El 2 de noviembre de 1810, Mariano Moreno, espíritu inclaudicable de lo que Mayo representó (y representará siempre) y Secretario de la Primera Junta, logró que el Cabildo de Buenos Aires aprobase una versión en español de un texto que consideraba clave para la formación de una nueva ciudadanía. Un libro que, visto desde la perspectiva actual, dejaría su huella en los movimientos franceses de 1789 y en todos los procesos emancipatorios que marcaron las primeras décadas del siglo XIX en América. Ese libro no era otro que El contrato social de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Aparecida en dos tomos, Moreno proponía repartir un ejemplar de la obra a los niños pobres de todas las escuelas y obligar a los padres de los más ricos a comprar el suyo: todo el mundo, no importaba su pertenencia social, tenía que leer el libro del filósofo que marcó a fuego, desde finales del XVIII en adelante, cualquier proyecto republicano. Pocos meses después, la misma Junta que había ordenado su impresión volvía para atrás, ordenando la destrucción de los mismos ejemplares, en un movimiento que revelaba ya cierto carácter pendular de la política del Plata. Cualquiera puede sospechar que Moreno no fue el responsable de esa decisión: en 1811, mientras fallecía de una manera todavía opaca en alta mar, se quemaban los ejemplares de la obra, precisamente, porque la Junta entendía que había algo en esa escritura que no se correspondía con la construcción del país pensado. Más allá de las reflexiones que obliga la localía, hay algo en el gesto ambiguo (habilitador y represivo casi simultáneamente) de la Junta que habla acerca de la obra de Rousseau: su peso para la contemporaneidad sigue siendo tan sustantivo que es difícil medirlo del todo, quedarse con una sola posición que tranquilice. Basta mirar la manera en la cual el último tramo del siglo XX lo pensó para entender cómo, a partir de sus trabajos, se ha construido la filosofía política, la filología y hasta los meandros metafísicos del presente, con sus idas y sus vueltas, con sus extremos y sus búsquedas de “centro”. Desde Jean Starobinski a Jacques Derrida, pasando por Louis Althusser, Paul De Man y tantos otros más, Rousseau se ha convertido en el nombre propio de un campo de polémicas interpretativas.
Emilio Bernini, investigador, docente, Profesor Adjunto en la cátedra de Literatura del Siglo XIX en la UBA y, también, un avezado crítico cinematográfico con lecturas por demás interesantes del cine argentino reciente, lleva adelante en su libro El método Rousseau: Un dinamismo de los conceptos una revisión de la manera en la cual la obra del pensador ginebrino ha sido considerada para hallar, en primer lugar, las posiciones interpretativas de tantos nombres que han agotado las páginas rousseaunianas y, en segundo lugar, la lógica propia de los libros de Rousseau, desde los ensayos de orden más reflexivo hasta las obras marcadas por su inclinación a la literatura, entendiendo que las últimas no son ejemplificaciones deficientes de las ideas de las primeras, sino formas puntuales de reflexión que forman parte de la actividad intelectual completa de Jean-Jacques. “Escribir una novela para deconstruir las propias proposiciones de un texto no ficcional previo es una de las operaciones más notorias de la filosofía de Rousseau”, argumenta Bernini, repasando lo que entiende como “dinamismo de los conceptos” en el cuerpo total de la obra de Rousseau, digamos, de su modo de pensar en texto, como si se dijese, cinematográficamente, en plano. “Se trata de un pensamiento que revisa, reformula, e incluso contradice deliberadamente las nociones que ya ha trabajado en otros textos, como si el trabajo del pensamiento no concluyera, no se fijara definitivamente, de modo que toda noción en Rousseau depende siempre de la economía de pensamiento (es decir, los principios que se plantea en cada texto en singular) en la que se formula, y cada economía funciona, podría decirse así, independiente de otras, en las que se puede volver a considerar las mismas cuestiones”.
¿Cuáles serían esas tradiciones interpretativas de Rousseau por las que comenzás a criticar la manera en la que no se han visto los textos mismos y su funcionamiento, o sea, la lógica misma que está en el trabajo total escrito por el filósofo?
