Un torbellino de recuerdos en el que trataré de no abismarme.
Los días que los cristianos denominan Semana Santa y la infancia plagada de confusiones creciendo en un hogar de agnósticos y ateos. ¿Morir para nacer? ¿Nacer para morir? Dilemas existenciales acerca del origen del universo y la existencia o no de Dios.
Esa infancia en que la vivencia de esas jornadas transitaba por días grises y lluviosos matizados por la música sacra en la radio y películas que parecían eternas en televisión: Los diez mandamientos y El manto sagrado.
Comidas poco habituales, con empanadas a las que llamaban de vigilia sin explicarnos qué era eso; y otra confusión porque las percibíamos de verdura y de pescado.ֵ Pero entonces, ¿qué era la vigilia?
Con los años leímos a Macedonio Fernández que decía que no es toda vigilia la de los ojos abiertos.
La vigilia como espera, sueño interrumpido por la esperanza o la desesperanza.
La vigilia como inquietud de volver a nacer tantas veces para morir una sola.
Evocación, el pasado cargado de historias propias y ajenas. El pasado en el que con Albert Camus nos hicimos conscientes del absurdo de la existencia y de lo apasionante de vivir.
Los años de primera juventud en los que con Jean Paul Sartre recorrimos Los caminos de la libertad: El aplazamiento, La muerte en el alma y la Edad de la razón.
Un torbellino de recuerdos emerge pero uno por sobre los demás, tres décadas y media atrás, por entonces participando en un encuentro anarquista en una ciudad junto al mar y manifestando en las calles contra los milicos carapintadas que clamaban su impunidad de genocidas.
Recuerdos, palabras, vivencias. La vida misma con sus avatares y contradicciones.
Carlos A. Solero