UNO En tren (descarrilante) de seguir pensando en los alcances de la (casi) in/felicidad, Rodríguez continuó subiendo y bajándose de estaciones donde marcar citas. Otra, sin ir más lejos, que le pareció muy apropiada: "La felicidad no es algo que se base en sí misma, no consiste en un pequeño hogar, en tomar y conseguir algo. La felicidad es ser parte de la lucha, donde no hay frontera entre el mundo personal de cada uno y el mundo en general". Perfecto, así es, se dijo Rodríguez. Después, enseguida, descubrió que la frase salía de carta (enviada antes de ya saben qué y dónde y cuándo pero no del todo cómo) y firmada por un tal Lee Harvey "La Felicidad es un Rifle Tibio" Oswald.
De ahí que, entonces, Rodríguez haya optado por dedicarse al análisis del ser casi infeliz. Condición ésta a la que siente más cercana y segura aunque tan contagiosa por estos días.
DOS Razones sobran y motivos no faltan. Y está claro que no son estos tiempos particularmente alegres: guerra en Ucrania, inflación en España, incertidumbre en todas partes. Y sigue lo de la peste que llegó a su fin aunque siga. O algo así. Un nuevo adiós a las mascarillas, ahora en espacio cerrados (menos en transportes y hospitales y algo así), aunque desde hace meses se entre a bares y restaurantes y oficinas enmascarados para desenmascararse en la mesa o en el escritorio a voluntad y criterio. En cualquier caso, un adiós que siempre puede ser un hasta luego y volvemos a vernos antes de lo que imaginas. Por lo que esta vez ni siquiera se intentó poner en boca de la Ministra de Salud Carolina Darias (siempre con ese aire de benévola directora de colegio; a Rodríguez nada le cuesta pensar que algún gurú comunicacional la instruyó con un "Háblales como si fuesen niños") aquello que pusieron en junio del año pasado. Lo de "Nuestras sonrisas volverán a nuestras calles". Cuando todos se lo creyeron por un rato para, en Navidad, recordar aquello de que no hay que vender la piel del oso antes de matarlo. Ahora, en cambio, lo cierto es que ya nadie se acuerda (o prefiere no acordarse ni acordar) de/con eso de que el efecto de las vacunas duraba menos de un año o algo así. Así (al informarse cada varios días y en voz muy baja) el dato de que suba la incidencia entre mayores de 60 años parece no inquietar mucho. Y se susurra que no va a ser fácil revertir tanta "libertad" si la cosa vuelve a complicarse. Ahora, claro, a rezar porque el número de infectados luego del desparrame de Semana Santa/Sant Jordi no se multiplique tormentosamente como panes y peces. Mientras tanto y hasta entonces, las autonomías de nuevo recomendando cada una por su lado a los autónomos. Y titulares de no/noticia: "Otro paso a la normalidad", "Las empresas exigen al gobierno directrices claras para retirar mascarillas", "Los psicólogos alertan que muchos jóvenes siguen usando la prenda por el miedo al rechazo", "Riesgo: ¿Dónde seguir llevando mascarilla?", "Cautela en el primer día sin mascarillas en interiores: 'No me la voy a quitar'", "Encuesta: La mayoría de los españoles cree que es pronto para eliminar mascarillas en interiores", "Nuevo panorama estético: largas listas de espera en clínicas dentales y ventas masivas de barras de labios tras el fin de la medida" y "Casi adiós a las mascarillas". Por su parte, la siempre didáctica Darias despide a "uno de los elementos más simbólicos de la pandemia" pero se sigue dando la bienvenida a su polémica compra en el 2020 con intermediaciones crónicas y contratos más bien enfermizos de partes de esas autoridades nunca sanitarias.
Y riesgo + incertidumbre + normalidad = infelicidad, suma un cada vez más con menos resto Rodríguez intentando comprender nuevo manual de instrucciones que parecen contradecirse entre ellas propagando tóxica y perturbadora sensación de habitar mundo que ya no es el que era pero tampoco es nuevo y con el fantasma de la electricidad de Philip K. Dick sonriendo en los huesos de su rostro. Ese rostro cubierto y nublado que --al desnudarse ahora en cuartos cerrados en los que lo que sobra son víctimas y escasean detectives con soluciones-- lo que allí descubre no son sonrisas sino muecas muy Bill Murray.
Y son muecas de casi infelicidad.
TRES Lo que llevó a Rodríguez a recordar aquella anécdota no del todo certificable (como buena parte de las suyas) de Ernest Hemingway. Ahí y entonces, Hemingway apostando a coleguitas de bar a que podía conmoverlos con feliz relato infeliz de apenas seis palabras. Así, Hemingway sonrió y recitó: For sale: baby shoes, never worn. Lo que, traducido, gana una palabra pero no pierde eficacia: En venta: zapatitos de bebé, sin usar. Después, Hemingway recolectó billetes y con los años (y descubriéndo se imposibilitado de redactar unas pocas líneas para el estreno de JFK en la Casa Blanca) empezó a pensar en un último micro-relato con una onomatopéyica única palabra y a titularse "El viejo y el rifle" mientras Oswald ya bocetaba su "El joven y el rifle".
Y Rodríguez pensó en lo anterior y en todas esas mascarillas empaquetadas y sin uso y ahora casi inútiles aunque su verdadera eficacia siempre haya estado cuestionada. ¿Qué hacer con ellas? Desde ya no puede venderlas. La in/correcta solución al dilema, comprende, es tan sencilla como fatal: seguir usándolas en todo aquel interior que no sea el propio espacio. Hasta que se acaben o hasta que se acabe. La pandemia o él.
CUATRO Mientras tanto y hasta entonces, la infelicidad de Rodríguez goza de buena salud. Y, está claro, no se trata de la supuesta épica y operística infelicidad sino, más bien, de una minimalista y sucia y realista casi infelicidad. Algo parecido a una melodía constante y hermosa. Canciones como aquellas que, en su juventud, aunaban el morir feliz junto a la persona amada aplastado por el impacto contra un autobús o el caminar a solas por una playa donde todos los días es domingo rogando por la caída de bomba nuclear que terminase con todo y todos. Ahora --aunque el apellido de Rodríguez sea tan común como el de Smith-- todo le suena ya sin ninguna posibilidad de redención a futuro. Porque entonces, en la adolescencia, la casi infelicidad constante era una forma de casi indisimulada alegría. Sufrir con la felicidad de que ese tipo de sufrimiento era entrenamiento para luego alistarse para lucha donde no habría frontera alguna entre el mundo personal de cada uno y el mundo en general. Así, entonces (de paso por Buenos Aires, a Rodríguez le sorprendió el que infeliz fuese una forma de insulto más que síntoma de infortunio y condición por la que sentir piedad), todo era brillar y arder como un perro entre días y enamorarse en viernes, luego de tanta penumbra dark pero con cura (el apellido Smith de nuevo) y raro peinado nuevo más gótico que black-death metal de Satán 2.
Décadas después, la casi infelicidad permanente de Rodríguez es aquello que se ha alcanzado o que lo alcanzó sin por eso dejar de perseguirlo y seguirlo y sin creerle eso de "I'm just a patsy". Así, Rodríguez (no en venta pero sí en oferta, tan usado, con olor a chivo expiatorio y cada vez más cerca de liquidación total) se deja mascarilla puesta con la esperanza de que así la casi infelicidad no lo reconozca y, allons!, sino pasa de largo, al menos que pase por corto tiempo.