-En la tradición de estudios sobre Rousseau durante el siglo XX, hubo una división de tareas muy nítida entre los especialistas en la filosofía política (Discurso sobre las ciencias y las artes; Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad; Contrato Social) y los especialistas en literatura (Las Confesiones, Las ensoñaciones del paseante solitario, Julie o la Nueva Heloísa) que hacia fines de siglo XX y comienzos de XXI se ha modificado en lo que llamo, en mi trabajo, el “giro metodológico” en los estudios en torno al filósofo. La atención puesta en la metodología permitió considerar todos sus textos sin separarlos como dos partes no comunicadas de la obra; sobre todo, permitió comprender que la diversidad de textos responde a problemas filosóficos comunes: la relación más notoria es aquella que Rousseau establece entre, por un lado, el tratado de educación Emilio (que se ha leído como filosofía, en el sentido de que allí se sistematiza su teoría del conocimiento; pero a la vez también como literatura, por los vínculos “ficcionales” entre el educador y su alumno, y por los capítulos relativos a la pasión del amor, a la relación de Emilio con Sophie) y, por otro, la novela epistolar y de aventuras (inconclusa) Los solitarios. Entre un texto y el otro se elabora un pensamiento en torno a la educación y el problema de la libertad del individuo. En mi investigación considero esos dos textos precisamente en conjunto, ya que la novela pone en cuestión todo el aprendizaje establecido en el tratado.
CRÍTICA Y FICCIÓN
Rousseau, en la medida en que se dispone a discutir con un campo de afirmaciones propio de su época, usa la ficción como un modo de indagación filosófica que, en el siglo XX, es tanto criticado como recuperado. El gran ejemplo sería la manera en la cual plantea esos orígenes ficcionales de la lengua en el Ensayo sobre el origen de las lenguas, trabajo releído por Derrida en De la gramatología, dando inicio a la crítica al logofonocentrismo occidental que llega hasta nuestros días con la recuperación del término “deconstrucción” tanto para la crítica de género e identidad sexual como para la crítica literaria y filosófica, en un sentido amplio. Pero, en el siempre complicado origen de algo que nos resulta tan actual, estaba Rousseau, su escritura y modo de ver ciertos problemas. ¿Qué queda de Rousseau después de la llegada de la deconstrucción y de una crítica que toma distancia de él sin dejar de volver a su filosofía? “Derrida hace una lectura fundante del Ensayo sobre el origen de las lenguas –es decir que ya no puede haber lectura de Rousseau sin Derrida–”, señala Bernini. “A mí me interesaron dos cuestiones de la lectura de Derrida: por un lado, su deconstrucción de los principios de la filosofía de Rousseau opera sobre un pensamiento que ya está deconstruido en sus propias formulaciones, precisamente por lo que yo estudio, de otro modo, como metodología; y por otro lado, su asimilación, muy inespecífica a mi criterio, de Rousseau con la filosofía racionalista del siglo XVII de los grandes tratados metafísicos. En este punto mismo, puede notarse la importancia de la ficción (la novela) en la filosofía de Rousseau: la novela es un discurso de la filosofía (no es, como planteó Althusser, un “fracaso de la teoría”), es un discurso de elaboración conceptual en tramas ficcionales, y su escritura es parte de la posición de Rousseau (y de la filosofía de la ilustración francesa) contraria a esa tradición racionalista”.
¿Considerás que hay, desde Rousseau hasta la actualidad, una línea que continúa ese contagio entre un discurso del saber, de la filosofía y la ciencia y un discurso de la ficción?
-Habría que señalar, en principio, que la novela en el siglo XIX (francés) deja de ser un discurso filosófico para volverse un discurso fundamentado en las ciencias: el realismo balzaciano tiene una relación constitutiva con la historia natural, con la fisiología y con la fisionomía, y la filosofía se vuelve un discurso académico y vinculado al poder político: es el momento del eclecticismo de Victor Cousin, que Balzac mismo crítica en su novela filosófica, Louis Lambert. El realismo naturalista zoliano se fundamenta no solo en la medicina experimental y en los saberes sobre las patologías de la herencia, sino incluso en la frenología y la criminología, y epistemológicamente en el positivismo comtiano. La literatura, entonces, deja de ser una discursividad filosófica para volverse un discurso científico y de control biopolítico. En el siglo XX, dicho grosso modo, con los modernismos y las vanguardias ese vínculo filosofía-novela, creo yo, no se recupera. Pero cabe destacar una novela argentina notable, Cat Power, de Cecilia Palmeiro, que trabaja inusual y muy graciosamente ese vínculo.
