Las tasas de delito urbano están correlacionadas con los niveles de desigualdad social. Esa estrecha vinculación es acreditada por diferentes estudios realizados en diversos países. Los trabajos académicos coinciden en señalar que la inequidad es la principal causa de “inseguridad”, muy por encima de otro tipo de variables económicas (pobreza, desempleo, PIB per cápita). Los índices delictuales crecieron muy fuerte en la década del noventa. 
Los economistas Ana María Cerro y Osvaldo Meloni sostienen en Distribución del Ingreso, Desempleo y Delincuencia en la Argentina que “en 1980, la Argentina registraba una tasa de 81,5 delitos por cada 10.000 habitantes, mientras que en 1997 esa tasa alcanzaba los 230 delitos por habitantes, lo que implica una tasa promedio anual de 6,3 por ciento. Si consideramos el subperíodo 1991-1997, el crecimiento promedio anual de la tasa de delincuencia pasa a ser del 7,4 por ciento, lo que implica una aceleración de ese fenómeno”. La conclusión de Cerro y Meloni, apelando a un análisis econométrico, es que la tasa de criminalidad aumenta un 3 por ciento ante una suba del 10 por ciento en la desigualdad del ingreso.
El sentido común haría suponer que la tendencia es inversa ante un retroceso de la desigualdad. Sin embargo, la cantidad de delitos no decreció a pesar de la mejora distributiva registrada en los últimos años. 
La mayoría de los sondeos de opinión continuó reflejando a la “inseguridad” como una de las principales preocupaciones ciudadanas. En esa línea, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, difundió que la tasa total de hechos delictivos creció un 4 por ciento entre 2003 y 2015. 
La corrección de esos datos es materia de debate. El manto de sospecha que alcanza a todas las estadísticas públicas incluye a las difundidas por el Ministerio de Seguridad. La medición del fenómeno es, de por sí, bastante compleja.
La percepción social es que se viene incrementando la cantidad de delitos. La tendencia ha sido similar en otros países latinoamericanos como, por ejemplo, Uruguay, Brasil y Bolivia. La explicación a esa paradoja (mejora social-económica-incremento del delito) no puede ser monocausal. Avanzando en el análisis, el sociólogo Gabriel Kessler sostiene que “el propio crecimiento y la reactivación influyen: disminuye la privación absoluta pero puede incidir sobre un incremento de la privación relativa, en cuanto hay más promesas y deseos de consumo y más circulación de bienes. Este mismo mercado expandido genera demandas que indirectamente pueden incidir sobre determinados delitos a su vez que implica un nivel de circulación de bienes y personas que multiplica los blancos de delito”, escribió en ¿Disminuye la desigualdad  pero no el delito?, publicado en Voces en el Fénix N° 51. 
El investigador del Conicet agrega que en casi todos los países desarrollados se advierte un aumento de los hurtos de bienes tecnológicos de cierto valor y poco peso y volumen (netbooks, iPhones, iPads, tablets). “En el caso argentino y en particular en la CABA, consideramos que en los últimos años el crecimiento económico propició la mayor circulación de bienes tecnológicos, el parque automotor sigue creciendo sin cesar y el turismo conoció un crecimiento exponencial. En tal contexto, las oportunidades de delito se incrementaron, lo que gravita en la perdurabilidad de tasas altas de robos y hurtos en la vía pública. El incremento de la venta de autos, por ejemplo, tiene como subproducto el florecimiento de la venta de repuestos, que, a su vez, genera una demanda por piezas robadas, dado el alto costo de las nuevas. El interrogante está planteado, sin duda las respuestas que podamos dar a este problema serán centrales también para pensar políticas innovadoras respecto de la relación entre desigualdad y delito”, concluye Kessler.
La aplicación de programas político-económicos excluyentes profundiza esos problemas. “La abundancia del rico excita la indignación del pobre imprudente, y la necesidad y la codicia le impelen a invadir las posesiones del otro”, advertía Adam Smith en 1776.

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