Desde Buenos Aires
El primer taller que di en mi vida fue en Rosario. Una escuela religiosa de niñas me había invitado a dar una charla sobre literatura. En realidad, debería empezar desde más atrás. Hacía pocos años que escribía literatura, y en un acto de coraje junté un puñadito de cuentos y los llevé a Libros del Quirquincho, una editorial que por entonces dirigía la escritora Adela Basch. La editorial quedaba en Congreso, pero cuando llegué ella no estaba. Ese día no había ido. Yo, que era 100 por ciento supersticiosa me dije: “Es una señal que no debo dejar el material”. Por suerte iba muy bien acompañada y mi acompañante me amenazó con golpearme -sic – si no lo hacía. Así que entré a la editorial y una secretaria me permitió dejar mi material encima del escritorio de Adela Basch.
Por aquel entonces, yo no tenía teléfono de línea en mi casa, y no existía el celular. Ella me llamó a los dos días, a la zapatería de mis padres, el negocio, donde yo trabajaba y que iba a ser mi destino. ¡Una editora de Buenos Aires se había interesado en mí y me llamó desde allá! ¡A mí! Yo estaba tan contenta que fui a verla a la semana siguiente con una botella de champán de regalo; me sentía una elegida y lo quería compartir con ella. Fue entonces que me propuso formar parte de un plan de lecturas que la editorial estaba llevando adelante: todos los meses sacaban pequeños libritos para chicos de cinco a doce años que se distribuían por todas las escuelas del país: necesitaban escritores, mano de obra, y yo era materia dispuesta. Para esta editorial escribí y publiqué mis primeros textos, en el ‘95 y ‘96, historias de fantasmas en Fisherton, una aguja mágica dentro de un libro de la biblioteca Vigil, un pez extraño en el lecho del río Paraná.
Fue a través de estos libritos que una maestra o una bibliotecaria de Rosario me reconoció y me invitó a dar una charla para las chicas de tercer grado de la primaria. Apenas pisé el pasillo que me llevaba al aula, tres de ellas me salieron al encuentro: “¿Usted es la escritora?”, me preguntó una. No creí que me hablaran a mí; pero me pasó algo muy peculiar y que aprendí para siempre. En la niñez no hay medias tintas. O sos una escritora que viene a darnos una charla sobre un libro que escribió, o sos nadie, una impostora.
Como todos los que empiezan a escribir, me era muy difícil admitirme escritora. El diploma de escritor, la chapa de bronce de escritor para poner en la puerta, no existe. ¿Cuándo un escritor es un escritor? Una persona que simplemente escribe, ¿es un escritor? El que publicó un solo libro o dos (ver Rulfo) ¿es un escritor? El que escribe constantemente ¿es un escritor? El que no hace literatura, pero escribe, ¿es un escritor? El que publica ¿es un escritor? ¿Está definido el escritor (ver Kafka) por el lector imaginario que te lee a la hora de escribir o está definido por el lector real que te lee cuando compró el libro? ¿El que vende mucho, el que vende poco, el que no vende, es un escritor?
La mayoría de los escritores principiantes se presentan como “alguien que escribe”, mediante la actividad. Es raro, porque no imagino a un cirujano presentándose: “Hola, soy fulano de tal: alguien que opera”. Creo que ese pudor -al que no puedo calificar de malo o bueno – lo heredamos de una cultura conservadora. A ver: si el libro es un artículo de lujo, como escribió Marx por ahí, los proletarios no acceden a él o lo hacen con mucha dificultad. Si los proletarios no leen libros, menos aun irán a escribirlos. Si hacemos un racconto en la historia de la literatura hay un porcentaje muy alto de aristócratas y oligarcas entre los escritores. Esa es la Bastilla a tomar, para que recién en el siglo XX, gente común empuñe la pluma y se lance a escribir. Los descastados, los parias, los marginales, pueden escribir. El libro es el objeto más democrático que existe y capaz de imbuir a los lectores de un espíritu democrático que los llene de aquellos valores que todos sostenemos desde la Revolución Francesa: un libro nos hará libre, fraternos, iguales, y los lectores somos una comunidad de hermanos.
Si pudiéramos pensarlo de esta manera, nos sacudiríamos -de hecho muchos estamos trabajando para que eso suceda en los más jóvenes– el prejuicio de que para escribir uno debe pertenecer a una élite, social, académica, una runfla de amigos editores que han tenido el tiempo y la oportunidad de leer los mejores libros, en diferentes idiomas.
Afortunadamente el libro ya hizo su labor en mentes de todas las clases y hoy sabemos -y quién no lo sabe, que se despierte – que todos podemos escribir. Que escribir con más o menos talento tiene que ver con lo dado y con lo aprendido, que en ocasiones vale tanto ser aplicado como ser genial, que todos tenemos una historia para contar y que portamos nuestra vida como propia historia. Por eso, corrijo, todos deberíamos escribir un libro, al menos para hacer la prueba, y porque si nosotros, con nuestra singularidad y unicidad no escribimos nuestra historia, ¿quién lo hará por nosotros?
¿Quién contará tu vida? ¿Quién sabrá de tu paso por este mundo cuando ya no estés?
Los libros nos dan la ilusión de la trascendencia; escribiendo te volvés inmortal. Puede fallar, claro, puede que tu libro se pierda en la noche de los tiempos como se han perdido cientos de miles de libros a lo largo de la historia. Puede que haya un virus nuevo y solo queden en el mundo las cucarachas para caminar encima de tu libro. Pero mientras estás acá, escribir tu historia marca una dirección, un sentido de la existencia, el tuyo, tu camino. (Atención: no ponerse demasiado místico. También Hitler escribió su libro: escribir no te vuelve bueno, sólo te hace una vocecita más en el clamor de la especie humana.)
Ese día, frente a las nenas de la escuela, me quedé mirándome los zapatos. Después, junté aire. "Sí”, contesté. “Yo soy la escritora”.