Vivo en la pampa argentina. No importa el lugar. Soy mujer sin nombre. Al verdadero, no lo conozco. Tengo 45 años. Mis padres son grandes. Los abuelos se fueron cuando era pequeña. Conservo un recuerdo vago de ellos. En una foto, estoy sobre la falda de una mujer grandota y un abuelito, de ojos azules y piel colorada, se inclina para besarme entre mantillas. Entre las palabras y las imágenes existe un silencio que no comprendo…Tengo ojos oscuros, pelo negro y tez oliva. Ellos, ojos claros, piel blanca y cabello rubio. Cierta vez, le pregunté a mamá si había algún familiar moreno. Era chica y me preocupaba el color. Recuerdo que Nilda me respondió “seguramente” y enseguida me apodó “la preguntona”, con forzada risa. Yo no me reí.
Llena eres de gracia…
Mamá se encarga de la casa y papá se ocupa de las pocas hectáreas que heredó. Vivimos de las cosechas. Nuestra economía depende de las mansas lluvias. Aroldo se la pasa mirando el cielo. Yo también lo estudio, pero para pintarlo. Los amaneceres me inquietan y me fascina el crepúsculo. La luna y la siembra de estrellas en la inmensidad de la llanura me cautivan.
Ahora advierto el paso del tiempo: canas, manos arrugadas, ojos turbios. Mis padres son mayores. Rezo todas las noches; repaso, una a una, las estampas de las vírgenes que heredé de la mamá de Nilda. Antes del último bostezo, les pido que no se enfermen. Cuando están atentas, les cuento mis preocupaciones: la edad de mis padres y mis inclinaciones naturales. La Virgen no interpreta la última inquietud y me mira con cara de “noentiendonada”. Le explico que no hay artistas en la familia; sin embargo, a mí me gusta mucho pintar, tocar el piano y leer. Estudié magisterio en el profesorado del pueblo porque Nilda y Aroldo no me dejaron viajar a la ciudad a cursar Bellas Artes; consideraban que era una profesión inútil y además, temían que me pasara algo. En aquel momento, me enojé ferozmente con ellos. Me habían truncado el sueño. No los quise llamar ignorantes ni malditos, pero confieso que lo pensé.
Bendita eres…
Conversando con las tres Marías, lo comprendí: ni la piel, ni los ojos, ni los gustos, ni el pensamiento. ¡Nada! Mis padres escondían un secreto. La idea de ser hija adoptiva comenzó a torturarme. Intentaba hilvanar para comprender…Nilda terminó el secundario de mala gana, aunque eso no le quita inteligencia ni sabiduría. Mamá se educó en la universidad de la vida. Es fanática de las novelas de Corín Tellado: “Boda clandestina", "Te odio por ser de otro" y "No se lo digas a Ella". El último título me hace ruido en el estómago; cuando lo veo, me da náuseas. A Nilda no le interesan la música ni la pintura. Creo que el arte le repugna; piensa que es ocupación de vagos. No parece mi madre, ni siquiera físicamente. Ella es espigada y rubia. Yo, morena y baja. Sin embargo, Nilda y Aroldo se desviven por mí y procuran que no me falte nada. ¿Cómo puedo dudar y llamarlos impostores?
Santa María, madre…
Ya no duermo. Tengo pesadillas. Caigo por un agujero infinito y busco en vano mi nombre. Si soy la supuesta hija de una mujer que no es Nilda, no existo. Estoy perdida, pero no lo puedo decir. Mis padres no merecen tanto dolor. Escribo. Suelto ideas en un cuaderno para ver si completo mi biografía (aunque sea en la ficción). Comienzo desde el presente y me detengo en el pasado. No se puede escribir una historia sin origen. Confío en las Marías y me animo a seguir con el relato que es puro pensamiento.
Por la noche, mi corazón se agita. No es miedo. Es necesidad de saber. Percibo que traigo en las venas otra cultura. ¿Se puede decir que la cultura viene en la sangre? Las Marías se asombran hasta el desconcierto. Suena ridículo, pero no lo es. Más allá del poniente, creo vislumbrar un espacio donde puede estar lo que busco. Imploro a todas las madres que me ayuden a encontrarlo. Cierro los ojos y oculto el dolor. Pienso que tal vez ellos hacen lo mismo.
