las Perdices, un pequeño pueblo de Córdoba y conecta con algo que cuenta Jaunarena en su libro La casa está en orden. Para comienzos de marzo, días después del cónclave en Olivos, el ministro de Defensa le aseguró al jefe del Ejército, Héctor Ríos Ereñú, que se trabajaba en un proyecto de ley superadora del Punto Final. Por un lado, se organizaba el plan para frenar un antrincheramiento; por el otro, se escribía el borrador de una norma que satisficiera a los militares. Y fue el propio Alfonsín quien lo adelantó.
Aquel 23 de marzo, víspera del aniversario del golpe de Estado de 1976, el Presidente reafirmó su tesis de los tres niveles de responsabilidad, y se refirió a “quienes debían cumplir órdenes en circunstancias tales que prácticamente constituían una coerción”. La palabra clave es coerción. En derecho penal representa un eximente de quienes en determinadas circunstancias no pudieron resistirla.
Fue más allá al decir que sentía “comprensión” por aquellos militares preocupados por la suerte de sus camaradas de armas ante los estrados judiciales, y llegó a afirmar que la represión ilegal podía entenderse, tal vez, con esfuerzo, dentro del marco de un “concepto equivocado de camaradería”. Sus palabras se orientaron a adelantar que iba a haber un proyecto de ley en la materia. Alfonsín no usó la expresión “obediencia debida”, pero apuntaba a eso. Faltaban tres semanas para la crisis militar.
Aldo Rico se subleva en sintonía con Ernesto Barreiro
A comienzos de abril, y sabedor de la inminencia de su citación, Barreiro llegó a Buenos Aires y se juntó a cenar con un veterano de Malvinas, al que le contó la situación. Su interlocutor era coronel, estaba destinado en la provincia de Misiones y venía de cumplir diez días de arresto por una carta elevada a la superioridad en la que se quejaba de que no hubiera una amnistía (lo encarcelaron porque la misiva no fue enviada a sus mandos naturales). La cena entre Barreiro y Aldo Rico era consecuencia de una reunión de febrero, en la que habían estado Rico y Luis Polo, en la que los oficiales se juramentaron pasar al frente ante la primera citación de un subordinado. Así se fraguó el alzamiento.
El mes no había empezado bien para Alfonsín. Venía de darle el Ministerio de Trabajo a Carlos Alderete, de Luz y Fuerza, en una especie de tregua con el sindicalismo. El 2 de abril, en el quinto aniversario del desembarco en Malvinas, el mandatario concurrió a la capilla Stella Maris, donde el vicario José Miguel Medina lanzó una filípica contra su gobierno en plena homilía. En un gesto sin precedentes, Alfonsín se levantó, pidió la palabra y le respondió desde el púlpito.
A la semana, llegó Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Juventud. El Domingo de Ramos encabezó en la 9 de Julio la primera misa de un Pontífice fuera de Roma en esa fecha. Nadie imaginaba lo que iba a ocurrir el domingo siguiente, en el cierre de la Semana Santa.
Rico viajó de Misiones a Campo de Mayo y se atrincheró en Campo de Mayo tras reducir al jefe de la guarnición, Luis Pedrazzini. La sublevación se iniciaba en solidaridad a Barreiro, en reclamo del fin de las juicios, por el cese de Ríos Ereñú como jefe del Ejército y por reclamo inédito en un alzamiento: mayor presupuesto. En esas horas, Barreiro, en el regimiento cordobés, le dio una entrevista a un medio afín a la reivindicación de la dictadura, La Nueva Provincia.
Alfonsín en el Congreso
La reacción popular fue inmediata, con miles de personas que se congregaron frente a Campo de Mayo. Soldados con los rostros embetunados rodeaban a un Rico que proclamaba que “este es el Ejército que combatió a la subversión y estuvo en Malvinas”, en lo que marcaba una tenebrosa alianza entre oficiales involucrados en el Estado terrorista y/o veteranos del Atlántico Sur.
