Cada vez que alguien dice la palabra “casta” para hablar de la corporación judicial, en tribunales todos y todas (o casi) se dan por ofendidos/as, como si les estuvieran diciendo una barbaridad que nada tiene que ver con su realidad. Sabemos, sí, de la vital importancia de la labor de jueces y juezas en la sociedad (que hasta deciden sobre la libertad de las personas), pero también sabemos de sus privilegios (eximición de impuestos, retaceo de declaraciones juradas, vacaciones XL, salarios apetecibles, ingreso por portación de apellido), de sus arbitrariedades y de su juego triangular y ensamblado con la política y los medios de comunicación.
Fue importante que el periodista Matías Mowszet trajera nuevamente ese término, que Cristina Fernández de Kirchner subrayó, para hablar de la mal llamada justicia. Al fin y al cabo, es parte de la discusión que está en el origen del intríngulis que se plantea ahora con el Consejo de la Magistratura. Tiene un sentido que sea ella quien lo remarque, porque cuando la Corte Suprema declaró en diciembre la inconstitucionalidad de la ley con la que funcionó durante 15 años el organismo que elige y sanciona jueces, precisamente se trataba de una norma promovida por ella como senadora, que había restado poder a la familia judicial en esa estructura. Tenía una explicación: durante los primeros años del Consejo, jueces y abogados tuvieron la manija de las mayores roscas a la hora de llenar vacantes en juzgados y tribunales federales. Fueron más familia que nunca. Siempre trazando acuerdos con las y los representantes de la política, por supuesto.
Aun así, el Consejo allá por el año 2000 parecía la panacea después de toda una vida de nombramientos a dedo, donde nadie rendía examen y era todo era cuestión de amiguismo y parentesco. A partir de entonces, al menos daban una prueba. La variable que introdujo CFK y que en su momento alentaron algunas organizaciones planteaba qué notable era y es la falta de participación ciudadana en los procesos judiciales. No sólo porque a magistrados y magistradas nadie los vota. Tampoco hay proceso de control ni rendición de cuentas y es evidente el abismo entre el mundo judicial y el de la gente de a pie, sin contar la epopeya frecuente que supone acceder, por caso, a una sentencia laboral, de alimentos o habitacional. A eso, sumemos el lenguaje críptico que tan a menudo todavía hace incomprensibles algunas decisiones.
Pues bien, aquella ley que modificó el Consejo en 2006 dio más protagonismo a la política, que representa al pueblo, y dejó a la Corte Suprema fuera del organismo, que presidía hasta entonces. Llovieron críticas y demandas judiciales, pero en el ínterin el organismo funcionó. Una modificación requiere de un debate en profundidad no sesgado por los poderes corporativos. Es más, en ese trayecto, hubo un intento adicional de reforma de la expresidenta, en 2013, conocido como “la democratización de la justicia”, que profundizaba aquel espíritu inicial y que la propia Corte Suprema derribó de un hondazo con una declaración de inconstitucionalidad. Eran las ideas que, además, alimentaba Justicia Legítima, una agrupación de integrantes del sistema de justicia dispuestos a hacer autocrítica y revisar los hilos de su propio poder. Justicia Legítima hablaba, desde los estrados judiciales, del “poder real”, del económico, del político y del de su propia corporación cuando se impuso un claro ejemplo: una fila de jueces comenzó a atacar la llamada Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que apuntaba a diluir los oligopolios y afectaba en particular al grupo Clarín. Los grandes medios convirtieron a Justicia Legítima en el enemigo y la estigmatizaron hasta el día de hoy.
Durante los años de macrismo nadie insistió en reclamar la invalidez del Consejo tal como funcionaba, porque lo manejaban ellos. Tenían una mayoría fluctuante y precaria, pero lograron desplegar un impresionante sistema de nombramiento de jueces a dedo en lugares claves, como ocurrió con la Cámara Federal y famoso caso de Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, pero instalaron también una maquinaria de terror contra jueces que no les resultaban amigables (Alejo Ramos Padilla, Martina Forns, Eduardo Freiler, Jorge Ballestero, Ana María Figueroa, jueces laborales, entre muchos otros), lo que llevó incluso a que hubiera advertencias hasta del Relator de Naciones Unidas. Con el cambio de gobierno (que calmó un poco esa locura) y el recambio de consejeros/as que correspondería este año fue que la Corte decidió meterse con ese tema que tenía en un cajón. Desempolvó no cualquier planteo sino el del Colegio de Abogados de la Calle Montevideo, el que apoyó golpes de Estado y que lleva el sello histórico en su constitución de la familia Martínez de Hoz.
Como ya es conocido, la Corte puso un plazo y dijo que si el Congreso no vota una nueva norma para integrar el Consejo en forma “equilibrada” se repone una ley derogada que establece un esquema de 20 integrantes, donde el propio presidente Horacio Rosatti es el presidente del Consejo. Hoy la oposición política quiere desesperadamente volver a ese Consejo, porque aspira a tener un poco más representación y porque suponen que proteger a la Corte les dará protección en las causas judiciales contra Mauricio Macri y amigues que tarde o temprano allí llegarán, sin contar las que ya están como el reclamo sobre coparticipación de Horacio Rodríguez Larreta. En caso de votar una nueva ley tanto el radicalismo como el PRO y otros sectores pugnan por tener a la Corte adentro.
La lógica de Rosatti tiene algunas similitudes con la que aplicó años atrás Ricardo Lorenzetti como presidente: buscar asegurar el apoyo de la corporación para sostenerse en el poder, lo que implica perpetrar su cultura y su lógica, seguramente la más conservadora de todos los poderes del Estado. Cada uno lo hace a su manera. En el caso de Rosatti, algo extraño es que ha sido defensor de los jurados populares, donde la ciudadanía decide.
Volver a meter a la Corte en el Consejo, además de dar protagonismo a la familia judicial, manejar nombramientos y mucho dinero, implica reafirmar la cultura de la casta, salvo que nos den alguna sorpresa, todavía no sabemos. Esa tríada que tiene como estrellas al Poder Judicial, a la política y a los medios, brilló en la mañana de este lunes en las tapas de diarios y los principales titulares de los portales, que hablan de una “ofensiva” del gobierno o de una “resistencia” y palabras por el estilo. La batalla entre el Gobierno y una Corte que se le ha posicionado claramente en la vereda contraria sin compartir mínimas políticas de Estado, es obvia y no es de ahora. La Corte, reducida a cuatro señores supremos (ninguna mujer) es todavía el resabio de lo que dejó Macri y el gobierno actual no ha avanzado en lograr una reforma. Habría que ver mejor a quién adjudicarle las palabritas “ofensiva”, “resistencia”, “ataque” y otros sinónimos.
Una vez más la Corte se posiciona por encima de todos y todas, busca encabezar las acciones políticas, teje alianzas con el poder real y su guía no parece ser más que su propio interés, bajo reglas endogámicas, de acopio de poder.