“Los sufrimientos experimentados en su infancia y su juventud, como persona y como hombre negro, fueron seguramente suficientes para inducir en él una gran amargura, odio, distorsiones que lo hacen escapar de la realidad. Sin embargo, nunca se ha dado por vencido. Es dolorosamente consciente de sus sentimientos y quiere desesperadamente curarse”. Esto se lee en la contratapa de The Black Saint and the Sinner Lady, disco de Charles Mingus editado en 1963. No lo escribió un encumbrado crítico musical, como convendría a la edición de lo que enseguida se consideró una obra maestra, sino Edmund Pollock, psiquiatra de cabecera de Mingus.

Se cumplen 100 años del nacimiento de Charles Mingus, el oxímoron más precioso que produjo el jazz.

Contrabajista, pianista, compositor, arreglador, director, arquitecto de improvisaciones, líder carismático. O también Menos que un perro, como tituló a su desaforada autobiografía, publicada en 1972, el relato que con la potestad de lo inverosímil da cuenta de una vida vivida al filo de la lucidez, entre la angustia, el júbilo, la música y su desprecio por el otro.

De carácter difícil e imprevisible, inadaptado hasta la psicosis, exhibicionista e ingenuo, patológicamente incapaz de controlarse, infantilmente contradictorio, honesto como pocos, brutalmente sincero y muchas veces ingrato, Mingus fue uno de los grandes músicos del siglo XX. Como contrabajista mostró recursos extraordinarios, aunque seguramente hubo mejores. Pero pocos compositores se arriesgaron, como él en su tiempo, hacia territorios musicales tan complejos. Fue un innovador insaciable y al mismo tiempo un conservador atávicamente ligado a la tradición afro-americana. Sus fuentes declaradas fueron la música de la iglesia -la única que su madrastra le permitía escuchar en casa-, Charlie Parker y Art Tatum. Y Duke Ellington, por supuesto, por cuya orquesta pasó fugazmente a comienzos del ‘43.

El resto fue pura intuición y ambición. Entre la soledad y la originalidad, su música fue un puente majestuoso entre las dos grandes revoluciones del jazz moderno: con su virtuosismo instrumental y su espontaneidad feroz prolongó el bebop; a través de sus improvisaciones colectivas, y el compromiso social con los negros de Estados Unidos, anticipó el Free jazz.

Zafar sin olvidar

Nació en 1922 en la base militar de Nogales, Arizona, y pasó su infancia en Watts, aquel suburbio negro de Los Ángeles donde en 1965 se desencadenó una de las más violentas revueltas raciales de la historia norteamericana, todavía recordada por la consigna callejera: “Burn, baby, burn”. Hasta entonces, lo único que había ardido en aquel barrio marginado eran las esperanzas de generaciones condenadas a la pobreza.

Mingus eligió la música para tratar de zafar, pero sin olvidar: la causa por más derechos de los afroamericanos fue su causa. “No soy lo bastante blanco para dejar de pasar por negro, ni bastante claro para que me llamen blanco. Pero yo me declaro negro”, decía en su autobiografía, donde también sin demasiadas explicaciones declaraba su ascendencia china, inglesa y afroamericana por parte de su madre -que falleció cuando él tenía pocos meses-, y sueca y afroamericana por parte del padre, sargento del Ejército.

Su primera elección musical fue el trombón, que enseguida cambió por el violoncello. Más tarde, su amigo Buddy Collette lo animó para que se decidiera el contrabajo, más usado en las orquestas de jazz. “Sos negro. Por más virtuoso que seas jamás lograrás hacer nada con la música clásica”, le argumentó. Tenía 17 años.

Ajeno y fugaz

La carrera profesional de Mingus comenzó en 1940, en la banda del baterista Lee Young (hermano de Lester), cuando todavía no despreciaba el término “jazz” pero ya se mortificaba si lo llamaban “Charlie”. Pasó por las orquestas de Illinois Jacket, Lionel Hampton y Louis Armstrong y se destacó como contrabajista del vibrafonista blanco Red Norvo, hasta que este prescindió de sus servicios, porque en televisión no se permitía la actuación de bandas interraciales. Otra vez mortificado, en 1951, con casi treinta años, Mingus se trasladó a Nueva York. No era fácil para un californiano ya crecidito entrar en el ambiente del jazz neoyorquino, por lo que en lo inmediato su fuente de rédito más importante fueron dos jóvenes mujeres -su primera esposa y la amante de ambos-, que patearon la calle para él.

