El “ferozmente darwiniano” mundillo literario de principios de los 90 tuvo un crítico sobresaliente, Merton, que siempre decía la verdad imperturbable, sin importar el signo que tuviera. Un escritor argentino llamado “A”, que vive recluido en Barcelona por una enfermedad degenerativa, escribe su última novela y decide convocar a Merton, a través de su agente literaria, convencido de que el joven crítico logrará interpretar correctamente una obra que para su autor fue leída de forma equivocada. En la novela La última vez (Planeta), Guillermo Martínez construye una intriga literaria acerca de los malentendidos y las distancias que existen entre lo que espera o desea un escritor, lo que descubren los lectores y la valoración de la crítica.

Martínez viajó a Barcelona en 1993 para conocer a quien sería su agente literaria, Carmen Balcells. “Mamá Grande”, como la llamó Gabriel García Márquez a esta mujer que logró cambiar parte de las reglas del mercado editorial para beneficiar a los escritores, leyó entonces La mujer del maestro, segunda novela de Martínez, y le confesó que le encantaban los romans á clef, es decir la “novela con clave”, una obra de ficción que esconde un pequeño secreto. Entonces Balcells estaba escandalizada porque se había enterado de que una editorial había contratado como director comercial a una persona que se había dedicado a vender zapatillas. ¿Cómo van a pretender vender libros como si fueran zapatillas?, se preguntaba la agente literaria. “Cuando tengan que decidir qué libros publicar van a necesitar a alguien que sepa de literatura”, le dijo Balcells a Martínez. “La honestidad intelectual se iba a convertir en un valor en el mundo literario. Esa fue la primera idea que tuve de una novela que tuviera que ver con la escena literaria”, revela el escritor a Página/12.

La segunda idea surgió de una conversación con el escritor Daniel Guebel en un Congreso de Literatura en Villa Gesell, también en los años 90. Guebel, que había leído Acerca de Roderer, le comentó que la nouvelle que más le gustaba de Henry James era La próxima vez. Cuando Martínez volvió del Congreso, leyó esa nouvelle de James y le gustó mucho la oposición, que después también aparece en Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero, entre la figura del escritor que vende muchos libros y el escritor oscuro con un halo de prestigio. “Me pareció muy linda la idea de un escritor que fuera las dos cosas a la vez. Estos son temas que están en varios relatos de Henry James; en uno que se llama ‘La vida privada’ hay un escritor que se la pasa encorvado sobre el escritorio y manda una especie de doble fantasmal social para hacer toda la parte de la exposición pública”, recuerda Martínez.

El escritor y doctor en Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires publicó el libro de cuentos Infierno grande con el que obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes en 1988 (el cuento que da título al libro fue publicado por The New Yorker) y la novela Crímenes imperceptibles, con la que ganó el Premio Planeta en 2003, que fue traducida a cuarenta idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia con el título Los crímenes de Oxford. En 2015 ganó el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez con Una felicidad repulsiva; en 2019 conquistó el Premio Nadal con la novela Los crímenes de Alicia. Es autor también de las novelas La muerte lenta de Luciana B y Yo también tuve una novia bisexual y de los libros de ensayos La fórmula de la inmortalidad y La razón literaria.

Un problema de interpretación

-Quizá en los 90 eras demasiado joven para escribir “La última vez” y necesitabas estar más curtido en el ambiente literario, ¿no?

-Puede ser... Esta novela tiene algo de canto del cisne, de testamento literario. Algo había apuntado en La mujer del maestro, un escritor que es maestro y está escribiendo su testamento literario; esa idea de un escritor que escribe su última novela ya la tenía, pero no la pude desarrollar del todo por esto de la juventud. También creo que la pandemia influyó en que la pudiera escribir; era una novela que la tenía bastante clara en la cabeza. La escribí con mucha concentración todas las mañanas; desaparecieron sábados y domingos, me sentí muy conectado con el material y decidí que iba a poner todos los temas que me gustaban: el tenis, Barcelona, el mar, las mujeres, la filosofía; hay algo de cada libro mío que se desliza también en La última vez. Son como claves para mis lectores, que pueden ver pequeños fragmentos, imágenes o alusiones de otras novelas mías. Cuando uno escribe un texto, ¿puede tener alguna esperanza de que se interprete con el mismo sentido con que uno lo ha escrito? Es el tema de Pierre Menard, autor del Quijote, y es un tema filosófico que reaparece en muchos otros campos y que vengo persiguiendo de novela en novela; está en Crímenes imperceptibles y en La muerte lenta de Luciana B. Entonces es un problema de interpretación o si querés de sintaxis versus interpretación, que está por detrás de una cantidad de cuestiones de la comunicación humana.

