Ya tenemos el depósito de los que ya no usamos, no tenemos otra alternativa que cambiarlos, estamos atentos cuando nuevas actualizaciones de las aplicaciones nos van a avisando que pronto llegará el nuestro al cajón de los inservibles. Investigaciones han demostrado que el tiempo de obsolescencia programada no dura más que cinco años. Si el reinado de los celulares ya cumplió veinte años, hemos cambiado hasta ahora, al menos, cuatro celulares.
¿Qué significa este deber como consumidores? No se trata sólo de la vertiginosidad de los adelantos tecnológicos, aunque sí es una de sus características fundamentales en estos tiempos desconcertantes: nunca vivimos tan cómodos y con tantos recrudecimientos de conculcaciones de derechos por una injusta distribución de la riqueza.
Se trata de una nueva acumulación del poder del siglo XXI, ligada a una paradoja: a diferencia de lo que ocurre en la vida social, en la cual minoría es sinónimo de exclusión y represión; en el plano financiero económico político, una pequeñísima parte del planeta tiene tal fuerza que logra hacer pasar sus intereses por los intereses de casi todos y todas. El 1 por ciento se “come” el 40 por ciento de la torta, no debemos chistar, es así sostienen, inexorable como el oxígeno que respiramos.
¿Cómo logran semejante potencia de convencimiento, de elocuencia, de poderío? Si a comienzos de la modernidad, hace cuatrocientos años, fue la idea de progreso la que traccionaba, hoy en tiempos de la era digital se ha aceitado una de las características del poder: su radiación concéntrica. Desde el centro hacia la periferia: las fugas, elipsis, perspectivas van perdiendo conectividad, brillo y riqueza. Al final, lo más alejado, lo desechable, los que apenas pueden abrir la boca o pasar el dedo por su “celular indigente”; las plataformas van expulsando, año a año, a los que no logran cambiar su aparato, volviéndolos inservibles. A los aparatos y a sus poseedores.
Hace siglos, el poder normativizante había que ir a buscarlo a quienes detentaban la coacción y la concentración de las riquezas, luego ese poder había que buscarlo en los cuerpos y cómo transmitían la asimetría de los sexos y la invisibilización entre los pliegues de la cama heteronormativa matrimonial; hoy lo buscamos en el lazo social que propulsa la relación del ser humano con su identidad virtual que se presenta luego de varios filtros en aplicaciones gratuitas y redes sociales. El lazo social no parte de un sujeto y un cuerpo sino de un avatar, “cuerpos” perfilados, filtrados, moldeados por los algoritmos de pocas empresas monetizadas (megacorportaciones cybertecnológicas) que convierten en datos nuestro destino, nuestra vida, nuestros deseos.
Y esos avatares necesitan determinados aparatos y computadoras, que debemos mantener actualizados, nos aseguran (y son fiables) que nuestras fotos, mensajes, datos se pasarán de un celular a otro en cuestión de minutos porque todo está en la nube. ¿Quién no tuvo miedo de perder algo de su “vida” en el cambio de un celular a otro y luego suspiró de alegría al notar que las pérdidas son mínimas y crecientemente sensibles a que pase lo menos posible? Cada nuevo celular implica un nuevo enrollamiento, una nueva vuelta de avatares, perfiles filtrados, emojis que transpiran intentando ser los mensajeros de lo que ya no se llaman respuestas sino reacciones. Y hoy estamos de fiesta porque el cambio de celular fue exitoso, sentimos más oxígeno para los pulmones.
Nuevos avatares, perfiles, emojis nos esperan, naturalizando, haciendo olvidar que, al final del túnel visual del panóptico digital, está nuestro cuerpo que respira, dejado en alguna habitación que debe ser tuyo, mío, el nuestrx. Ese cuerpo, lugar otrora privilegiado de miradas, recibe todas las radiaciones nocivas de estos tiempos: las enfermedades psicosomáticas y caracteropatías del ánimo que lo llenan de ansiedad y compulsiones varias. Los cuerpos son el resto, lo que queda de la operación de la concentración de la acumulación neoliberal feudal digital.
