“No te olvides de poner que no soy la última ni la única”, le dijo Cristina Calderón a su nieta que escribía el libro Memorias de mi abuela yagán. Doña Calderón tuvo padre y madre yaganes --murieron cuando era niña-- y su lengua materna fue la de su pueblo siete veces milenario. Con esa lúcida sugerencia, corregía en vida las necrológicas sobre ella misma que varios medios publicarían a su muerte, el pasado 16 de febrero: “murió la última hablante nativa del pueblo yagán”.
Lidia González --hija de Cristina-- representa al pueblo yagán en la Convención Constitucional de Chile. En un intermedio de las sesiones, me explica que la vida de su madre fue “una deriva por islas, fiordos y canales, viviendo en las partes chilena y argentina de Tierra del Fuego, una división ajena a los yaganes hasta el surgimiento del Estado. A su modo, mamá siguió siendo nómada-navegante como mis propios abuelos que vivieron en canoa con un fueguito a bordo”.
Frente a una vitrina con un arpón de hueso de ballena datado en 6000 años en el Museo del Fin del Mundo --Ushuaia-- Víctor Vargas Filgueira me corrige cuando repito el título erróneo de la noticia: “Teinakatwakanahanikinhausikuta”. No sé qué dijo pero entiendo. Y retoma el castellano: en la isla Navarino chilena --último hogar de Cristina-- viven 200 yaganes y en Ushuaia 150. “En 2014 creamos la comunidad Paiakoala; nadie habla nuestro idioma tan fluido como ella, pero mi mamá de 91 años --su amiga-- conoce esa lengua y estamos estudiándola”, dice Víctor, cuya madre nonagenaria es yagán y su padre mapuche (publicó dos libros sobre su pueblo, conferenció en La Sorbona de París y es guía del museo). El pastor Thomas Bridges --colonizador de Tierra del Fuego en 1869-- escribió un diccionario yagán-español con 32.400 vocablos. “La muerte de la abuela Cristina no significa que se haya extinguido el idioma; quedan las brasas y queremos recuperarlo”.
Para la antropóloga Gabriela Nacach, las lenguas indígenas tienen distintos grados de vitalidad: “en el pueblo yagán esa pérdida fue más notoria por la dispersión forzada de sus hablantes. La imposición del castellano desde la escuela contribuyó a ese proceso de homogeneización. Hoy el pueblo yagán habla de 'revitalización lingüística', un esfuerzo que es una autoafirmación política. Una estrategia yagán ha sido publicar relatos de Cristina Calderón sobre su juventud y las narraciones míticas que le transmitieron sus tías; los jóvenes de la comunidad en Puerto Williams fueron recuperando así su memoria colectiva. Además de las historias, van recobrando frases y la nieta hizo con su abuela un diccionario y un CD con palabras orales. No murió 'la última hablante' sino la que mejor dominaba esa lengua (aprendió castellano a los 9 años). Muchos asocian la disminución de hablantes de una lengua con la desaparición de una cultura. Pero el pueblo yagán está recobrando su identidad más allá del idioma”.
Según Víctor Filgueira, “quienes nos colonizaron con las misiones anglicanas nos sedentarizaron. Cuando un pueblo gira y gira, y de golpe lo establecés, tenemos un problema. Nos cambiaron la dieta e introdujeron el alcohol; eso fue como una granada en el estómago. Y nos 'vistieron', cuando antes nos cubríamos con cuero de guanaco y aislábamos el cuerpo con aceite y grasa de lobo marino; así las gotas resbalan por la piel como en las plumas aceitadas de los pingüinos. Los yaganes nos adaptamos a la naturaleza observándola y por eso vivíamos casi desnudos con fríos extremos. Si mirás fotos antiguas, verás que a mi gente la vistieron con harapos que sacaban de telas en la bodega de los barcos con ratas. La ropa se moja y no se seca, y acumula transpiración generando enfermedades. Todo eso fue fatal. Y en Europa comenzaron a alumbrarse con grasa y aceite de animales de nuestra tierra. Al comandante Piedrabuena, el general Roca le regaló la Isla de los Estados para que pusiera una factoría de pingüinos y otra de lobos marinos. ¿Por qué casi no hay pingüinos rey en Tierra del Fuego? En aquella isla tenés los millones de huesos. La avaricia occidental nos quitó la 'ropa' --la fuente de grasa para untarnos-- y la comida”.
Los yaganes llegaron a Tierra del Fuego antes de las primeras civilizaciones en Mesopotamia y aquí vivieron con una población estable de unos 5000 habitantes, en una frágil y duradera armonía con el entorno. En medio siglo, la colonización blanca explotadora de la naturaleza --se pagaba una libra por oreja o seno indígena-- los redujo a su mínima expresión.
Para la antropóloga Nacach, la vida de Cristina Calderón y su descendencia cobra dimensión por romper la tesis histórica de que los pueblos originarios de Tierra del Fuego se extinguieron: “ya varias veces se anunció la muerte de 'la última ona, la última selk'nam, el último yagán'. Eso implica que no habría más pueblos indígenas en Patagonia austral; o si los hay, son truchos. La segunda tesis es la de “Argentina crisol de razas” que licua las diferencias en función de una identidad blanqueada. La tercera es el mito de la extranjería que deslegitima la lucha del pueblo mapuche: “son chilenos”. A partir de 1881 el pueblo yagán quedó dividido a cada lado de Canal Beagle, llamado Onashaga por miles de años. De haber estallado la guerra entre Argentina y Chile en 1978, acaso se habrían enfrentado entre hermanos de una orilla a la otra”. El otro malentendido etnocéntrico es esa mirada civilizatoria que plantea una pureza racial o cultural: para mantener la “esencia de una cultura”, un pueblo tendría que seguir viviendo como en el pasado con sus creencias y su lengua, cuando los que dicen eso no viven como sus abuelos. Las culturas están en permanente transformación.
Mónica Alvarado es artista visual fueguina y por 34 años desarrolló una amistad con Cristina, aprendiendo de ella y su hermana Úrsula, técnicas de cestería ancestral a base de juncos que recolectaban en la costa (con Enriqueta, abuela selk'nam, aprendió a tallar la lenga). Al morir Cristina, escribió: / Juncas las dos, abueladas. / Úrsula, Enriqueta, todas árbolas aliadas de la guanaca y la ballena, sin límites, libertadas por nuestras artes del junco, la madera y el color. / Las honro en cada pincelada, abuelitas del fuego.
“Cuando falleció mi hermana quedé solita, sin nadie con quien hablar”, dijo Cristina una vez. Pero siguió enseñando su lengua. En el Museo del Fin del Mundo, Vargas Filgueira la homenajeó: “fue nuestra mayor referente; se debe haber ido tranquila, sabiendo que en Puerto Williams, Ushuaia y Punta Arenas hay yaganes. Y dejó 6 hijos y 14 nietos. Hoy me miro al espejo y digo 'soy yagán'; antes no lo podía hacer y ella construyó las bases para eso”. La occidentalización de Tierra del Fuego los diezmó con sarampión, tuberculosis, tifus y sífilis. El último coletazo de ese ataque invisible se llevó a la abuela yagán: murió de covid. Allí donde el eurocentrismo ubicó de manera arbitraria al “fin del mundo”, la historia se repitió otra vez, solo como tragedia.