--Acá hay que tener paciencia --dice el pescador apenas subimos a la lancha.
El piso se mueve suavemente bajo mis pies, hago equilibro y nos sentamos de espaldas al volante mientras nos alejamos del puerto.
--¿Es la primera vez? --pregunta.
--Yo pesqué de chica, él nunca.
Él es mi hijo menor. Llevamos agua y abrigo para las tres horas que tenemos por delante.
El pescador me dice que maneje mientras prepara las cañas. Volanteo exageradamente a un lado y al otro para mantener la lancha derecha, como manejando un autito chocador, pero la lancha va plácida por el medio del lago en dirección a una isla en la que no bajaremos.
El pescador nos da dos cañas. La mía va a pescar en profundidad, la de mi hijo en la superficie. Pienso en ese libro de David Lynch que empieza diciendo: “Las ideas son como los peces. Si quieres pescar pececitos puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas”.
Mi hijo lleva la caña encima, esperando sentir el tirón en la mano, yo la miro desde el banco. La lancha no se detiene, va despacio mientras las líneas danzan en las oscuridades del Nahuel Huapi.
--La trucha da un tirón y hay que devolverle el tirón --explica el pescador. Un diálogo mudo.
--¿Si pescan se la van a llevar? --pregunta.
-¿Se puede? Nos habían dicho que no.
--Sí, se puede.
Mi hijo duda. Yo no, somos claramente de otra generación:
--¡Sabés lo que es comer algo que pescaste vos! --le digo.
Mi cabeza empieza a soñar con esa trucha. El pescador cuenta que en noviembre y diciembre es la mejor época del año para pescar porque salen como locas hambrientas a comer de todo después del invierno. En enero y febrero ya están llenas y es más difícil pescar. Las truchas no son autóctonas de Villa La Angostura, son traídas de Canadá y sembradas, dice. Palabra extraña; sembradas, como si fueran plantas.
--Las autóctonas son las percas, pero no se las quiere tanto.
--Nosotros no somos exigentes, nos conformamos con pescar cualquiera --digo con una sonrisa, pero muy en serio.
En la lancha no hay que hacer silencio como nos decían nuestros viejos que había que hacer para pescar. Sin embargo, pescar te pone en un estado contemplativo. Es un estado de hacer y no hacer. En un momento empiezo a rogar en silencio. A San Pedro, dice el pescador que hay que rezarle. Quiero que mi hijo sienta el pique para que se enamore de esta actividad hermosa que lo mantiene lejos del celular desde hace un par de horas.
El pescador dice que para muchos pescar es la terapia. Asiento.
Al rato, empieza con su rezo:
--Truchitas vengan, vamos truchitas, no se hagan rogar.
Mientras miro la caña, la lancha se mueve a velocidad de arrullo.
--No te me vas a dormir --dice el pescador. Intenta mantener la confianza con los chistes.
La tarde está plácida, el sol fuerte, aunque son casi las ocho de la noche. Saco algunas fotos del atardecer y justo en ese momento, el pescador da unas zancadas hacia mi caña, picó. Da el primer tirón y luego me pasa la caña para que la saque. Me siento un poco estúpida pero no hay tiempo de reproches. Apenas noto el peso del animal mientras lo junto y ruego que no se me escape. Intento pasarle la caña a mi hijo para que la saque él pero no quiere.
--Lo pescaste vos, es tu caña.
¡La trucha es enorme! El pescador se mueve rápido, la junta con la red para que no se caiga y la tira al piso de la lancha, la atonta. Luego, me la entrega y dice:
--La foto se saca así, con los brazos estirados para adelante.
Así, la trucha que pesa más de dos kilos, parece más grande aún. Son los trucos del pescador cuyo valor se mide por el tamaño de las piezas sacadas. Así posamos, con una genuina sonrisa infantil en la cara. Cuando más tarde comparta la foto, no me creerán.
--Sí, vos pescaste eso y yo soy Messi --dice mi hijo mayor desde casa.
¡La felicidad que da pescar! De chica pescaba mojarritas o peces más grandes. Mi papá era un pescador de esos que madrugan en pleno invierno para meterse al agua y esperar el pique. Pero en un momento dejé de acompañarlo. La felicidad de la pesca fue reemplazada por el asco que me daba el olor, las escamas, la sangre mientras evisceraba los peces, la ropa de mi viejo llena de olor a humo por los asados compartidos con los amigos y regada de escamas. Como si una sensación hubiera ocupado el lugar de la otra y hubiera anulado a la primera.
En fin, superamos el cuco de la excursión de pesca: volver con las manos vacías. En el libro A la salud de los muertos, Vinciane Despret cuenta la historia de un chico que un día le preguntó a su padre y a su abuelo qué habían pescado y le respondieron “bredouille”, una expresión para decir que volvieron “con las manos vacías”. Él no conocía la palabra, buscó la bredouille en el bolso y como es obvio no la encontró. Sintió una gran decepción. Ahora que es grande quiere ir a pescar con su padre para justamente no volver con las manos vacías y reparar la desilusión de su infancia. La filósofa lo ve como una muestra de la relación activa que tienen los vivos con los muertos. Y algo de eso hay. Toda la tarde pienso en mi padre y en que me encantaría que mi hijo siguiera su amor por la pesca, y de alguna manera se conectara así con alguien a quien ni siquiera conoció.
Cuando pescás te decís que con un pescado te conformás, pero cuando lo tenés, al ratito nomás, querés el segundo. Es adictivo como ganar a cualquier juego. Tiene también algo de jugar con seriedad como lo hacen los chicos.
Ahora los tres estamos serios y callados. Todavía falta que mi hijo se lleve la emoción del pique entre sus dedos.
--Quiero que sientas el tironcito --dice el pescador, mi alter ego a esta altura.
Pero la noche cae sobre el lago y el tirón no llega.
Más tarde, pienso en el orgullo de mi hijo que no quiso siquiera posar solo con la trucha.
--Picó en tu caña --insistía.
Días después vuelvo a leer El viejo y el mar, maravilloso libro de Ernest Hemingway, en el que un viejo pescador que no saca un pez hace ochenta y cuatro días decide adentrarse más profundo en el mar para romper la racha. En aguas profundas y bien lejos de la costa encuentra un pez enorme con el que tiene que luchar por días para sacarlo y luego contra los tiburones que se lo van comiendo mientras el viejo intenta desesperadamente volver a casa. Al llegar, todos se admiran del esqueleto del pez más enorme que nadie pescó jamás.
Cuando terminé de leerlo, lloré, es muy triste que un hombre viejo haga tanto esfuerzo y termine con las manos vacías (bredouille). Pero al día siguiente recordé el fragmento en que se dice a sí mismo que en realidad no mató al pez porque se estuviera muriendo de hambre, sino por orgullo. Entonces pensé que en definitiva, con su proeza, aunque fallida a medias, había logrado recuperarlo. Todos volvían a admirarlo. Había cortado la mala racha y volvería a meterse mar adentro para pescar, ya no solo, sino acompañado por su aprendiz; ahora tendría quien lo ayude y a quien enseñar. Un chico con quien compartir la sorpresa, anhelada, que provoca el pique y el mantra silencioso para que esta vez, esta tarde, hoy, sí, se pueda pescar.