El error fue encararlo como a una carrera de caballos y no como al esbozo de un triángulo amoroso rumbo a la frustración. En mi lógica, sólo uno se quedaría con el premio. Perdí.

Fue un error filosófico más que lógico. Crecí escuchando frases existenciales de mamá, que tenía una conclusión para todo. Para ella, en la vida había que sentar posición, ser drástica, resolutiva. Y contarle a todo el mundo qué es lo que hubiera hecho en tal o cual situación. Filosofía autorreferencial. La frase que marcó mi niñez —y descifraría en la adolescencia— fue dicha por ella a la mujer que vendía hilos y botones en una mercería improvisada en el hall de su casa del único barrio cerrado que conocí. Más que un barrio, eran unos cincuenta metros desde la calle hacia el pulmón de manzana, una especie de cortada peatonal con un puñado de casas con jardín adelante, prolijas, tras un portón que ya de niña era capaz de saltar, es decir, bajo y coqueto más que seguro. Ir allí, a dos cuadras de nuestro chalé, era mi paseo favorito porque siempre regresaba con una vincha, una pulsera, un peine. Con suerte, con alguna muñeca con ojos asombrados y pañal de goma.

Una tarde, mientras mi madre elegía hilos y yo buscaba qué llevarme, doña Mercería contaba sobre una vecina que sorprendió al marido en su cama, pero con otra. El relato era mechado con comentarios del tipo "cornuda fue siempre" o "él es un degenerado que anda piropeando a todas, si hasta nos dice cosas a nosotras, que somos dos viejas chotas". En mi barrio, muchas mujeres se decían viejas a partir de los 40. Nena, ya estoy vieja, repetía mamá, y yo me imaginaba cuarentona, con pelo blanco, anteojos redondos y ropas a lo Sarah Kay.

Si yo encuentro a mi marido en la cama con otra, lo mato; ya con un hombre, no sé, porque un tipo le puede dar cosas que yo no puedo, aunque no le vaya a dar lo principal.

De regreso a casa, mientras apretaba y desapretaba el llavero de plástico que había ganado por acompañarla hasta la mercería, pregunté a mamá qué era lo que ella no podía dar a papá y qué lo principal que un tipo no iba a darle. Escueta, contestó que eran cosas de adultos y mi curiosidad detonó. Dos días después, como todos los jueves, fuimos a visitar a la tía Yoli, única que hablaba más que mamá, y cuando estuvimos por fin a solas le pregunté qué era eso principal que mi padre no iba a obtener de un tipo en la cama. Yoli fue rotunda: Hijos. Luego explicó que dos hombres no pueden tener hijos porque es antinatural.

Fue la primera derrota vestida de desilusión. Hasta allí divagaba que era adoptada y no heredaría el escaso metro y medio de mamá ni de la tía Yoli. La idea no era aleatoria, mi referencia era Clarisa, una amiga que tenía dos hombres altos por papá y mamá y una vida envidiable: los altos eran dueños del cementerio privado de la ciudad, ella tenía muchas Barbie y conocía Miami, por lo que era la única de la escuela que tenía además un Atari y había oído hablar inglés a gente que de verdad hablaba en inglés. Deseé tantas veces ser Clarisa, o su hermana de sangre, adoptada por otro matrimonio pero con un futuro prometedor en las alturas; aunque mamá afirmara que esos putos prepotentes habían comprado a Clarisa en el Chaco como si fuera un kilo de papas. Imaginaba a Clarisa acomodada en un cajón de verdulería, con un precio escrito con fibra negra en una etiqueta colgante del dedo gordo de un pie, entre peras y batatas.

Pero la derrota real llegó años después de la adolescencia, por otra frase de mamá, dicha en medio de un chisme sobre infieles, leitmotiv en las esquinas del barrio. Fue: es ella o yo, algo que ella diría si hubiera sido no me acuerdo qué pobre mujer de la cuadra.

Fue por ese ella o yo que acabo de perder por nocaut. Soy maestra de una escuela rural, a 45 kilómetros de casa. Voy en minibús y, hasta hoy, solía regresar con el director, en su Taunus verde metalizado con asientos de cuero. Sin contar a los alumnos, somos solo mujeres más Rubén, el director. Entre viajes, cigarrillos y canciones de Génesis, los dos demorábamos el llegar a casa y tomamos la costumbre de parar en la ruta. Primero, café; luego café y helado y, finalmente, fuimos habitués de un hotel alojamiento. Inventábamos reuniones de padres, pruebas, cursos de perfeccionamiento docente que nos dieran coartada por tres horas, dos veces por semana. La esposa de Rubén es muy crédula y tiene tres hijos y un abuelo para cuidar, mientras en casa mamá jamás estuvo pendiente de las horas.

Todo fue idilio hasta que llegó la Mari, la maestra nueva, tan exuberante, rubia y maquillada, que vive más cerca de la casa de Rubén que yo, por lo que además de dejar de parar en la ruta, él sigue viaje con ella. Es decir, soy (era) la primera en bajar del Taunus. En el último recreo pregunté a Rubén por qué no la dejamos volver sola y retomamos las paradas en nuestro nidito de amor y él me dijo que así la Mari sospecharía, que mejor la invitábamos también a ella. Peor que la propuesta y la confesión de haberla invitado de antemano fue saber que ella dijo todo bien, pero que sea un viernes, porque los martes y los jueves tiene clases de zumba en el gym.

Como dijo que haría mamá en el lugar de la cornuda, se lo dije sin tapujos. Es la yegua esa o yo. Elegí, Rubén, es ella o yo. Y eligió.