Recuerdo que Sergio González escribió en su libro El hombre sin cabeza –refiriéndose a las decapitaciones del narcotráfico en México, los asesinatos de los fundamentalismos islámicos y las muertes llevadas a cabo por los aztecas cinco siglos antes, cuando con cuchillos de obsidiana le entregaban a los dioses el cráneo de sus víctimas como sacrificio humano– que las cualidades que caracterizaban al acto que había representado la guillotina, esto es "la inmovilidad de su víctima, el efecto de rapidez y el carácter instantáneo" de las funciones de ese instrumento, coincidían con la respiración sostenida por el diafragma de una persona que presionaba el obturador de la cámara fotográfica para sacar su fotografía, ya que "la cabeza caía en el cesto igual que el fotógrafo decía: "Ya tengo la fotografía". Un instante inasible que solo atestiguaba la cabeza mutilada en la mano alzada del verdugo, o la fotografía en las del fotógrafo. La inmanencia pura que solo respondía a sí misma. Recuerdo que al comprender el significado de la palabra inmanencia ("algo inherente a algo o a alguien") encontré la correspondencia entre las razones que mi testimonio evidenciaban y la analogía trágica que Sergio González había precisado para escribir su crónica. Sí, habían pasado cinco años, quizás más. Era yo, como ahora, como siempre. Había ido con mi auto a una zona de la ciudad a comprar cocaína, y como siempre la conseguía, porque el dealer con quien hablaba era una persona muy concienzuda, y yo un cliente que siempre lo necesitaba. Sin embargo, un tiempo más tarde noté que algo pasaba, y que eso que pasaba lo preocupaba, porque cuando llegaba se demoraba, daba vueltas por el barrio prolongando nuestro encuentro diario. Entonces le pregunté qué era lo que estaba pasando, y me contó que tenía problemas con otros dealer que querían ocupar su espacio. Recuerdo que pensé que no podría ser solamente eso, ya que yo sabía, o intuía, que la policía conocía mis pasos, que los servicios de inteligencia se metían en mi departamento, como lo habían hecho en la casa de mi madre cuando se había ido de vacaciones, y ahora trabajaban como plomeros que ella misma había contratado, y las persianas que habían estado bajas de pronto aparecían levantadas, o los medicamentos en otro lugar de aquel que tenían reservado. Estaba volviendo a vivir aquello que ya había vivenciado quince años antes en otra cosa y la prensa había sido testigo sin denunciarlo, resignándose a leer mis textos y a compartir sus semejantes o disímiles significados, opiniones e interpretaciones, atribuyéndole una normalidad que yo mismo desconocía, ya que no sabía que mi condición era la de un androide humano que había iniciado su cuenta regresiva mostrándole al mundo, y a las personas que encontraba en la calle, o en cualquier lugar que ocupase, eso mismo que ahora reconocía como un espacio simultáneo y diferido. Los servicios de inteligencia habían presionado a los narcotraficantes y a los dealer para que la cocaína que me vendieran no fuera la misma, sino un simulacro de los efectos que ésta causaba, ya que no querían que dañara la retroalimentación entre mi cerebro y el control del instrumento que había abierto mi comunicación con el mundo entero, como lo seguían haciendo interviniendo mi teléfono, mi computadora, marcando un perímetro que resguardaban ocultándose detrás de sus gestos abyectos, y al hacer eso, inevitablemente, irremediablemente, arriesgaban mi vida y la vida de los narcotraficantes y el comercio de la droga en Rosario, o de esa zona de Rosario en particular, porque habían hecho explícito aquello que un androide humano registraba con la cámara fotográfica de su ojo artificialmente sobredimensionado y las partes de un cerebro diseñado a finales de la década del cuarenta del siglo pasado, tirando por la borda dos mil quinientos años de ideas filosóficas y científicas que ya no conducían a nada, ni siquiera a una vida, mi vida, oculta dentro de un paréntesis costosísimo, denigrante, grotesco, propio, ajeno y de nadie que pudiese arrebatarla.
