En 2022, el más pequeño de los países de América, El Salvador, ha vuelto a entrar en la escena del performance autoritario. Esta nueva deriva, empero, solo se entiende, si se hace un recuento básico de su trayectoria histórica reciente.
Después del fin de la guerra, en 1992, El Salvador parecía que iba a levantar cabeza o al menos era posible imaginar que lograría atajar algunos de los desequilibrios estructurales que lo venían quebrantando desde el siglo XIX.
Sin embargo, al cese de hostilidades solo siguieron una tímida reforma política institucional, una frágil amnistía general y una pequeña redistribución de tierras (3 manzanas en promedio para cada excombatiente), y ya. Así entró a la paz El Salvador.
El movimiento guerrillero no fue derrotado, aunque tampoco accedió, como producto de las negociaciones habidas, a cuotas de poder político. La exguerrilla hubo de ganar su piso electoral.
Todo aquello era precario, pero viable. Entonces, los grupos de poder prominentes del país, una vez esquivado el obstáculo de la confrontación político-militar, se lanzaron al achicamiento del Estado al imponer privatizaciones que lograron ese cometido. Esos recursos ya privatizados fueron a dar a manos de los que siempre habían tenido el poder económico en El Salvador.
En lugar de buscar escenarios para la redistribución de la riqueza, lo que tuvo lugar desde 1992 en adelante fue una desbocada dinámica de profundización del capitalismo salvaje.
Los procesos de corrupción estatal, de diferente tipo, continuaron siendo moneda corriente.
La fuerza político-electoral que provenía del movimiento guerrillero, poco a poco fue ganando terreno. Y en 2009 ganó las elecciones, la presidencial y la de diputados y de concejos municipales. Una nueva correlación de fuerzas se había concretado.
La expectativa era inmensa. Entre julio y diciembre de 2009 El Salvador vivió un momento de posibilidad histórica. Pero, ahora se sabe, todo se vino abajo. Porque en paralelo (y en el más absoluto secreto), el llamado gobierno del cambio, que tenía la mesa limpia para hacer un giro estratégico y modificar el curso errático del país, comenzó a replicar las prácticas corruptas de los gobiernos anteriores.
El dato de que dos expresidentes de la república se encuentren exiliados en Nicaragua (y también un puñado de exfuncionarios en ese y en otros países) y sometidos a apremios fiscales y judiciales diversos da la medida del deterioro de esa fuerza política otrora progresista.
Diez años de gobiernos ‘del cambio’, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional —FMLN—, no trajeron, además, ningún cambio sustantivo.
Y es aquí donde nace la frustración que llevó a encumbrar, por vía electoral, en el poder estatal al agrupamiento amorfo encabezado por Nayib Bukele, actual presidente de El Salvador.
Pero Bukele no era un outsider, sino un militante del FMLN, ex alcalde de un municipio periférico a la capital San Salvador.
En un rocambolesco proceso de expulsión del FMLN (que tenía visos de montaje publicitario), Bukele terminó siendo candidato presidencial para las elecciones de febrero de 2019 por parte de un partido político de dudosas credenciales cívicas llamado GANA, y es así como su movimiento denominado Nuevas Ideas vació su caudal en la casilla de GANA, vagoneta de última hora.
El estrepitoso derrumbe electoral del FMLN se explica por la masiva migración de votantes desilusionados por el cambio prometido en 2009 que nunca llegó. Aunque hubo fugas de votantes desde el corredor conservador del espectro político, es la ciudadanía insatisfecha y acicateada por una campaña electoral incisiva, mordaz y certera, y que antes votó al FMLN, la que blindó a Bukele. Dicha campaña, basada en la corrupción y el descrédito de los partidos políticos, es la que permitió la espectacular victoria electoral de Nayib Bukele en 2019.
De nuevo, como en 2009, la mesa estaba servida para lograr un giro estratégico para El Salvador. Y una vez más, el camino, rápido, se torció.
En casi 3 años de gobierno no hay visos de intervenir sobre los seculares problemas estructurales de El Salvador.
Es cierto que la emergencia sanitaria por la covid-19 ha complicado muchas cosas, pero también ha mostrado la pátina autoritaria del nuevo grupo de poder encabezado por Bukele.
El "régimen de excepción" implantado hace unas semanas, es un sustituto de las medidas represivas directas que tendría que materializar este grupo de poder, porque está entrando a una zona de turbulencia económica. El pago de la deuda pública tendrá, para 2022, una asignación de $1430,6 millones, la segunda más grande del presupuesto, $40 millones inferior a la de Educación. Si la insatisfacción ciudadana estalla en las calles, el actual esquema de dominación se fracturaría. Y si a esto se suma el peligroso expediente de la pronta proclamación de la reelección de Bukele, pues el ambiente tenderá a crisparse.
El "régimen de excepción" es una medida preventiva. En apariencia se trata de meter en cintura a los miles de pandilleros que pululan en los espacios urbanos del país, que están articulados en redes criminales (asesinatos, narco menudeo y extorsión económica a comerciantes). Hasta este momento hay un poco más de 12 000 capturados.
Sin duda es una operación "espectacular", pero a la que no le son ajenas algunas preguntas decisivas.
¿Cómo es que este "ejército irregular" de miles de integrantes se ha rendido sin disparar un solo tiro? ¿Tran frágil era? ¿El sistema penitenciario podrá absorber a estos nuevos reclusos? ¿Y cómo se está resolviendo la alimentación y las necesidades básicas de los capturados?
La línea de contención que ahora se ha impuesto contra las pandillas, no hay que dudarlo, tiene un mensaje para el conjunto de la sociedad: nadie puede reclamar nada.
Jaime Barba. REGIÓN Centro de Investigaciones