-El escritor de “La última vez” quizá tenga muy idealizada la figura del lector. Cuando alguien escribe un libro y lo lanza a los lectores, se está sometiendo al escrutinio de los otros, entonces la pregunta es ¿qué es una “buena” o “mala” lectura?

-Por un lado está la idea de Umberto Eco de obra abierta y del lector que se apropia y cuyas opiniones son válidas, aunque yo siempre digo más que obra abierta obra entornada (risas). Y, por otro lado, la idea de la lectura más apegada al texto, que es un poco el desvelo de Edward Said, incluso de Susan Sontag en Contra la interpretación, que es una llamada de atención para volver al texto. ¿Pero esto lo dice realmente o queremos forzar a decir algo que el texto no dice? Obviamente que hay una cantidad de claroscuros, pero “A” cree que más allá de los malentendidos si alguien conociera la clave sería bastante clara la posibilidad de leerlo a él. Lo que lo atormenta es que nadie da con esa clave. Ese es el problema; por eso uso esta frase: “el error es muy imaginativo”; todos buscan por otros lados.

Mamá grande

-Es muy interesante cómo la figura de Núria Monclús, la agente literaria, remite directamente a Carmen Balcells. ¿Fue intencional que tu agente literaria apareciera como personaje en la novela?

-Es la primera vez que en una novela hago referencia a un personaje real. Una vez me dijo que su sueño, si volviera a nacer y no estuviera tan gorda, era montarse en una moto inmensa con unas antiparras e ir por la carretera. Le encantaba esa idea. La lucha de ella y de muchos escritores era para que las novelas que tenían pasajes considerados escandalosos fueran aprobadas por la censura. Ahora tendría que hacer el trabajo inverso: “cuidado, no se puede poner esto”…

-¿Estás de acuerdo como escritor que el sexo no está considerado por la crítica, como le dice en un momento de la novela Núria a Merton?

-Sí, mientras escribía ese fragmento traté de pensar en alguna novela sexual, erótica, como quieras llamarla, que haya tenido aceptación crítica desde el momento en que se publicó. No encontré ejemplos y creo que no debe haber. La obra de Henry Miller fue censurada y despreciada; la obra de (Vladimir) Nabokov censurada y considerada escandalosa por la crítica. La representación sexual nunca estuvo valorada en la literatura.

-Núria elige a Merton como crítico porque es una persona que no se puede comprar, es alguien que tiene unos valores que no encajan con los valores de la década del 90. Merton no es pragmático y los años 90 fueron tiempos de mucho pragmatismo, ¿no?

-Merton es muy honesto intelectualmente porque se va enfrentar a un dilema que va a poner en jaque esa honestidad. Quizá en su casa leería con más escepticismo, pero se siente forzado a leer. Este tema aparece en (Witold) Gombrowicz: la investigación termina por generar un sentido. Al estar en la casa de “A”, al sentirse solicitado por Núria y por el mismo “A, es como si estuviera más predispuesto a encontrar algo. Eso le provoca un ruido intelectual. En Buenos Aires quizá hubiera leído la novela de otro modo, eso lo dice en un momento. La última vez está pensada como una novela policial, solo que no hay un crimen, sino una intriga, algo a descubrir. El lector podría sentirse como acompañándolo por sobre el hombro; hay una especie de desafío intelectual para ver si con las mismas pistas el lector puede también descubrir la intriga.

-¿Exagerás mucho respecto al favoritismo que había en los años 90 en el mundillo literario?

-Yo creo que había críticos honestos que sufrieron por hacer críticas honestas, como podrían ser acá un Guillermo Saavedra o en España un Ignacio Echevarría, y siempre hay críticos que son amigos de tal o cual. Nunca se valoró demasiado la figura del crítico por el crítico en sí; el crítico también era escritor, también era académico; faltaba la figura del crítico que estuviera feliz de ser solamente crítico y que se mantuviera al margen del juego literario. Por eso concibo la figura de Merton y por eso Núria Monclús lo valora; en un momento dice que escritores hay debajo de cada piedra y críticos con un libro bajo el brazo también. Los críticos con libros bajo el brazo tampoco le parecían confiables. Yo en esa época escribí cincuenta reseñas, pero lo primero que dije fue: “no voy a reseñar a autores argentinos” para no ser juez y parte en el mismo juego.

