-Lo que deba ser será, coteja escuetamente El Indio. Vamos por un acantilado de espejos rotos, mampostería colgando al aire dentro de mi Rastrojero en medio de un huracán del sur, de esos bravos pero con carácter impredecible y como tal puede ser que amaine en segundos o se convierta en una tromba que nos levante por los cielos. 

El Indio mide el aire mojándose el índice. -Imposible saberlo, le grito.

-No creas, a veces se me pegan al dedo rayos invisibles para el resto de la gente y que por el gusto yo cotejo que puede pasar. 

Se lleva el índice a la boca, científicamente confirma: -No pasa nada con este, es de los leves. No termina de afirmarlo que zumban sobre nosotros arrastrados por la furia unos restos de galpones, un Leyland antiguo, dos carros sin caballo y gentes que se esparcen por el firmamento como papelitos sueltos.

-¡La puta que te parió! 

Dejo la chata bajo un frontispicio de la avenida, una antigua garita que tiembla en su raíz de fierros. El Indio se sonríe, todo le da risa. 

-No pasa nada che Colorado, ya va a pasar como todo. Se queda abrazado a sí mismo

-No hay mejor modo que sostenerse bien al piso, che. 

Yo me tiro boca abajo y la tierra húmeda se me mete en la nariz y me cierra los ojos

-¡Ahhhhh!- grito para sacarme el pánico. 

El Indio silba un valsecito. 

En estos momentos me gustaría agarrarlo del cuello y ahogarlo

-Y dése el gusto, si puede y el viento no le molesta- dice susurrándome: estamos cara contra cara. 

Él es adivino y chamán, yo soy el Guía del Desfiladero y nos hicimos amigos allá abajo en La Contienda, el lugar para refugiados hasta que cansados del encierro y el miedo decidimos salir a la aventura de morir o vivir.

-Esa es la historia, alarga como cerrando mi pensamiento. 

Tener uno que te lee la mente es insoportable, prefiero a mi suegra, le digo. 

-¡Chiste antiguo! 

Lanza una carcajada y no sé cómo, pero logra encender un cigarrito que arma con una mano mientras que con la otra se aferra al parante 

 -Soy amigo del viento, che Colorado, por eso me permite prender este tabaquito. Tirale un beso al viento que vas a ver que se amilana y se calla, dale.

-La puta que te parió con tus besos.

-Está enojado con vos por eso la furia, dale, hacele un mimito. 

En ese instante cae delante nuestro una casilla de diarios con su vendedor adentro destripado.

-Que cagada ver la gente morir, ¿no chamigo? ¿Tiene miedo, hombre? 

Hace mucho que esperaba que me preguntaran por esto así que tengo la respuesta preparada.

-No es el miedo a morir sino la bronca que me daría porque todavía no hice muchas cosas importantes.

-Morir es una cosa importante.

-No me venga con pavadas-debo responder rápido para que no me adivine el pensamiento-. 

-¡Y pare al viento de una buena vez¡ 

-No, no así no es la cosa: usted debe respetar la Tierra y como le dije, besarla. 

Entonces hago algo impensado: apoyo mis labios en el cemento y al instante cesa el rugido. Lo miro con los ojos abiertos: él se sonríe y da una profunda seca de satisfacción.

-Vamos, dele arranque- y señala el Rastrojero que está cubierto de hojas que parece enterrado en la selva.

-Vamos, metale para debajo de la colectora que ahora que se ha reconciliado con la Tierra, le voy a entregar su premio, dele, dele, baje por la cuesta. 

Esquivo unas personas tiradas, elijo el camino menos desventurado y desciendo. No quiero ni mirar lo que veo y que ni puedo describir. 

Ahora la noche se ha puesto suave como un buen sueño, hay faroles aún bamboleantes y voy con los focos del Rastrojero despacio eludiendo cosas tiradas, bultos. El Indio se ha adormecido contra el vidrio y parece que ronca. Lo miro como la primera vez: me recuerda a alguien entrañable, mi tío, a algún pescador de la costa, a algún gaucho, a mi papá, a mí mismo si lograra envejecer en salud. Es un espíritu viejo que se ha aproximado a mí por algo.

-Pare acá, gringo, ahí adelante- dice señalando con los ojos cerrados.

-En la casita rosada. 

-Vaya, golpee con las manos que lo van a atender. Usted debe algo que la Tierra le va a sacar o le está tironeando ahora. No sé si entiende, como sea, Colorado, vaya y pórtese como todo un hombre y nos despedimos acá mismo. Me dijo que no tiene miedo, pues demuéstrelo ahora: salga, bájese y confíe en algún dios si tiene alguno. 

Se ha puesto serio; su cara de mapuche tiene refuerzos en un bordó oscuro como si de pronto todas las sangres del mundo se le hubiesen derramado en su facha. Bajo, camino hacia la casita y detrás mío con un breve ronquido se despide mi Rastrojero al mando del Indio que se va mirando fijo hacia el norte de un azul cerrado. Sin que toque la puerta me abren desde adentro. 

Lo que vino después, como los muertos y las hazañas, como ciertas poesías intrincadas, como ciertos combates, no se pueden describir y menos aún escribirlos. Solo recuerdo una cama tendida, una paz en mi camisa abierta que la mujer me fue desabotonando murmurando un arrullo que me llenó los ojos de lágrimas. 

Hace mucho, desde que nací que quería llorar así. Esto, esto era entonces, había llegado al confín de no sé dónde y toda la vida sabía que había esperado por encontrarme acá, sin paredes, solo un velador cubierto de un paño, la mujer de la voz y mi descenso a la llanura de una cama y el cuerpo ese que intuí oscuro y de un aroma que reunía todos los aromas juntos de mi vida, los naranjos, el barro, el plumaje de los pájaros, mi primera guitarra, un olor de rouge, las ranas cantando en algún lugar, las estrellitas de cuando miraba el cielo por la noches en mi terraza. Vino entonces la voz.

-La Tierra está enojada con vos: hiciste daño, mataste animales cortaste árboles, dañaste gente y caminaste solo creyéndote liviano y puro cuando en realidad estabas infectado de vanidad .Ahora, venga, venga mi chiquito y una dulzura que ya me conmueve al escribir me condujo hacia adentro y me llenó el cuerpo y fui de nuevo un agua, un hombrecito sideral, un trozo de pan mojado, un cuerpo firme y amoroso, una dulzura de cabecita negra cantando en el filo de la libertad de los campos sin arar.

No sé cuando desperté pero cuando lo hice el sol estaba alto y no había vestigios del huracán ni de nada atroz. Caminé entonces hasta dar con este escrito que a la sombra de una higuera que se caía de frutos, con sus leches empecé a garrapatear sobre la tierra que olía a mujer recién lavada con aguas de colonia y de violetas. Alguien pronunció mi nombre, el que tenía cuando era chico y estaba todo por hacerse. Levanté la cabeza y reconocí todo de golpe.

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