Hoy por fin puedo sentarme a escribir. Durante muchos días solo fui capaz de llorar y visitar amigues. Necesitaba entrar en otras casas porque la mía estaba llena de fantasmas. Tomé mil mates, me obligué a comer galletitas, me acurruqué contra las mascotas ajenas y las usé como torniquetes. Todes mis amigues me dijeron lo mismo que yo, en circunstancias menos oscuras, le diría a una persona herida de amor. Tenemos una lucidez implacable, que sin embargo no lograba explicar mi estado de indigencia.
Me costó estar a gusto con la posibilidad de llorar todo el tiempo, en cualquier lugar. El miércoles entré llorando a terapia. Necesité respirar un montón hasta articular una explicación más o menos coherente de por qué estaba hecho un trapo. Después de un mes y medio de haber cortado, me parecía que por fin había empezado el duelo. Rarísimo. No me cerraba.
Creía tener herramientas suficientes para no sentirme así. Conocía los métodos, las fórmulas de empoderamiento y superación. ¡Somos la generación a la que el amor tiene que dejar de dolerle! Igual acá estoy, con un veneno que todavía trepa mi garganta mientras intento tener este ratito de coherencia.
Brillantes para el engaño
Todo lo que aprendí es inútil. No tuve idea de qué hacer cuando el dolor me agarró entera. Con los días y las charlas entendí una cosa: extraño lo que nunca existió. Estoy duelando a un unicornio. La criatura es fascinante y perfecta en mi memoria; aparecía en nuestros mejores momentos, cuando el amor era divino y el futuro, de los dos. Ahí está mi error, me dije, estoy empecinada en revolver una ilusión. Si ya habíamos concluido que lo nuestro no era posible, ¿a qué se debe esta recaída? De pronto, soy un abstinente que mira todo el tiempo por la ventana a ver si pasa caminando su droga favorita por la vereda de enfrente. Tengo una sombra estacionada en el pecho, y recuerdo.
Diez días antes de nuestra separación, tal vez para meter una balsa en el naufragio, me miró a la cara y afirmó que íbamos a terminar viviendo juntos. Yo le vi en los ojos ese brillo hermoso que aparecía cada tanto, que lo hacía parecerse a lo que él soñaba de sí mismo, y sin decírselo empecé a hacer cálculos sobre cómo redistribuir los muebles para que entraran su ropa, su perro y su gato. Éramos brillantes para el engaño. Cuando todo se hundió, las esperanzas que tejimos quedaron a flote. Nadé entre ellas como un campeón, sin darme cuenta de que mis brazadas estaban gestando el remolino en el que ahora me ahogo.
Hago un esfuerzo por imaginarme un amor sin ilusiones. No puedo, mi cabeza está arruinada. El capitalismo es fundamentalmente especulativo, me digo, y vive en nosotres. Pienso en Camus, en cómo los amores se marchitan en la ciudad sitiada por La peste donde ya no hay expectativa de futuro. Cuando la ciudad vuelve a abrir sus puertas, el amor florece porque los personajes están de nuevo en condiciones de proyectar cosas. Soy incapaz de imaginar un amor que sea puro presente; incluso los que duran una noche se quedan enredados en el futuro como el tentáculo de una sombra.
Una fórmula atroz
Por momentos tengo la sensación de estar desdibujado de mi tiempo. Lo que siento parece extemporáneo, viejo, más bien propio de otra generación. Es verdad, nosotres entendimos que no nos pueden seguir doliendo las cosas que hicieron infelices a nuestres xadres. Bien por nosotres, pero esta actitud ante el dolor no implica que ya nada pueda dolernos.
Hace años que nos veo rehuir el sufrimiento con una fórmula atroz: negación y escape. Nada parece dolernos demasiado, seguimos intactes en las redes, nos damos atracones de series hasta quedarnos dormides y anestesiar la angustia de sentirnos como nos sentimos y de no poder expresar nuestra vulnerabilidad. No da expresarla. Intentamos acelerar las horas de la angustia, pero el tiempo es demasiado frágil y nosotres también. ¿Nuestros discursos favoritos nos volvieron reacies al dolor? Probablemente, pero entregarnos a la indigencia de un corazón roto no nos vuelve traidorxs de la deconstrucción ni nos hace menos hijes de nuestra época. El dolor aguantado, el dolor en cuotas, termina siempre erupcionando de algún modo. ¿No es eso lo que les pasa sistemáticamente a nuestres xadres?
Mirar el dolor a la cara
Durante un mes y medio estuve rehuyendo el dolor. No quería hundirme ni mirarlo directo a la cara; no tenía tiempo para eso. De repente, un buen día, me lo crucé a él por la calle y verlo me desencajó. Primero negué que me hubiera afectado, luego lo odié, más tarde me sentí culpable por odiarlo. Y el brillo de sus ojos, ¿dónde estaba? Volvía a verlo todo el tiempo en mi fuero interno, sin quererlo, en medio de una rutina de gimnasio o a la hora de cursar. Las lágrimas se me caían solas y sentía vergüenza de mi falta de control. Hasta que entendí que lo que me estaba pasando era sano.
Ya una vez, por aguantarme tanto una espina, terminé con ataques de pánico. La derrota estaba en aguantar; tarde o temprano aparecerían sus efectos. Haberme vuelto una magdalena durante unos días, ¡y justo en semana santa!, fue milagroso: el llanto sacó la espina. Ahora miro con tristeza la cascarita que dejó. Rascarla es muy tentador, y por eso estoy escribiendo. Quiero dejar constancia de mi fragilidad para no olvidarme de ella en adelante. Quiero recordar las cosas que aprendí de mí mismo cuando estuve dando vueltas en la oscuridad y el tiempo no pasaba. Pasó, acá estamos. Tal vez algún día dejen de dolernos el amor y el desastre que deja. Por lo pronto, a mí me duele un montón.