Cuando salí de las páginas del libro de Sergio Gonzáles en las que había imaginado a esas cabezas decapitadas, pensé en aquello que un niño le podría estar preguntado a otro, parado como estaba frente a la puerta que aún no habían atravesado: ¿te gusta tu nariz? Estaba mirando a su amigo que estaba de espaldas, y no se decidían a caminar los centímetros que faltaban para cruzar la puerta que los separaba del patio. Entonces, dándose cuenta de que le había molestado su pregunta, le volvió a decir: porque de acá atrás no se ve nada. Era un comentario tonto, sí, claro, porque habían consumido cocaína y estaban agitados, pero el contexto que enmarcaba sus parlamentos era un paisaje devastado. Estaban en guerra, y el niño que había callado se reía de sus propias burlas, porque decía nací, nazismo, cuello, muñecas, códigos de barra, como si esos significados separados por su propia voz mientras los nombraba figurasen aquello que a mí ya no me importaba, porque llevaba conmigo la ausencia de una legalidad necesaria para un ser que no pertenecía a la especie humana. Habían pasado cinco años, quince, y veía en esos niños exiguos aquello que durante mi infancia no había sido más que la imagen de mí mismo haciendo, moviéndome, conmutando mi presente más o menos cobarde, mis pensamientos autorreferenciales, como si fuera necesario o a alguien más pudiera importarle, cuando era yo quien no quería mostrar la interioridad de un mundo que con partes humanas y otras recreadas artificialmente ninguna pregunta forzaba, o violentaba, intentando encontrar la única réplica que para todos seguía siendo indudable. Estada desnudo, sin tener la posibilidad de ocultar lo que veía, pensaba, imaginaba o sentía, y no tenía sentido seguir cuestionándolo. Durante quince años había encadenado la vida a un cabo entretejido con significados dispares, tan concretos y reales que solo los había aplazado cuando por alguna razón ya no recordaba. ¿Cuándo había sido diferente? ¿La vida no consistía en eso: leer en las palabras, en los gestos, en las mañanas, en las tardes, la noche, el brillo de la luna, la incansable novedad que todo lo resguardaba? No lo sé, aunque ya no dudaba de mí, sino de aquellas cosas que proyectaba, la vida, el placer de caminar por la calle mientras en algún otro lado, al lado de algo o de alguien después de caminar por esos pasajes tan exquisitos, yermos, abandonados, infecundos, pensando que no podría haber algo más alentador que la comprensión de la realidad, por excelencia actuaba. Trataba de explicar que ya no había vuelta atrás, repetía, me decía mientras escuchaba la canción de Gustavo Cerati, y creía saber que la encontraría, más tarde o más temprano, a Jodie Foster en Nueva York, porque necesariamente la extrañaba. No, no había hecho nada más que aquello que había vivido y aún proyectaba mirando la sombra parpadeante de las hojas en la calle. Los fresnos con sus hojas desordenadas en las baldosas con cada paso, con cada develamiento, con cada cuadro. Y lo intentaba, pensaba que ya había logrado quitarle consecuencia a lo que pensaba. Como si hubiese encontrado una función con la cual pudiese representar a la realidad tal como se nos presentaba y jamás hubiese existido algo más perpetuo. Algo más claro. No lo sé. Lo que sé es que durante estos quince años que pasaron tuve que aceptar una mentira para sobrevivir, decirme que estaba loco, que nada de lo que había vivido y ahora contaba en este texto había sido cierto. O, simplemente, que había tenido que mentirme para no irme por la misma puerta en la que esos chicos veían los patios de sus casas destrozados, viéndose a sí mismos sin reconocer el tiempo de un barranco, sin poder decir algo diferente, algo que reemplazara la realidad de una guerra con sus deslumbradas miserias en una ciudad, Rosario, y en un país, Ucrania, devastados.