La noche del 16 de abril, Alfonsín habló en la Asamblea Legislativa convocada de urgencia. “Este no es un exabrupto temperamental de un hombre, sino una meditada maniobra de un conjunto de hombres, cuyo objetivo es crear un hecho consumado que obligue al gobierno a convertir en materia de negociación su política”, dijo, en lo que fue una descripción certera de lo ocurrido. O sea: no se buscaba un golpe de Estado, sino imponer los términos de la rebelión que, como nunca antes había pasado, lideraban mandos medios del Ejército.
Así como el líder radical acertó en su diagnóstico, también lo hizo al afirmar esto: “Se pretende por esta vía imponer al Poder Constitucional una legislación que consagre la impunidad de quienes se hayan condenados o procesados en conexión con violaciones de derechos humanos cometidas durante la pasada dictadura”. Y elípticamente retomó el espíritu de Las Perdices con esto: “Reafirmaremos en hechos concretos los criterios de responsabilidad que permitan la definitiva reconciliación de los argentinos”.
Eso sí, aclaró: “Aquí no hay nada que negociar, la democracia de los argentinos no se negocia”.
"Un golpe de Estado por los medios de comunicación"
El 17 de abril, Viernes Santo, no hubo diarios, y entraron en escena la radio y la TV para informar a un país en vilo. Cerca del mediodía, Aldo Rico salió por Radio Mitre. Reclamó el fin de la persecución judicial, en una entrevista complaciente, en la que le reconocieron a los militares el esfuerzo de su accionar en los 70. “¿No le parece que ya el Ejército en su totalidad ha sido severamente sancionado por los errores que se pudieran haber cometido?”, dijo, en lo que significó un desplazamiento de la noción alfonsinista de “excesos” a meros “errores”. Se sinceró al pedir una “ley de pacificación” y, cuando le plantearon si no debía haber sanciones a oficiales que hubieran secuestrado, torturado y asesinado, se limitó a decir: “No entro en una discusión que entra ya en el aspecto filosófico”.
La entrevista fue un escándalo. Cuando le preguntaron a Juan Carlos Pugliese, el presidente de la Cámara de Diputados se limitó a responder: “Lo único que falta es que hagan un golpe de Estado por los medios de comunicación”.
Ese día, el coronel Pedrazzini pidió la baja tras haber perdido Campo de Mayo a manos de Rico. Y también se confirmó el pase a retiro de Ríos Ereñú. Tenía decidido irse desde hacía tiempo, pero le pidieron que se quedara hasta que se solucionara la crisis. Mientras, se sondeó a todas las guarniciones del país, para saber si estaban con la Constitución y la respuesta fue afirmativa. Polo entregó el Regimiento 14 a las fuerzas leales mientras Barreiro se daba a la fuga. Campo de Mayo quedaba como epicentro del alzamiento.
La patrulla perdida del general Alais y un empate catastrófico
Entonces se produjo el hecho más rocambolesco de esas horas: la patrulla perdida del general Ernesto Alais. El jefe del II Cuerpo (cuñado de Carlos Suárez Mason y autodefinido "general alfonsinista") fue comisionado para ir con sus tropas desde Rosario para intimar la rendición de Rico. Su demora en llegar se atribuyó al hecho de tener que juntar tropas en 24 horas y en medio de un feriado.
Lo que quedaba claro era un empate catastrófico: Rico estaba solo, en medio de la repulsa general, sin otra posibilidad que buscar algún tipo de negociación (hasta la embajada de Estados Unidos dio su apoyo explícito a Alfonsín); pero el Ejército no estaba dispuesto a reprimir.
Por primera vez desde su asunción, Alfonsín durmió en la Casa Rosada. A las 7.15 del sábado, Rico llegó al Edificio Libertador. Ríos Ereñú le reclamó la rendición y le aseguró que se iría apenas se levantara el foco rebelde, pero el coronel rechazó su autoridad. No había posibilidad de diálogo a nivel militar.
Así, en la tarde del 18 de abril, el ministro Jaunarena fue hasta Campo de Mayo. Le prometió una nueva ley, le dijo que habría un nuevo jefe del Ejército y rechazó el reclamo presupuestario por falta de fondos. Rico comenzó a dudar, no podía conseguir mucho más. Jaunarena se fue con la sensación de que se veía la luz al final del túnel.
