Un hombre viaja al campo para ver a su padre que está enfermo y vive solo. La casa familiar está dando sus primeros síntomas de deterioro por falta de mantenimiento. El padre que ha sido siempre una persona sana y fuerte, habituado a la soledad y a los trabajos rudos del campo, se resiste a consultar al médico del pueblo. El hijo quisiera ser capaz de convencer a su padre de que se vaya a vivir con él a la ciudad, arreglar la casa y seguramente venderla. Confía en que un tratamiento adecuado hará que recupere su salud. Sólo que la muerte irrumpe para dejar inconclusa la última conversación que pudieron haber tenido. Esto sucede en "Sillón verde" y define el tono narrativo que está presente en los dieciocho cuentos breves que integran Bichos muertos, primer libro del Licenciado en Psicología y profesor universitario Gustavo García Garabal. Temáticamente ligados por la vida rural, los distintos narradores operan como una memoria que busca rescatar el momento específico que desencadenó una determinada circunstancia, ya sea un accidente fatal, un secreto,una travesura de la infancia. La vida de campo no es un mero contexto ni mucho menos una excusa para resaltar los progresos de la ciudad, sino justamente todo lo contrario. “Durante muchos años, cuando llegaba enero, subía al colectivo cargando una valija colorada, mi viejo me saludaba desde la estación y partía para la casa de mis tíos en el campo. En esos veranos junto a mis primos viví todas y cada una de las experiencias propias de la vida de campo. Los caballos, la hacienda, el nacimiento de un ternero, la muerte de un animal, los trabajos con las máquinas. Los días de lluvia mirados desde la galería, el olor a buñuelos de manzana, las noches cerradas y los días de sol. Los primeros bailes en algún salón del pueblo, una piba de la cual era imposible no enamorarse, asados y sobre todo algo que me apasionaba, escuchar las anécdotas, las historias de los hombres que trabajaban a nuestro lado. Esas historias contadas en las pausas del trabajo mate de por medio me colocaban frente a experiencias crueles, dolorosas y en otras de profundo amor”, dice García Garabal.
“En el cuento 'Agua', por ejemplo, aparecen esas imágenes desoladas de hombres tratando de salvar lo poco que les queda y esa historia seguro tuvo su origen en algún relato escuchado luego de un trabajo con los animales. 'La Mora' es un cuento de entendimiento y amor entre un jinete y su caballo tantas veces visto por mí en esos paisanos. En el campo descubrí una sensación de libertad nueva, diferente a otras pero no sin angustias. La inmensidad del lugar y esa sensación de espera, de pausa que me acompañaba seguramente por la ausencia de urgencias tan propias de la ciudad”.
Gustavo García Garabal recuerda que los cuentos que integran Bichos muertos son producto del trabajo realizado en los talleres de escritura, primero con Félix Bruzzone y luego con Silvina Gruppo a lo largo de cinco años. Ante la pregunta de cómo convive en él su formación académica con la escritura de ficción, responde que es importante entender la relación existente entre la interioridad, invisible, y la exterioridad de la escritura en ese pasaje que se opera gracias al lenguaje. “En mi caso tuve que realizar un trabajo arduo, despojarme de todo lenguaje psi, de todo afán interpretativo y de toda intención de querer convertir un cuento en una sesión de análisis. Es complejo de explicar, pero creo que la estructura de un cuento surge y se despliega en la escritura misma. No hay cuento antes de su escritura, por lo tanto las historias escuchadas o las vividas no constituyen un cuento. Escribir un cuento es contar una historia, nada de explicar, de teorizar o interpretar. Es simplemente contar una historia y dar muestras de un recorrido único que se manifiesta quizá en un pequeño detalle. Siempre estamos asistiendo a historias que podrían haber terminado de mil formas”.
Esos detalles, en el caso de Bichos muertos, se materializan en un deliberado trabajo sobre la elipsis o en la contundencia de un mínimo diálogo. Así ocurre, por ejemplo, en “Carneada”, donde el narrador recupera un día de su infancia y se le mezclan dos momentos con la misma intensidad; por un lado, la primera vez que vio carnear un chancho y por el otro un instante decisivo que da origen al secreto y la complicidad forzada en el momento en que entra al galpón en busca de leña y descubre a su tía Lola con Rogelio, capataz y amigo de su tío de toda la vida. Son las palabras finales de la tía Lola, poco antes de que el sobrino se vaya a dormir, lo que resignifica el desenlace sin forzar ni buscar en absoluto el efecto sorpresa. En Bichos muertos la vida de campo es por momentos dura y abnegada, a veces cruel y fatídica, se puede trabajar duro y perderlo todo en una inundación o morir en una madrugada de caza por un accidente; pero en ese sentido no hay grandes diferencias con los habitantes de las grandes urbes, tal vez mucho más violenta y desleal, competitiva y desconfiada, tan alejada de la tierra. En estos cuentos no hay espacio para los latifundistas, sino para gente sencilla aunque no despojada de sabidurías y miserias.
Bichos muertos está lejos de enmarcarse dentro de la tradición de la literatura gauchesca, pero inevitablemente refleja cierta condición de origen, sobre todo en los pasajes que hacen hincapié en ciertas integridades que hacen a la solidaridad, por ejemplo, o a la amistad como aquello de Cruz y Martín Fierro en el momento exacto en que dijo aquello de no poder consentir que se mate así a un valiente.