Con papá nunca pude sacar la sortija. Nunca. Era cuando él vivía en un departamento oscuro, de pasillo, por Zeballos o Montevideo. Yo no tendría más de seis años y recuerdo que, fin de semana por medio, me tocaba quedarme en la casa de papá. Íbamos a la plaza. Caminábamos en silencio. Al llegar a la esquina de Buenos Aires y Pellegrini, me daba la mano y cruzábamos. Papá llevaba un libro debajo del brazo. Siempre. Casi a la mitad de la plaza, unos metros antes de llegar a la calesita, papá sacaba del bolsillo un puñado de billetes y me daba uno. Marrón. “Andá. Te espero acá”, me decía señalando un banco de cemento. Yo iba corriendo hasta la boletería y estiraba la mano con el billete. El hombre lo agarraba y a cambio me daba tres papeles azules, un poco más gruesos y grandes que un boleto de colectivo. El hombre tenía barba blanca, larga, un poco más amarilla en las puntas y, no importaba si hacía calor o frío, siempre tenía puesto un sobretodo azul, largo, con dos líneas blancas y gruesas en las mangas, casi a la altura de los puños.
No recuerdo que fuéramos muchos los chicos arriba de la calesita. Seis o siete, no más. Nos acomodábamos rápido entre caballos, autos y carrozas. Después, el hombre salía de la boletería, movía una palanca enorme y la calesita comenzaba a girar.
Yo me subía siempre al mismo caballo. Uno marrón que estaba casi al borde. Desde ahí miraba a papá. No podía verle la cara. La tenía tapada con el libro. Papá siempre leía. Lo recuerdo sentado con las piernas cruzadas y la mirada fija en las páginas del libro abierto, al lado del plato, mientras comíamos los dos en la cocina. O algunas madrugadas, en las que me desvelaba y veía la luz de su habitación encendida. O como esos sábados a la tarde, sentado en un banco de la plaza lejos de la calesita mientras yo intentaba, vuelta tras vuelta, sin éxito, sacar la sortija.
Con mamá era distinto.
Los fines de semana que me tocaba estar con ella íbamos al Parque Independencia. También iba Antonio. Antonio era el novio de mamá. Los tres comíamos en el carrito. Hamburguesas con papas y de postre helado. A mí me gustaba ir con Antonio porque siempre me compraba un algodón de azúcar. “Parece telaraña”, decía mamá.
Algunas veces íbamos en las lanchitas del lago. Antonio se sentaba al lado mío, bien pegado a mí, y me salpicaba con gotas de agua. Mamá se reía. Otras veces pedaleábamos en los botes. Antonio me dejaba siempre elegir: “El color y el número que quieras”, me decía.
Subíamos los tres. Yo me sentaba en el medio y Antonio contaba historias. Una vez, nos contó que, donde ahora estaba el laguito, hubo una plaza de toros. La única plaza de toros que existió en Rosario. Su abuelo había sido el encargado de la comisión que había hecho las gestiones con España. Incluso en la inauguración había sido banderillero durante la faena. En todas las historias que Antonio contaba aparecía su abuelo, un actor de teatro independiente que había trabajado en Buenos Aires, en un programa de televisión de mediados de los 70. Titanes en el ring. Según nos contaba Antonio, su abuelo personificaba al hombre de la barra de hielo. Un personaje enigmático que aparecía durante alguna pelea intrascendente y pasaba delante de la cámara sin ningún motivo aparente. Lo hizo durante tres o cuatro temporadas. Después discutió con Karadagian y volvió a Rosario. Estuvo un tiempo trabajando en un circo y aprendió trucos de magia. Trucos de magia que Antonio había heredado y me hacía. Sacaba monedas de detrás de mis orejas, cigarrillos de mis bolsillos, chocolatines de mis medias. A mí me encantaba estar con Antonio y escuchar sus historias. También cuando tocaba la flauta. Nos sentábamos en frente de él. Recuerdo ver de reojo la mirada fija de mamá, su sonrisa abierta.
Un sábado que Antonio vino más tarde, nos propuso ir al parque de diversiones. Fuimos. Mientras mamá pagaba el taxi, bajamos con Antonio y nos paramos en el cordón. La música, las luces, la gente. Todo estaba en la vereda de enfrente. Yo había escuchado hablar en la escuela del tren fantasma, de la alfombra mágica y de la rueda gigante. Ahora, por primera vez, estaba ahí. Recuerdo querer que llegara el lunes para contarlo en el primer recreo.
Esa noche Antonio me contó ciertos secretos para manejarme en los autitos chocadores y me acompañó en el gusano. Nos sentamos los dos en el último asiento y en la segunda vuelta pude abrir los ojos, levantar los brazos y gritar.
Fue cuando bajé de las tazas, mientras mamá compraba praliné y Antonio hacía la fila para subir a los cisnes, que la vi.
Era hermosa. Brillaba. Daba vueltas al compás de la música, tenía espejos que multiplicaban la luz y caballos que subían y bajaban, pintados con ojos enormes y dientes blancos y parejos.
“¿Sabías que si sacás la sortija tenés otra vuelta?”, dijo Antonio. “Sí” dije. Me preguntó cuántas veces había sacado la sortija. “Una o dos”, dije. “¿Una o dos?”, dijo Antonio. “Quizás tres”, dije. Antonio me miró fijo y me dijo: “¿En serio nunca sacaste la sortija?”.
Esa noche saqué ocho veces la sortija.
Mamá sonreía feliz.
Unas semanas después fui a la plaza con papá. Cuando subí a la calesita él no me vio. Leía. No sé si fue en la segunda o tercera vuelta pero esa tarde estuve cerca. Lo juro. Muy cerca de sacar la sortija.
Cuando volvíamos se lo dije: “Casi saco la sortija”. Papá no dijo nada, me agarró de la mano y cruzamos Pellegrini. Estaba tan tibia la mano de papá que apenas subimos a la vereda y él me soltó me agarré de nuevo. Ese día caminamos así, de la mano, hasta su casa.