La foto de Margaret Mee de perfil oliendo la Flor de la Luna en el Amazonas, en la zona del río Negro, es tal vez una de las imágenes que mejor revela la paciencia amorosa de su fervor botánico. Esperó más de treinta años para poder dibujar esa flor en su entorno natural.
El deseado encuentro con el Selenicereus wittii, un cactus que florece apenas unas horas durante una sola noche, tuvo su cita en mayo -su mes de nacimiento- de 1988. Margaret iba a cumplir setenta y nueve años y había superado dos cirugías de cadera. La mujer del sombrero de alas anchas y de las acuarelas gouaches (una acuarela más opaca y más espesa), murió ese año en un accidente de tránsito en Seagrave, su Inglaterra natal, unos meses después de completar el sueño perfumado.
Había viajado para dar una conferencia en The Royal Geographic Society y para inaugurar una exposición suya en The Royal Botanical Gardens en Kew, pero era solo un viaje de agenda, planeaba volver pronto a tierra amazónica. En la foto, una ceremonia secreta a pesar de la cámara entrometida, indiferentes al devenir de la vida que se extingue y en mimetismo perpetuo, ella y la flor comparten, una frente a la otra, rubores verdes, blancos plateados y luz de luna.
Al brote de las tinieblas no habían podido dibujarlo en su medio ambiente (existen pinturas anteriores, pero son reproducciones de plantas cultivadas). Margaret lo había intentado sin suerte varias veces (dicen que fueron quince, la primera vez cuando tenía cuarenta y siete años) pero la Flor de la Luna que no florece todos los años, abría sus pétalos y lanzaba su perfume antes de que la artista pudiera perpetuar lozanías botánicas. Esa madrugada de mayo, poco antes de que saliera el sol, Margaret pudo dibujar a la Flor de la Luna tres veces: abriéndose, completamente abierta y completamente cerrada.
Nació en Whitehill, cerca de Chesham, una zona rural al oeste de Londres; dibujaba árboles cuando era una nena, (conocía el nombre de las flores silvestres incentivada por su padre naturalista) y aviones (en una fábrica de aviones al norte de Londres) cuando era una joven trabajadora en tiempos de guerra. Estudió en St. Martin’s School of Art de Londres, se casó dos veces y viajó a Brasil con Greville Mee (su segundo marido) para acompañar a su hermana que vivía en San Pablo y estaba enferma. La visita fraternal se transformó en una mudanza elegida a Santa Teresa, en Río de Janeiro.
Hipnotizada por la flora brasileña, viajó al Amazonas por primera vez en 1956. Llevaba una mochila, poca ropa -la necesaria-, papel, acuarelas, lápices y un revolver con el que una vez -según ella contó- se defendió de un buscador de oro que la encontró sola en su choza: “le clavé mi revólver en el estómago, y eso le dio un susto, te lo aseguro (…) después del susto me trataron como a una reina”. La artista aventurera viajaba en canoa, con un guía o con una amiga y compartía sus días boscosos conviviendo con las familias del lugar.
Fue profesora, ilustradora del Instituto de Botánica de San Pablo, autora de libros, diarios de viaje y de un centenar de bocetos de bromelias, orquídeas y otras flores amenazadas por la deforestación, y una de las primeras ecologistas en declarar durante la dictadura brasileña que el Amazonas estaba en peligro. Sus bosquejos textuales con colores idénticos al original y sus anotaciones botánicas sobre cada flor son el refugio ideal del herbario ambulante, de la noche en lenguas y del ímpetu nómade que aborrece los límites. Fue en uno de esos viajes que Margaret descubrió entre musgos una orquídea verde inadvertida durante años por otros botanistas; no fue la única flor, muchas otras se descubrieron y conocieron gracias a sus pinturas. Sus últimas travesías evidenciaron la deforestación indiscriminada, los árboles gigantes ya no estaban, la ribera del río Negro era irreconocible y la flora y la fauna estaban desapareciendo. En 1984 denunció en programas de la televisión brasileña el impacto ambiental de la tala sanguinaria. Documentales, fotos y algunas crónicas alumbran la ruta que clama por ella en pie de guerra verde. Hay que salir a recorrerla y desplegarla en continuado, como una reveladora tarde de cine.