El mismo espíritu emprendedor lo llevó a fundar, junto al baterista Max Roach, un sello discográfico propio, Debut Records, otra manera de protegerse de la estafa de los productores blancos. Ahí, entre editó, en 1953, el disco que sería el último gesto vital del bebop: Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell, Roach y él mismo, en vivo en el Massey Hall de Toronto. Más tarde formó parte del colectivo Jazz Composers Workshop. Con ese nombre lanzó en 1956 un disco con el material que ya había publicado el año anterior como Mood of Mingus, junto a una sesión del pianista Wally Cirillo lanzada anteriormente en el álbum Wally Cirillo & Bobby Scott .

El método Mingus

La idea del workshop, el taller, por sobre la estructura de la tradicional big band, quedaría en las bases del arte de Mingus. Fue ese el espacio material y conceptual que le permitió componer y tocar desde un enfoque más amplio, con un alto nivel de arreglos pero sin atarse a las partituras y poniendo la improvisación abierta y la expansión de la forma en el centro del método creativo. Esa idea de taller donde se podían trabajar los más diversos materiales le permitió odiar, con esa mezcla de rabia y misericordia con la que él odiaba, el término “jazz”. Y también reivindicar, con esa mezcla de amor y rabia que volcaba en sus luchas, al blues, raíz incontrastable de su obra.

Un monumento como Pithecanthropus Erectus (1956), su primer disco importante, no podía no ser producto de esa idea. Allí, con el pianista Mal Waldron y el saxo alto de Jackie McLean, entre otros, plasmó una música vibrante, angustiada y expresiva, un poderoso y fecundo instante entre pasado y futuro. A la variedad y complejidad que el jazz mostró en 1959, con las ediciones de Kind of Blue de Miles Davis, Time Out de Dave Brubeck y The shape of jazz to come de Ornette Coleman, entre otros, el contrabajista contribuyó con Mingus Ah Um. Ahí está “Fables of Faubus”, un blues que interpela al gobernador racista de Arkansas, Orval E. Faubus, que en 1957, a golpe de cachiporra, mandó a impedir la “integración racial” de nueve muchachos negros en la Central High School de Little Rock.

Siguieron otros discos excepcionales: Mingus Dinasty (1960), Tijuana Moods (1962), The Black Saint and the Sinner Lady (1963), Mingus Plays Piano y Mingus at Monterey (1964), entre otras pruebas brillantes de genio, sacudida y compromiso. Agobiado por dificultades sociales, materiales y familiares, a mediados de los ’60 Mingus desapareció de la escena, dejando además de una música formidable y única, el largo anecdotario de un tipo jodido. Genial, pero jodido.

Hacerse a golpes

Se peleaba con todos. Siempre. En la orquesta de Ellington, a la que entró con 21 años, duró dos semanas: fue echado por el mismo Duke, que tuvo que separarlo de la pelea que, daga en mano, sostuvo en el escenario con el trombonista portorriqueño Juan Tizol. Ya famoso, durante una actuación en Londres, disgustado por cómo estaban tocando, Mingus fue sucesivamente despidiendo del escenario, incluso con empujones, a cada uno de los músicos de su quinteto hasta quedar solo.

Otra vez, en Filadelfia, también sobre un escenario, le voló un diente de una piña al trombonista Jimmy Knepper. Ya maduro, se jactó de alguna vez haberle dado “su merecido” a Miles Davis. Esas y otras formas de violencia, entre el rencor y la rebelión antisistema, de alguna manera se habían sublimado en una música de una extraña plenitud, que con idéntica eficacia podía tensarse hacia inéditos laberintos armónicos y rítmicos o distenderse en una balada edulcorada al borde del kitsch.

En los ’70 reapareció. En 1974, con un quinteto en el que estaba el pianista Don Pullen, grabó Changes One y Changes Two y en 1977 Cumbia & Jazz Fusion, un arrime algo hollywoodense a la música colombiana, donde está además la música que había compuesto para la película italiana Todo modo. En 1977 se le diagnosticó una esclerosis amiotrófica lateral y poco después dejó de tocar el contrabajo. En junio de 1978 se celebró un concierto en su honor en la Casa Blanca: emocionado, sobre una silla de ruedas, lloró ante el elogio del presidente Carter. Pasó los últimos meses de su vida en México, al lado de Sue, su última compañera, con quien se había casado en 1966 en una ceremonia budista presidida por Allen Ginsberg. Murió en Cuernavaca en la víspera de Reyes de 1979. Tenía 56 años. Sus cenizas, así lo había pedido, fueron esparcidas en el río Ganges, lejos de Estados Unidos.