A Pedro Sinópoli
"Crecer de día y marchitarse otra vez,/ Eternamente la misma tragedia,/ Que interpretamos, pues, sin entender". Georg Trakl
Tratar los pormenores de la historia de Yukio es innecesario, máxime en un tiempo de escasa lectura, preferentemente breve, así que narraré lo esencial. Cuando llegó de su país, obtuvo refugio en la Asociación Japonesa de Rosario. Al principio enseñaba su lengua gracias al castellano que había aprendido de un sacerdote español en Kioto, su ciudad de origen, y a pesar de que avanzaba en el habla vernácula, prefirió ofrecer un retrato a los transeúntes veraniegos en la rambla de la Florida. Una tarde fue descubierto por el director del Museo Estévez que, al comprobar el trazo excelente de Yukio, decidió que merecía mejor suerte y lo recomendó a una fábrica textil de las inmediaciones, para el diseño de los estampados. Yukio se sintió agraciado y sumamente agradecido.
Propio de su naturaleza o mejor dicho de su cultura obediente, cumplía rigurosamente las horas de trabajo y muchas veces se quedaba horas de más, para adelantar o terminar un diseño. En una de esas ocasiones, conoció a Paloma. Eran las siete de una tarde de Otoño. Paloma limpiaba los pisos con esmero. Era pálida, menuda y muy pulcra. Los atardeceres de ambos solían ser lánguidamente iguales pero en uno de ellos se encontraron y una suerte de afinidad imprevisible y secreta fue surgiendo durante las caminatas en que Yukio acompañaba a Paloma hasta el límite de Ciudad oculta en el barrio La Cerámica. Nunca sabremos si conocieron el amor (tal vez… tampoco lo conozcan muchas personas que dicen amarse) lo que sí sabemos es que Paloma se ponía el mejor vestido que tenía y se ataba el cabello con la más bonita de las cintas. Aprovechando la tarde de los sábados, Paloma lo invitó a deleitarse con el vuelo de un ave o la vacilación de una hoja movida por la brisa, en las inmediaciones ribereñas del Parque Alem. Yukio dijo: "El universo es un ser vivo que en cada organismo nos muestra el equilibrio de la naturaleza…desde el temblor de las hojas efímeras hasta la ascensión del árbol que busca la luz del sol". Y señalando un caracol que ascendía por la hoja de un arce japonés, agregó, "mira que bien dibujado está el espiral en su caparazón ¡Y que bien diseñados los fractales de las hojas!"
Paloma agradecía íntimamente la semilla que Yukio sembraba en su corazón, multiplicando incesantes versiones de poesías que, por unos momentos, borraban las anodinas hojas de su vida. Una tarde, en que la miró enmarcada en la hojarasca mustia que predominaba, decidió pintarla. En el cuarto humilde, la tibia luz del otoño alterada por las lluvias ocasionales inundaban el espacio y el rostro de Paloma se transfiguraba en múltiples láminas de colores tenues. Detalles de sus ojos, de sus manos, Paloma de frente, de perfil… Sólo que Paloma comprendió que no era ella la mujer del cuadro. Ella era sólo un pretexto guardado en el corazón de Yukio. Con temor, con incipiente tristeza, se atrevió a indagarlo.
Nada recordaba Yukio con más intensidad que la desdicha de haber perdido a Irezumi. La conocí, dijo, en el bosque de Arashiyama. Yo pintaba un conjunto de bambúes y al instante decidí cambiar el motivo de mi pintura. Su rostro parecía inmerso en la belleza exuberante del lugar y para mí, plasmar la continuidad de la naturaleza no indiferente, acarreaba la mayor ambición de mi vida. No era solo un intento de plasmar una imagen más, sino una imagen en el que la conciencia no aspira el dato de su pasado para exaltar su presente. La belleza de Irezumi era equivalente a la belleza del lugar, lo individual y lo colectivo absorbiendo mutuamente líneas de fuerzas que exaltan la unidad de un todo.
¿Se amaron? Preguntó Paloma, para sortear su incomprensión de lo que Yukio acababa de referir.
No pensábamos en eso, respondió bruscamente Yukio. Ella estaba prometida y su padre, que era un importante ministro de la corte, entendió que yo era un obstáculo, Jamás, la volví a ver.
Pero… ¿Por qué no lo intentaste? Agregó Paloma ¿Por qué…?
La noche dijo a la tiniebla: en un momento te mueves, en otro estás quieta. En un momento desciendes y en otro te levantas. ¿Por qué? Depende -dijo la tiniebla- de algo que me hace obrar como obro y ese algo depende de otro algo que lo hace obrar como obra ¿Cómo puedo decirte por qué hago una cosa y no otra? Así respondió Yukio, eludiendo la mirada de Paloma, quien creyó entender que los hombres aman lo que no pueden tener.
A través de la ventana, se divisaba una compacta masa gris que trazaba una escisión en el cielo. El atardecer parecía desvanecerse presuroso. En silencio, despidiéndose con un ademán, Paloma se fue, anticipándose a la tormenta. Esa noche y los días siguientes llovió torrencialmente. Yukio no encontró a Paloma en la fábrica y comprendió que era inútil preguntar. Después de unos días deambuló por las inmediaciones del barrio y recorrió con inquietud las inmediaciones ribereñas del parque, sólo que ahora el vuelo inesperado de una paloma aceleraba el ritmo ya alterado de su corazón.
Esa noche soñó que estaba muerto pero su rostro era el de Sesshiu, sacerdote del Zen en Sokokuji, antigua escuela de arte fundada por Yoshimitsu, luego, como si esa primera noche hubiese iniciado una sucesión imposible de evitar, en las noches siguientes se imponía el mismo sueño pero su rostro era el de Hokusai o el de Hiroshige. Con ambos se despertaba sobresaltado.
El sábado por la tarde, decidió bajar a la rambla y ofrecer sus dibujos a los escasos transeúntes, pero rápidamente se percató de que sólo quería reverenciar el ascenso de la amarilla y gigantesca luna llena surgiendo tras el extenso sintagma del ocaso. En su patria, hubiera condescendido a la versión divina de la creación de su pueblo, a la sabiduría de sus ancestros que reverenciaban el mundo de las formas paradigmáticas difundidas por Buda, pero aquí la enorme luna llena parecía remitir a la o de una disyunción o más bien a un cero, una suerte de número que es capaz de indicar su propia falta, sosteniendo un lugar que aparece para desaparecer o desvanecerse.
Probablemente, pensó, el Universo revela aquí una trama incomprensible, una especie de conspiración cósmica de la cual constituyo una de sus partículas más innecesarias, pero instantáneamente recuperó imágenes de su vida pasada, el absurdo designio de algunos hombres, los diseños arbitrarios de un misterioso proyecto.
Sintió que su destino no era mejor en Rosario que en Kioto, aquí o allá no estaba hecho para la felicidad y con todo el peso de la existencia descentrada se perdió en la profundidad de la noche que prometía ser eterna.