Somos las repetidoras humanas de una viralización que necesita nuestro “pasar el dedo” (escroleo) y luego nos olvidan hasta la próxima. Pasar posteando todo el día, intentando que esa caída sea breve y que vuelve la subida al ser mirado y “likeado”. Se espera que digas en pocas palabras tus deseos y que a pesar de las restricciones de movimientos y las limitaciones de tu condición, hagas pública en redes tus tres deseos que se cumplirán como profecías autocumplidoras, y luego aceptes caer en el olvido hasta que vuelvas a subir, subibaja infantil, montaña rusa adolescente.
En el alza, algunos slogans tienen más fuerza que un sermón, han calado hondo en la subjetividad de la época: “sólo hazlo”, “creer es poder”, “no hay límites mientras que te los propongas”. En la baja, nos agarramos a la superficie pulida del celular como tabla de salvación: ver las historias de otros, reaccionar de la peor manera, viralizar historias que calumnian, divertirnos de los memes que muestran cómo es la cosa.
Un efecto ligado a los algoritmos (y su propensión de averiguar a quienes importás más y qué consumirás) es la producción de los llamados efectos burbuja. Una palabra que se volvió significativa en épocas pandémicas refiriéndose a “círculos cerrados” con personas familiares, y esto acontece en lo digital; nos encierran dentro de burbujas sesgada por pocas variables. Las burbujas engloban a pocos y pocas, a los que se nos parecen, a los que suben y bajan parecido, a los se nos parecen, cómo crecen y sobre todo cómo caen y explotan.
Las burbujas son significantes, tienen variados sentidos en nuestro siglo XXI. Generan agrupamientos de elementos “extensos” ligados a lo familiar y a la manera de soportar los vaivenes de la subida y bajada pero tienen otra característica fundamental: explotan por el lado más frágil, por el lugar más expuesto. Volviendo a la paradoja de la minoría y la mayoría, la minoría sabe de ese juego y salen antes de esa tremenda explosión, y ahí quedarán las mayorías, aguantando las pestes del planeta. Serán acompañados en el sentimiento de aquellos que han zafado por poco pero esa “maldición” del caído despierta en un primer momento mensajes de aguante para luego ser dejado en una silenciosa ignominia y soledad. (Soledad en tiempos de la hipercomunicación es sentida como espada que nos atraviesa como en una batalla de la edad media).
Lo concéntrico del poder replantea la noción de mercado, no se trata de que los monopolios y los oligopolios sean una de las “depravaciones” del capitalismo sino, todo lo contrario, son sus características fundamentales. No se trata de que el sistema no funciona sino que la concentración cada vez más obscena es estructural. Y el lazo social tiene esas limitaciones, los seres humanos van alejando sus cuerpos, perdiendo influencia unos con otros y en el centro, las múltiples pantallas tratan de “cambiar” nuestros enormes miedos y angustias.
Ante cada nuevo cambio de celular, cada vez más inteligente, se actualiza la pregunta de si somos nosotros los que los cambiamos a ellos, o son “ellos” quienes nos cambian a nosotros. No temamos la respuesta. Este siglo nos enseña que debemos sacarnos el lastre de encima, antes de que te quedes con un celular viejo, cambialo, hacé el esfuerzo, cualquier cosa antes de quedarte con un problema irresoluble.
Tendrás mejor celular, mejores amigos, mejores subidas. Te sorprenderás, tendrás cámara más sensible, más memoria, más rapidez, pero sobre todo la constatación de que seguís en el juego, podrás avisar por las redes que ahora estás contento con el celular nuevo y descubrirás que un emoji especialmente diseñado por el celular con tu cara te dará la bienvenida. Y lloverán miles de salutaciones y likes que compartirán las alegrías y las emociones de que cambiaste, que ahora sí podrás sentirte por más tiempo dentro de los que se sienten como nunca, con la promesa de no tener tantas caídas.