El apellido Alberdi nunca me resultó extraño. Al cruce se llegaba caminando, era el fin de lo conocido, los trenes dibujaban una línea de frontera en movimiento. Vagones de carga cargados a granel, coches de pasajeros repletos de obreros colmados de sueños. El andén de la vieja parada urbana nada sabía de despedidas, el laburante viaja, vende su vida en cuotas y regresa, siempre regresa a su casa. Sobraba tierra entre los rieles para dibujar con cuatro adoquines canchas perfectas y descartables. Celebrábamos el tercer tiempo en pleno barrio inglés, en la casa del abuelo de Cacho, un viejo empachado de historias tan falaces como atrapantes. Pionero de una familia de ferroviarios, el anciano ponía al tren por encima de todo, parecía no importarle haber trabajado de maquinista para la Central Argentine Railway tanto como para el Mitre nacionalizado. 

En su extraña vivienda con doble chimenea y pisos entablonados con madera de vagón, supimos merendar té con scons y mate cocido con tortas fritas. Un domingo de mucho frío, nos sorprendió con una frase sobre su otra pasión, "la primera cancha de Central quedaba por acá cerca", dijo mientras separaba suavemente las hebras del tabaco para introducirlas en la cazoleta. Después de encender la pipa nos contó que el predio en cuestión, perteneciente al ferrocarril antes de ser loteado, contaba con una sola tribuna situada en la cabecera sur y estaba destinada exclusivamente para los hinchas locales, los visitantes se ubicaban sobre los techos de vagones estacionados frente al arco que daba espaldas al norte. Sin cambiar el tono de voz aseguró que una tarde de clásico, con abundante presencia de público, enganchó una locomotora a la formación que cumplía la función de grada y arrastró a la hinchada leprosa hasta la localidad de Roldán. 

El expreso no era un tren que pasaba a la medianoche, se trataba de un bondi verde con una letra A grabada en su frente como bandera, era el encargado de llevarnos hasta pueblo Alberdi en las periódicas visitas a lo de mi tía Mecha. Cuando descendía en la plaza central, me sentía parado en la parte más alta de un tobogán gigante frente a una deslizante rampa adoquinada con un final de río y camalotes. 

Durante el camino a la vivienda del pasaje mercado, me gustaba detenerme frente a un extraño monumento de un niño desnudo intentando abrazar al abogado tucumano parado sobre una cabeza con alas a los costados, esculpido, según mi madre, por un conocido vecino de la cortada Marcos Paz. 

Una mansión tenebrosa, habitada únicamente por el fantasma de una tal Hortensia, nos sugería cruzar de vereda. Aquello que fue destino en mi niñez, fue punto de referencia en mi adolescencia, el prócer de piedra me avisaba que La Florida estaba cerca. Tardes de playa, sol, bikinis y sangrías son alegrías que guarda mi corazón. 

He pasado mi vida trabajando en lugares abiertos, en contacto directo con gente de distintos barrios de la ciudad, escuchando historias de primera mano. Tenía motivos suficientes para aquerenciarme en la zona norte, pero el amor de sus vecinos por este lugar en el mundo, profundizaron mi apego a la comarca. 

Diego, enemigo acérrimo del libre mercado, está feliz que su cortada hoy lleve el nombre del escultor Erminio Blotta. El joven Pablo, me deslumbra con sus conocimientos transmitidos por su abuela, me asegura que la vivienda que habita se levanta dentro de la manzana que José Nicolás Puccio le regaló a su amigo exiliado para que pasara sus últimos días de cara al Paraná, el beneficiado por la donación, jamás conoció el lugar que hoy lleva su nombre. 

Doña Inés me cuenta que toda la zona aledaña a la plaza Dumont, sirvió de base para el campamento de Urquiza en su camino hacia Caseros. El monumento es el mismo de siempre, yo no. Cada vez que acudo al distrito municipal norte "Villa Hortensia” me detengo frente al mismo monolito que tanto me intrigó de pibe y lo interpreto como un animal político, es imprescindible para alcanzar un ideal, sin perder la ilusión en el intento, no dejar que el paso del tiempo nos corte las alas de imaginación que todos desplegamos impunemente durante la niñez. 

Acostumbro a desayunar amaneceres deslizándome en mi moto por la bajada Gallo para sentir el mismo vacío en el estómago que experimentaba en la alfombra mágica. Según don Carlos, el edificio en donde hace más de cien años funciona el hospital, fue, en su origen, sede de la comuna del pueblo del mismo nombre. Si gobernar es poblar, por cierto, que se gobernó. 

Miles de argentinos sin apellidos anglosajones, como soñaron los intelectuales de la generación del 37, cruzan diariamente avenidas y bulevares de neto diseño francés para atenderse gratuitamente en el Alberdi de distintas dolencias. Enfermeras y doctoras luchan sin tregua del lado de la vida, sin embargo, en ocasiones, la muerte visita el área.

Todas las deidades del inframundo que recuerdo, desde la temible parca, de negro atuendo y filosa guadaña, hasta la bella Angelique, seductora mujer vestida de blanco en la película de All that jazz, son imágenes mudas, su sola presencia basta y sobra para cumplir con lo inevitable. 

Cada vez con más frecuencia un grito desgarrador raja sombras de silencio en la madrugada alberdiana, un aullido del corazón congela la sangre, enmudece risas de horneros, obliga a Paulo a sentarse en su cama de piedra para persignarse tres veces seguidas. Todos sabemos de qué se trata. El aullido de una madre ante una muerte injusta, una partida a destiempo, el arrebato de una vida joven cargada de sueños y de ilusiones. 

Miramos hacia el nosocomio para ver lo de siempre, movimientos nerviosos de desconocidos, uno o dos carros de policía parados en la puerta junto a una ambulancia, jóvenes que parten en motos como chasquis de la mala noticia. 

Antes y ahora, fanáticos principios mazorqueros, leyes foráneas mal traducidas por salvajes unitarios, balaceras, ajustes de cuentas, violencia narco, burdos argumentos que no alcanzan a explicar lo irremediable. 

Parte de una población anestesiada a base de exceso de información, tal vez consiga naturalizar el espanto, difícil de lograrlo para quienes llevamos en nuestra memoria una marca sonora, los ecos eternos del grito de Alberdi.

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