Pero todo cambió en la mañana del domingo, cuando Jaunarena regresó y Rico le dijo que había hablado con Melchor Posse. Según el coronel, el intendente de San Isidro le había dicho que no habría ley y por eso no iba a entregar el regimiento. “¿Pero usted no puede diferenciar entre un intendente y el ministro de Defensa?”, fue la reacción de Jaunarena. Se fue convencido de que los alzados querían un solo interlocutor directo: Alfonsín.
Encuentro en Campo de Mayo
Pasado el mediodía, una muchedumbre llenó la Plaza de Mayo. Era una convocatoria transversal, de todos los partidos. Alfonsín decidió ir a Campo de Mayo y así lo anunció, acompañado en el balcón por Antonio Cafiero, en lo que fue la prueba del compromiso democrático del peronismo ante el alzamiento. Un día antes, el PJ había decidido acompañar al Presidente en la Rosada. Y uno de sus gobernadores, el de Salta, Roberto Romero, amenazó ese domingo con separar a la provincia del resto del país si se rompía el orden constitucional.
Alfonsín partió en helicóptero. Su gran obsesión era desactivar cualquier chispa que derivara en choques entre civiles y militares. Llegó con dos edecanes, el del Ejército, Julio Hang, y el aeronáutico, Héctor Panzardi. Los tres ingresaron a la Escuela de Infantería, donde los esperaban Rico y su Estado Mayor. Se reprodujo el diálogo del sábado con Jaunarena: que Ríos Ereñú se iría de la comandancia del arma era un hecho, y que el tema de los juicios se resolvería con una ley. El Presidente le explicó al coronel levantisco los detalles de la Obediencia Debida.
Rico entró en razones, pero quiso cubrirse por la asonada. Comenzó una discusión técnica sobre cómo se iba a encuadrar lo sucedido en la justicia militar. Se estableció que sería como motín, una figura más leve que la de rebelión. Todo había terminado. Al salir, Gustavo Breide Obeid, lugarteniente de Rico, le pidió comprensión a Alfonsín. “Nos obligaron a hacer cosas que nunca imaginamos, después fuimos a Malvinas y nos trataron como a leprosos”, le dijo.
Quizás por ello, al bajar del helicóptero que lo llevó de regreso a la Rosada, Alfonsín dijo, después de su “¡Felices Pascuas!”, que entre los sublevados había “héroes de la guerra de las Malvinas”. Acaparó una ovación cuando dijo que “como corresponde serán sometidos a la Justicia”, y desconcertó al final con “La casa está en orden”, que dejó en un segundo plano el “…y no hay sangre en la Argentina”, que graficó el final pacífico de la crisis. De hecho, se despidió pidiendo que se desconcentrara la gente en Campo de Mayo.
La Obediencia Debida
Pocos días más tarde, por cadena nacional, Alfonsín anunció el envío al Congreso del proyecto de ley de Obediencia Debida. Apenas dos carillas de siete artículos, que redactó el secretario de Justicia, Ideler Tonelli, y que marcarían los siguientes 16 años de la vida argentina: todos los delitos contra la humanidad pasaban a la categoría de órdenes cumplidas, salvo el robo de bebés nacidos en cautiverio. No había margen para la reparación de las víctimas salvo en ese punto.
Era un retroceso fenomenal: se reconstituía una cadena de mandos rota por la represión ilegal. El Congreso aprobó la ley. Rico volvió a las andadas en Monte Caseros, en enero de 1988. A fines de ese año, el liderazgo carapintada pasó a Mohamed Alí Seineldín en Villa Martelli. El 3 de diciembre de 1990, Carlos Menem pudo reprimir como no lo había podido hacer su antecesor. Antes y después del último alzamiento, dicto tandas de indultos que garantizaron la impunidad.
En los 90, Rico incursionó en política con el Modin, un partido de extrema derecha, y después se recicló en el peronismo de la mano de Eduardo Duhalde. Terminaba su mandato como intendente de San Miguel en 2003 cuando, a instancias del gobierno de Néstor Kirchner, el Congreso anuló el Punto Final y la Obediencia Debida y se reactivaron los juicios. Raúl Alfonsín instó a los senadores de la UCR a acompañar la anulación.