-¿Eso de ser juez y parte lo viste mucho?

-Como decía (Carlos) Reutemann: “vi cosas que no me gustaron” (risas).

-¿Por qué añorás la figura perdida del crítico literario?

-Uno se quejaba, pero a la vez había gente que leía seriamente con una cantidad de herramientas, de recursos, de referencias. La reseña en un suplemento cultural tenía un elemento de valoración. Eso en el fondo era lo importante y la crítica académica se aleja mucho de la idea de valoración; se busca por el lado de los procedimientos, las influencias, los precursores...Y para mí hay un arte de la valoración, de la jerarquía; eso se perdió porque ahora en las redes cada género tiene su nicho, hay circulaciones entre amigos, que tiene su parte buena porque le da un poco de vida a los libros, pero falta un juicio crítico que tenga peso y que no sea la mera opinión de un lector. Yo creo que entre Goodreads y la crítica académica tiene que haber algo en el medio.

Jardines privados

-¿Por qué aparece la oposición entre éxito y prestigio inscripta en los años 90?

-Hay una reacción automática al éxito, en muchos casos, no solamente en Argentina. Javier Cercas era un autor considerado dentro del mundo literario hasta que tuvo un gran éxito (Soldados de Salamina). Parte del asunto tiene que ver con esa dualidad de la literatura, que es a la vez fácil y difícil; fácil en el sentido de que todos sabemos leer. La literatura trata sobre temas muy próximos: el desamor, el duelo, la soledad. ¿Entonces cuál es el campo que le queda al especialista? Le queda un campo donde tiene que desarrollar conceptos más sofisticados para poder juzgar de una manera diferente a la del lector común. El atributo de opacidad en la crítica es como si fuera un elogio; pero no estoy convencido de que lo oscuro, lo trabajoso, rizar el rizo, sea un atributo automáticamente a favor. Lo contrario es lo que valora un lector que quiere entender qué es lo que está leyendo, quiere pasar de un capítulo al otro, entonces una prosa trabada, aparentemente profunda, oscura, es mirada con simpatía por los expertos porque saben que un lector común dejará de lado esa clase de libros. Hay una especie de erigirse custodio de jardines privados y cuando la gente empieza a pasar por esos jardines consideran que el escritor ya no tiene tanto valor. Si muchos empiezan a apreciarlo es porque no era tan bueno.

-¿La literatura no es un jardín público para los académicos?

-Sí, hay algo de eso. ¿De dónde viene el poder de un académico? Tiene que mostrar herramientas más sutiles para valorar diferente. Una vez me encontré con una experta en literatura y le pregunté si estuvo en las librerías y qué fue lo que le interesó. “Yo jamás entro a las librerías -me dijo-. Yo converso con mis colegas para ver qué están leyendo”. Eso provoca cierta tensión entre lo nuevo que surge y la academia que va leyendo con su tradición, con la lentitud del carromato por detrás.

-¿Esa tensión entre éxito y prestigio continúa?

-Sí, pero la irrupción de las mujeres está cambiando esta tensión porque las escritoras han tenido un éxito tremendo y nadie discute la jerarquía literaria de Samanta Schweblin, Mariana Enriquez, Gabriela Cabezón Cámara y Claudia Piñeiro, finalistas todas del Booker Prize. Tal vez acá no las valoran en todas las instancias, pero la valoración crítica internacional las tiene en cuenta.

Libertad para respirar

 

A Julia Martínez Alonso, la hija de Guillermo Martínez, le dieron el cuento que da título al libro Infierno grande en el primer año de la escuela secundaria. La primera pregunta que tenía para pensar era sobre el rol de la mujer, especialmente a través del personaje de la Francesa. “Yo creí que era un cuento que tenía que ver con los desaparecidos. Nunca me preocupé si había muchas mujeres o menos mujeres; siempre pensé en términos de personajes”, dice el escritor que da clases en la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). “Esto me hace acordar, de otra manera, a los años 70. Si no tomabas una posición política, la novela tenía un demérito, algo que le faltaba. Es como si ahora fuera obligatorio tomar una posición sobre el lugar que tendrían que ocupar las mujeres y cómo hay que retratarlas en la ficción. Nunca me sentí obligado ideológicamente y además les aconsejo a los alumnos que no se dejen dirigir por la ideología y que traten de darles a los personajes libertad para respirar”, explica Martínez.