Hay un Rousseau que puede regresar como un pensador rico para el progresismo y, sin embargo, ser también un autor de derecha, en la medida en que lee el avance civilizatorio del Estado como un modo que atenta contra la buena naturaleza humana. ¿Qué lecturas políticas ha tenido Rousseau? ¿Siguen funcionando en el presente?
-Es bien interesante la pregunta porque ya en vida de Rousseau e inmediatamente después, con la Revolución Francesa, se definen posiciones rousseaunianas política y radicalmente enfrentadas. Ello se debe a los efectos de la posición discursiva de su filosofía. Con la Revolución, hay, por lo menos, tres rousseaunianismos, es decir, tres posiciones políticas que se autorizan en Rousseau: la aristocrática de Mme. de Staël, que reclama un Rousseau que pueda legislar la crisis del Antiguo Régimen y evitar así el “mayor de los peligros”, la Revolución; la girondina de Mme. Roland, que sostiene que el orden social debe basarse en el orden virtuoso doméstico, narrado en Julie; y finalmente la de Robespierre, que se reconoce como un continuador de Rousseau en el plano de la praxis política de aquello que el filósofo comenzó y no pudo concluir porque aún no estaban dadas las condiciones políticas. En cuanto a las lecturas políticas de Rousseau en la actualidad (hay dos grandes especialistas que se ocupan hoy de esto: Martin Rueff y Gabrielle Radica), se plantea al problema de los efectos de lectura que ya ha tenido su filosofía y de los que se ha vuelto inescindible. Dicho de otro modo, las lecturas actuales de Rousseau no pueden escindirse de los efectos discursivos, sobre todo ideológicos, que ya han tenido sus textos, a posteriori en términos de la historia política e incluso, antes, en vida de Rousseau (la escritura de las autobiografías constituyó un enorme esfuerzo destinado a contrarrestar esos efectos). El problema es acaso análogo al que el propio Rousseau planteó en la discusión sobre la ley natural y la sociedad de los orígenes: necesariamente se comete el error de proyectar en los orígenes (en los textos de Rousseau, en este caso) nuestro propio presente, nuestros intereses políticos, filosóficos, morales, para legitimarlo y legitimarnos.
ROUSSEAU Y SUS SOMBRAS
> Un (fragmento de El método Rousseau de Emilio Bernini
Este estudio busca demostrar que esos textos llamados “literarios” no son homogéneos ni necesariamente asimilables y que tampoco constituirían la “otredad” de la teoría: no han dependido del fracaso en que el planteo teórico habría encontrado sus límites sino, muy por el contrario, de una concepción no sistemática de la filosofía, precisamente por su crítica implícita de los grandes sistemas metafísicos del siglo XVII (Descartes, Leibniz, Spinoza, Malebranche). La querella de las interpretaciones en torno a la cuestión del sistema de la obra no ha tenido presente esa posición discursiva que no es sólo rousseauniana sino de los filósofos empiristas franceses del siglo XVIII. Por este motivo, en esta investigación estudio lo “literario” y la ficción en tanto partes mismas de un discurso filosófico que no articula sistemas conceptuales, sino que elabora sus conceptos en los diversos marcos textuales en los que estos se formulan.
En efecto, algunos de los problemas teóricos planteados en El contrato social están reformulados en el Libro V del Emilio, así como las proposiciones pedagógicas de este texto son objeto de una discusión entre corresponsales en La nueva Eloísa, en algunas cartas de la parte V, relativas a la educación de los niños. Aquello que en el texto sobre educación se presenta como un programa, en la novela es, pues, objeto de discusión en la que se conforman por lo menos tres perspectivas (de tres de los personajes: Wolmar, Saint-Preux y Julie). Asimismo, todo el libro de educación debe leerse, no sólo como reelaboración de algunos de los planteos teóricos de El contrato social, sino incluso como una perspectiva que opone el individuo al ciudadano: el individuo que debe educarse como un todo en el texto de educación, frente al ciudadano como parte de un todo, en el texto de filosofía política. En este punto, Emilio no es el fracaso de la teoría sino otra configuración de esa teoría, otro planteo del problema, articulado en torno a esas diferencias de concepción del individuo. En el mismo sentido, la continuación novelesca de Emilio, titulada Emilio y Sofía o los solitarios, forma parte de la misma estrategia de variación metodológica para revisar, poner a prueba nuevamente, en el marco de una novela epistolar y de aventuras, aquello mismo que había sido planteado como programa pedagógico.