¿Dónde estará mi María? ¿Vivirán mis abuelos? La única que puede calmar este malestar es Ana. Mi amiga sigue la página de una abuela que busca a su nieta. Ella supone algo y no precisamente por mi parecido con la abuelita de la foto. Sacando cuentas y anotando fechas, Anita lo tiene en la “punta de la lengua”.
Ruega por nosotros, pecadores…
Esta mañana vino a cambiar las sábanas. Me encontró con la cabeza bajo la almohada. Me acomodó y me dio un beso de paso, un beso obligado. Su mente andaba en otro lado. Se abrió la puerta y entró Aroldo. Conversaron sin advertir que yo estaba ahí. Nilda le confesó el secreto con detalles que ni siquiera él sabía. "Ese día tocaron timbre, salí y me encontré con un hombre vestido de militar que traía algo envuelto con unos trapos. Lo miré. Tuve miedo, pero pude reconocer el rostro de mi primo quien me ordenó apurado: ‘tomá ésto y no digas nada. Es tuyo. Cuidalo mucho´". Entre lágrimas que caían silenciosas hasta la boca compungida, Nilda continuó en voz baja: “Tomé los trapos y sentí un leve movimiento. Cuando abrí el bulto, vi unos ojitos vivaces que me miraron y comenzaron a llorar. ¡Era una niña recién nacida!”.
“¡Cómo no me lo dijiste!”, le reprochó Aroldo. “No quise causar más dolor. La pequeñita tenía frío y hambre. Le di leche, un baño caliente y la abrigué. En ese momento, llegaste y te encontraste con la sorpresa que supuestamente me había traído el juez después de años de trámites de adopción”. El hombre temblaba y con la manga de la camisa, se secaba los lagrimones. “Mi pariente me contó que su madre murió; que él mismo había encontrado a la bebita mamando sobre el cuerpo sin vida, tendido en el suelo…Al ver ese cuadro, sintió compasión y salvó a la criatura. Entonces pensó en mí que no podía tener hijos...”. Aroldo, horrorizado, le rogó a su mujer: “No se lo digas a Ella”, y salió soplándose la nariz.
Una tarde, mamá me llamó para mostrarme una fotografía de un bebé de meses. Me reconocí en sus ojos. Parece que a partir de ahí comenzó mi historia. La fecha que pude leer en el reverso es veintinueve de septiembre de 1977 y más abajo decía: “seis meses”. Nilda permaneció callada. No dije nada. Todo estaba claro. Si la foto de mis seis meses era del veintinueve de septiembre, vine al mundo en marzo. Mamá intentó distraerme. Lo último que agregó fue que nací en la casa y que la atendió una vieja partera. Hubiese preferido que no me aclare ese detalle.
Ahora y en la hora…
“Enriqueta falleció hoy, a los 99 años, justo cuando estaba a punto de encontrar a su nieta. Una enfermera que la asistió en las horas finales, declaró que sus últimas palabras fueron: ‘creo que es ella´, ´se llama Ana´, ´vive en un pueblo de provincia´, ´mi hija Cristina la llamó Luciana minutos antes del horror´”. Al escucharlo, me derrumbé en la cama y todo se oscureció. Cuando volví en sí, sentí el abrazo profundo de Ana. Ella también había oído el anuncio. Lloramos juntas.
La abuela “Queta” mantuvo algunos intercambios, pero mi amiga no le pudo manifestar la verdad. Se lo prohibí. Tuve mucho miedo. Faltaba nada para que se lo afirmara. ¡Soy tu nieta, abuela! Ya no puede ser…Anita me lo advirtió. Tengo un dolor inmenso porque Enriqueta se fue sin una confirmación. La abuelita de ojos morenos y piel cobriza debe andar como ángel inquieto; buscándome sin descanso ni consuelo…La Moreneta de pañuelo blanco suelta una lágrima que seco con un "paciencia". La Piedad me mira con impenetrable tristeza; quiere acariciarme, pero desde la estampa no llega…
"Es cierto, Ana, llevo una pena tan larga como la noche en el polo donde no existe el día, pero sí la eternidad"…