Algo asoma en mi mochila. No es el celular, que me controla con su podómetro para cerciorarme de superar los 10.000 pasos. No es la botellita de agua. Ni la tarjeta de colectivo (no es Sube, en Rosario se llama Movi), por las dudas. Mi nueva compañía insoslayable es un abanico. Durante años, ese regalo de una amiga que vive en Barcelona estuvo guardado en un cajón porque a mí me gusta el calor, no lo sufro, no necesito apantallarme.
Hasta que llegó la perimenopausia. Y su torbellino de emociones que pasan por el cuerpo, el único lugar que realmente conozco. Sacar el abanico se convirtió en un ritual, en un aviso, en una urgencia.
Le cantó con humor, y con cierta desazón, Liliana Felipe, en La mayonesa. Y no hay Ajo que valga para calmar sus síntomas. Llega de golpe un calor, brota el sudor en el pecho y la frente. Y yo, que nunca sudaba, me convierto en una extranjera de mí, varias veces por día. Así se llama una canción de Sandra Corizzo, que me acompaña en la caminata. En esos momentos, siento que podría derretir en pocos segundos cualquier Salvavidas de hielo, y encima Natalia Lafourcade y Jorge Drexler suman calor en esos momentos de sofoco. Sigo caminando, claro, pero necesito sacar el abanico de la mochila urgente.
Caminar por Rosario sigue siendo mi actividad favorita, y sé que hace pocas horas dejaron 40 vainas servidas en una escuela en España y Uriburu. Se llama Islas Malvinas. No fueron balazos, pero sí la promesa latente. Nunca camino para allá, pero no está lejos. 12 minutos en auto, 40 minutos de caminata. Eso me separa. Ya se ha dicho en esta columna: hay dos ciudades, la que (casi) nunca se entera de la sangría incesante y la que, día a día, despide a algune pibe. Eso pasa en mi ciudad. ¿Cómo caminar, entonces? ¿Y qué hacer? ¿Suspender la vida?
Así discurren los pensamientos mientras los pies van abriéndose paso. Está cálido y húmedo pero el calor que llega de pronto es otro: se enciende una estufa adentro. Prender un fuego, de Marilina Bertoldi, hace su magia desde mi playlist. También mis pasos me llevan al recital del jueves a la noche, para el otro lado, en Pichincha, esa zona de la ciudad que se imagina como el Soho. Vino Marilina a presentar su último disco Mojigata y la ceremonia rockera se hizo fiesta. La Cena calienta la previa, porque “es un delirio desconocido/ Paso el tiempo afilando cuchillos/ Ya te tengo entre mis dedos, ¡seh!/ Quiero lo que quiero y peor aún, eh”.
Rosario se puso amarilla, allí donde caminar todavía es posible. Las hojas secas de los árboles hacen una ancha alfombra en las veredas de mi barrio. Es otoño. Pero no quiero ni puedo hablar de esa estación como una metáfora de “esta etapa de la vida”. Y si bien suena Vivo pensando en ayer, de Marilina, más bien quiero afianzar los deseos de mañana. Pero viene un calor y como cantó -hace tanto- Celeste Carballo, Me vuelvo cada día más loca. Así lo siento.
La pregunta surge inevitable. No la vi venir, esta vez. “¿Tenés hijos?”. Que no, che, ya lo sabés. Hablar naturalmente de la menopausia, parece, habilita la pantalla siguiente. ¿Y querés tenerlos? No, no quiero, digo sin dramatismo. Me juro que si me pregunta por qué le largo una monserga feminista. Preferiría no hacerlo, pero a veces no se puede evitar. Empiezo a hablar de Las mil calorías, la canción de Martirio que me hace reír cada vez que la escucho. Es que, sí, con la menopausia también viene la admonición de que volverás a engordar. Será más difícil adelgazar. Parecen maldiciones bíblicas. Oh, el horror.
¿Qué se termina con la menopausia? ¿Qué se transforma? Leí, pero no recuerdo muy bien adónde, sobre la libertad que significó para muchas dejar de menstruar. Quiero hablar, leer, escuchar más. No alcanza con los videos explicativos en términos médicos que proliferan en YouTube. Me interesa la experiencia. Algo se escucha, se lee, se comparte en grupos de Facebook. El resto es silencio. “En el paisaje del silencio, los tres reinos podrían ser el silencio impuesto desde dentro, el silencio impuesto desde fuera y el silencio que existe alrededor de lo que aún no ha sido nombrado, reconocido, descrito o admitido”, escribe Rebecca Solnit en “La madre de todas las preguntas”. Nadie pretende descubrir la pólvora, claro que se ha escrito, dicho y reflexionado. Pero… ¿por qué resulta tan incómodo cuando una habla de su menopausia?
Quiero quemar ese silencio. Para eso elijo la canción Fuego, de Kunyaza. Llega el calor, y entonces, recuerdo Pa’calor, de Rosana Arbelo. “Es un fuego que arremete. Es un estallido de miles de gotas instantáneas sobre la cara. Es un ardor sin pausa hasta que pasa. Me toma. Cuando viene no puedo hacer otra cosa que estar, sintiendo el calor en un gerundio difícil de habitar e imposible de eludir. Es como cuando algo duele, obligada a doler, pero sin que duela. Estoy aprendiendo a convivir conmigo en esos intervalos de suspenso”, escribió Dahiana Belfiori en el texto No es posible ordenar el fuego. Así se siente.
La ciudad se deja caminar, aunque la humedad en combinación con el calor conspira contra mi precario equilibrio, el suspenso aparece y es necesario sentarse en un banco del Parque Nacional a la Bandera. Es domingo a la tarde, llegan algunos acordes. En el Patio Cívico está Ricardo Soulé, de Vox Dei. Suena Presente, el público canta.
La música me abanica, y no es sólo calor: hay días que me enojo por cualquier cosa, estoy cansada, me pasa de todo. Sin dramatizar, me gustaría hacer un chiste con las contestaciones bruscas que voy tirando, con las peleas que inicio casi sin saber por qué. Irritable, dicen las páginas con descripciones de síntomas. Si supieran el fuego que arrasa por dentro.
De forma casi aleatoria, entre tantos videos de consejos médicos, encuentro una canción de Nieves Canta, una música española, que le pone salero: “Esta sabiduría nadie me la va a quitar”, promete.
Claro que la menopausia es política, me digo mientras camino acalorada. Que nos devalúen por la escasez de hormonas es tan patriarcal que duele. El miedo a envejecer, y hacernos invisibles, la nueva etapa es también una forma de despedida. Por eso, Martirio me trae Las simples cosas, y me engolosino: quiero esa canción por Chavela Vargas y también por Mercedes Sosa. “Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas”, dice la letra. Y yo me prometo hacerle lugar, cuando haga falta. Sin instalarme en la tristeza que me atrae como la fuerza de gravedad a los cuerpos en un tobogán. Está al acecho, pero yo prefiero caminar, sin rumbo, apenas con las ganas de volver siempre a los viejos sitios donde amé la vida. Y, por supuesto, de descubrir nuevos.
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