Libertad propietaria
(fragmento del “Libro II” de Emilio, o de la educación, trad. Mauro Armiño)
Nuestros primeros deberes son para con nosotros; nuestros sentimientos primitivos se concentran en nosotros mismos; todos nuestros movimientos naturales se refieren primero a nuestra conservación y a nuestro bienestar. Así, el primer sentimiento de la justicia no nos viene de la que debemos, sino de la que nos es debida; y todavía, uno de los contrasentidos de las educaciones comunes es que, hablando primero a los niños de sus deberes, nunca de sus derechos, se empieza por decirles lo contrario de lo que es preciso, lo que no podrían entender, y lo que no puede interesarles.
Por tanto, si tuviera que guiar a uno de esos que acabo de imaginar, yo me diría: un niño nunca ataca a las personas, sino a las cosas; y pronto aprende por la experiencia a respetar a todo el que le supera en edad y en fuerza; pero las cosas no se defienden por sí mismas. Por tanto la primera idea que hay que darle es menos la de la libertad que la de la propiedad, y para que pueda tener esa idea es menester que posea algo propio. Citarle sus ropas, sus muebles, sus juguetes es no decirle nada, porque, aunque dispone de esas cosas, no sabe ni por qué ni cómo las tiene. Decirle que las tiene porque se las han dado apenas si es avanzar, porque para dar hay que tener: he ahí pues una propiedad anterior a la suya, y es el principio de la propiedad lo que queremos explicarles; sin contar con que el don es una convención, y con que el niño aún no puede saber lo que es convención. Lectores, observad, por favor, en este ejemplo y en cien mil más, de qué forma, cuando atiborramos la cabeza de los niños con palabras que no tienen sentido alguno para su capacidad, creemos, sin embargo, haberlos instruido muy bien.
Se trata, pues, de remontarse al origen de la propiedad; porque es de ahí de donde debe nacer la primera idea de ella. Viviendo en el campo, el niño habrá adquirido alguna noción de los trabajos campestres; para eso no se necesitan más que ojos, tiempo disponible, y él tendrá ambos. Corresponde a cualquier edad, sobre todo a la suya, querer crear, imitar, producir, dar señales de poder y de actividad. No habrá visto dos veces labrar un huerto, sembrar, brotar, crecer las legumbres sin que también él quiera trabajarlo.
Todos para uno, uno para todos
(fragmento del “Capítulo VI: del pacto social” de El contrato social, trad. Gabriela Domecq)
Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado de naturaleza superan por su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Este estado primitivo no puede entonces ya subsistir, y el género humano perecería si no cambiara su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otra manera de conservarse que la de formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas actuar concertadamente.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin dañarse, y sin descuidar la atención que se debe? Llevada a mi tema, esta dificultad puede enunciarse en los siguientes términos:
“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”. Tal es el problema fundamental al cual el contrato social da solución.
Así, pues, si se aparta del pacto social lo que no constituye su esencia, se encontrará que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos en cuanto cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo.
La lengua del pueblo
(fragmento de “Capítulo XX: relación de las lenguas con los gobiernos” de Ensayo sobre el origen de las lenguas, trad. de Emilio Bernini)
Las lenguas se forman naturalmente según las necesidades de los hombres, cambian y se alteran según las modificaciones de esas mismas necesidades. En los tiempos de los antiguos, en que la persuasión ocupaba el lugar de la fuerza pública, la elocuencia era necesaria. ¿De qué serviría hoy cuando la fuerza pública ha suplido a la persuasión? Las lenguas populares se volvieron tan perfectamente inútiles como la elocuencia. Las sociedades tomaron su última forma; ya no se cambia nada si no es con el cañón y la moneda, y como no se tiene nada que decir al pueblo salvo dennos dinero, se lo dice con carteles en las esquinas o con los soldados dentro de la casa. No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hace falta mantener a los sujetos dispersos; esa es la primera máxima de la política moderna. Ahora bien, afirmo que toda lengua con la que no resulte posible hacerse escuchar por el pueblo reunido es una lengua servil. Es imposible que un pueblo siga siendo libre hablando esa lengua.