Un posible narrativo es el hallazgo, en una librería de saldos, de un librito escrito por un viejo profesor de mi colegio en el que se narra una situación familiar. Involucraría a mis tías viejas, y a mí, de niño, en un fragmento de tiempo que se separa del fluir de los recuerdos personales con sus extraños detalles (algunos siniestros) y que yo, aquel niño, recordaría de manera muy diferente. Así, un hecho trivial -una simple reunión para jugar a los naipes- tomaría la forma de un conciliábulo, una sesión de mentalismo o un complot. Leer mi niñez absolutamente dislocada me dejaría perplejo e incitaría al esclarecimiento -si es que eso fuera posible- de aquella historia que interpelaría al presente.
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“He rezado para volver a encontrar mi infancia, y ha vuelto, y siento que aún está dura como antes y que no me ha servido de nada envejecer”, dice Rainer María Rilke en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Junto a esta otra idea: los versos escritos de joven significan poco; es necesaria la experiencia, toda una vida que saquear. Pensar en “días de infancia cuyo misterio aún no se ha aclarado.” Detalles banales, acontecimientos comunes, se convierten en relatos extraordinarios. Brutal aporía del lenguaje infantil que carece del sentido completo. Es un padecer, un misterio, palabra que los griegos homologaban al musitar: no- poder- decir.
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¿Se podría reescribir ese libro hallado al azar? ¿En qué carácter? ¿Como testigo de hechos incomprensibles? ¿En primera persona, como oyente de un lenguaje hermético (el de los mayores)? ¿Cómo cronista de sucesos extravagantes en un tiempo ya filtrado por el recuerdo? Escribir sin traicionar la idea del mundo de la niñez. Sin “el diario del lunes.”
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Ricardo Piglia, en Los Diarios de Emilio Renzi, escribe: “Se había dado cuenta de que había que empezar por los restos, por lo que no estaba escrito, ir hacia lo que no estaba registrado pero persistía y titilaba en la memoria como una luz mortecina. Hechos mínimos que misteriosamente habían sobrevivido a la noche del olvido... Lo maravilloso de la infancia es que todo es real. El hombre mayor es el que vive una vida de ficción, atrapado por las ilusiones y los sueños que lo ayudan a subsistir.” El primero de los sueños que registra Carl Jung corresponde a una visión de la infancia. Un cura atraviesa un sendero al pie de Los Alpes, muy cerca de la casa familiar. La voz de su padre mentando la palabra “jesuita”, oída furtivamente entre conclusiones sobre algún tipo de peligro, le generan al soñante un terror que adjudica, por asociación de ideas, al cura católico que avanzaba por aquel sendero. Piglia dedica algunas impresiones a las primeras lecturas. Por imitar a su abuelo, que se pasa la tarde leyendo, toma un libro de la biblioteca y se instala en la puerta de calle de la casa que habitaban en Adrogué. Alguien que pasa por ahí, alguien cuyos rasgos no alcanza a ver sino como una sombra que viene desde arriba, le señala su error: está sosteniendo el libro al revés. Imagina que ese hombre pudo ser Borges.
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Escribir un texto nuevo en contra del libro del profesor intruso que invadió mi tiempo, desmentirlo. Enojoso asunto que obliga a dar mi versión. El único autor, la única voz autorizada para narrar ese universo, debería ser la mía.
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Escritores de la novela de infancia: George Perec en Nací, Me acuerdo, y W o el recuerdo de la infancia. Perec es el niño por excelencia de la literatura. Roberto Bolaño lo sueña en uno de sus poemas, se le presenta como un chico adorable, de tres años, al que tiene que cuidar. Stefan Zweig es un niño. Un niño que cultiva la nostalgia del mundo de ayer y trata de huir hacia atrás, lejos del horror del nazismo. Frágil o desesperado, se da cuenta que más atrás de la niñez encontrará el final de su propia vida. Kafka anota: “soy un niño, ¿a qué viene tanta ceremonia conmigo?” Es un niño (además de un hijo sin hijos, como ha visto Vila- Matas) que se hunde en pesadillas tan naturales como las noticias del diario. James Joyce oye el balbucear inconsciente de la ciudad de Dublín y crea el monólogo interior del Ulises, acaso oído también como en un juego de niños. (Goethe, en cambio, es un joven sabio y arrogante. Emplea numerosos tomos para su autobiografía sin descuidar la conciencia póstuma de su obra.) Entre los nuestros, ahora, me gusta la voz de la niña que trata de descubrir los misterios de los días de lucha clandestina de sus padres y compañeros en La Casa de los Conejos de Laura Alcoba. Y la del narrador de Martín Kohan, cuando asume la voz de la niña que es su abuela, mirando por la ventana el paso del oficial Videla en Confesión.
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Pudo existir un acontecimiento que alterara mis años primeros, sí. Y no únicamente las mudanzas inacabables o la experiencia de la muerte. Ni siquiera algún fenómeno paranormal muy propio de las costumbres populares de la época. Necesitaría hacer hablar a las cosas, a los espacios, al tintinear de las monedas con las que se pagaba el juego del Chinchón de mis tías viejas (cincuenta centavos la entrada y veinticinco cada “enganche”) dentro de la lata azul de la crema Nivea. Habría que escribir frases ininteligibles para representar la incomprensión de la que está hecha la novela de infancia cuando habla de lo inadvertido, de la imprecisión, de lo que está fuera del tiempo lineal. Pero mi fábula es una empresa destinada al fracaso. Trato de olvidarme del libro fantasma, de hacer como que lo pierdo y que lo deposito en el fondo de un estante profundo de la biblioteca. Por no perder la pista, por espiar un poco como en el juego de las escondidas, sé que está junto a La Promesa de Silvina Ocampo, y que se quedará allí, en buenas manos.