En la disposición de los objetos ya se descubre una trama. Por sí solos podrían, en una referencia al carácter onírico de la propuesta, establecer entre ellos un lenguaje surrealista, un mundo donde las cosas trasmutan un alma que gobierna la escena. Pero cuando los actores y actrices entran al escenario se acoplan a esa instalación (suerte de sistema que los determina) como si allí operara un orden que funcionara como ley o destino.
La narrativa kafkiana está impregnada en esta obra que en su título, 65 sueños sobre Kafka, ya invoca algo inestable. El o los sueños están en la estructura, en el modo de articular cada monólogo que se sucede frente a un micrófono. En la puesta planteada por Maricel Álvarez y Emilio García Wehbi la noción de estructura, en la definición de bricolaje que planteó Claude Lévi- Strauss, se convierte en dispositivo y método.
Las leyes, que son enunciadas por la figura burocrática a cargo de García Wehbi, se corresponden con esa formalidad vacía que hizo de Kafka un precursor del absurdo. El personaje de Wehbi esgrime la tecnología de la máquina de escribir, propia del siglo XIX y comienzos del XX , los textos que reproducen la palabra de una ley, son la interpretación de mundo poético. Como señalaba Derrida, la ley es parasitaria del sujeto, surge de la observación de los actos. Bajo su supuesto comando (el de una escritura imposible) lxs intérpretes hablan de padecimientos o castigos.
Encuentran una instrumentalidad en las formas de maltratar al otrx y sufren los sanciones del burócrata déspota que encarna Wehbi. Es el cuerpo el territorio final (y aquí Kafka es leído por Álvarez y Wehbi a través del lente foucaultiano de la vigilancia, el control y el disciplinamiento). Si en la expresividad delicada y oscura de Carla Di Grazia se observa un conflicto que algún día podrá estallar, la relación que establece con Mateo de Urquiza es propia de las formas más clásicas del sometimiento. En el texto que interpreta con sensibilidad y eficacia Cintia Hernández está el suplicio como ejercicio y como matriz de un sistema, mientras que Diego Rosental conjuga desde su cuerpo y su voz (en oposición al trabajo de Di Gracia) la impronta de una rebeldía que es delatada por esa descarga eléctrica que se escucha casi como si respondiera a un reflejo automático.
Conectados por una sonoridad melancólica y por el aullido del silbato que parece despertarlos como un llamado de los sueños que se estrella frente a una repetición de la que no pueden salir, cada intérprete pertenece a un universo distinto pero no dejan de verse y de saber lo que le ocurre al otrx, como si cada unx pudiera espiarse dentro de su celda.
El componente espacial es fulminante en la dramaturgia de García Wehbi. Si Kafka entendió el siglo XX como una continuidad de funciones, de hechos realizados por seres que desconocían el sentido último de su tarea y que se colocaban como un engranaje ciego de una mecánica vacía, la propuesta de Álvarez y García Wehbi mira el siglo XXI desde una perspectiva kafkiana y encuentra el trazo contemporáneo en relación con la filosofía de Giorgio Agamben. Es en el concepto de Lager del autor italiano, en la certeza que la configuración de un campo de concentración ha invadido la totalidad de la vida, donde podemos encontrar la fuerza ideológica de la realización escenográfica de Julieta Potenze. Ese alambrado remite a la noción de un campo de concentración pero ni en esta obra ni en la filosofía de Agamben esa figura funciona de un modo literal. Agamben está pensando esta época como un estado de excepción permanente. Es así como en la puesta en escena de Álvarez y Wehbi, detrás de ese alambrado, parecen condensarse todos los espacios posibles: una casa, un salón de baile, una calle, una oficina, están allí mezclados, yuxtapuestos como si cada lugar hubiera explotado y nos encontráramos con los escombros de los que hablaba Lévi- Strauss. Restos de viejas estructuras que al reconstruirse no dejan de señalar sus diferencias.
65 sueños sobre Kafka se presenta de jueves a domingos a las 21:30 en la Fundación Cazadores.