El periodista neuquino de Cartago TV, Pablo Fernández, en una capacitación en la Universidad Nacional de Río Negro, me dijo: “no tenemos que decir redes sociales, son redes digitales”. Claro, porque lo social remite a los vínculos en la sociedad, las relaciones entre las personas. Las redes sociales son los clubes de barrio, las bibliotecas populares, las organizaciones militantes. Lo que llamamos y naturalizamos como “redes sociales” son empresas digitales que administran y condicionan nuestra comunicación. Empresas que más allá de nuestro posicionamiento ideológico, han censurado voces arbitrariamente. En un contexto donde estas plataformas son claves para transmitir miradas, con decisiones unilaterales, callaron voces. Solo a modo de ejemplo: TeleSUR denunció censura de su cuenta en Instagram, periodistas fueron etiquetados como "Medios afiliados al gobierno, Rusia" y YouTube bloqueó de sus canales a medios rusos como la cadena RT y la agencia de noticias Sputnik.
Lo complejo es que en el contexto actual estas plataformas son claramente una arena de disputa política.
Las lógicas de estas redes también condicionan nuestras miradas. A partir de nuestros comentarios, me gusta, retuits y gustos, el algoritmo nos propone contenidos. La exposición selectiva a la información que hacíamos en forma consciente hace décadas atrás, por ejemplo, cuando elegíamos leer Pagina 12 o La Nación, hoy las realiza el algoritmo, pero de forma invisible.
Mientras algunos contenidos se nos presentan a partir de nuestros gustos, otros se nos volverán ajenos. Así tendemos a perder la posibilidad de comprender y conocer la mirada del otro y la otra. Las plataformas realizan una selección de hechos y encuadres basada en nuestras opiniones, placeres y entretenimiento. Por eso nos impacta tanto cuando vemos los comentarios autoritarios de los lectores en algún artículo, o nos encontramos con un amigo conservador que no veíamos hace mucho: nos repele y sorprende porque salimos de nuestra burbuja.
El escritor Eli Pariser define como el filtro burbuja a esa “selección personalizada de la información que recibe cada individuo que le introduce en una burbuja adaptada a él para que se encuentre cómodo, pero que está aislada de las de los demás”.
El filósofo Byung Chul Han sostiene en su libro Infocracia que “el teléfono móvil como instrumento de vigilancia y sometimiento explota la libertad y la comunicación. Además, en el régimen de la información, las personas no se sienten vigiladas, sino libres. De esta forma paradójica, es precisamente la sensación de libertad la que asegura la dominación”. Podríamos agregar, que también paradójicamente, mediante las llamadas “redes sociales” obtenemos la sensación de vincularnos y es lo que asegura nuestro aislamiento.
En la comunicación actual también prima lo emotivo, lo superficial y el impacto. En ese marco, lo que nos indigna y emociona tiene más probabilidades de ser compartido. Quizás ahí podemos encontrar la funcionalidad de ciertos discursos de odio y estigmatización que cobraron fuerza en los últimos años. Según Chul Han, “los afectos son más rápidos que la racionalidad. En una comunicación afectiva, no son los argumentos los que prevalecen, sino la información con mayor potencial de excitación. Así, las fake news concitan más atención que los hechos. Un solo tuit con una noticia falsa o un fragmento de información descontextualizado puede ser más efectivo que un argumento bien fundado”.
¿Como salimos de este laberinto? Construyendo puentes de diálogo, encontrándonos, con miradas críticas a las plataformas digitales y a los discursos hegemónicos y fortaleciendo las reales redes sociales.
* Licenciado en Comunicación Social UNLZ. Especialista en Comunicación y Culturas UNCO. Profesor de la Universidad Nacional de Río Negro.