El barquito
El reloj que marca las horas de mi cuerpo despierta la maquinaria antes de lo normal. No amaneció. Silencio magistral y milagroso en la urbe aun dormida. Comienzan los pájaros a cantarle al día, lo invocan, lo incitan a surgir una vez más. Los motores de los camiones dejan sus primeros rastros, sus ecos iniciales. Todavía todo es poesía.
En esta tranquilidad llega el sonido de la respiración pausada de mi hijo. Es un vaivén, un barquito que solo y sin ayuda va pintando su singladura, su caminito de sueño y descanso.
Pienso en El.
¿Cómo estará respirando ahora, el aire entrará y saldrá de sus pulmones en un ritmo similar al de mi hijo?
Hay un momento donde es evidente que todos compartimos el instante, el mismo aire invisible y nuevo que cada mañana nos regala.
Como sucede en los momentos trascendentes, hay silencio.
Vuelven a cantar los pájaros, su novedad diaria, su despertar rítmico que casi parece una alarma. La incertidumbre reina y los soldados del automatismo están menos despiertos.
El barquito del cuarto de al lado navega sus sueños secretos.
Yo no voy a dormir más. Me quiero despertar para siempre.
Impulsos familiares
Hoy fui a verlo. Esta vez me esperaba en el bar de la vuelta, un lugar sin encanto, con cuatro mesas y unas sillas comunes, un barcito al paso en la mitad de una avenida infernal que lleva miles de personas hacia el sur. Su sabiduría está en que en ese ámbito tan alejado de lo que es o de lo que fue, se siente bien.
No se queja. Es más: nunca lo escuché quejarse ni hablar mal de otra persona. Dos virtudes extrañísimas.
Está comiendo lo que come todos los días: ensalada de tomate y remolacha y tortilla de papa.
¿Qué tal está? Muy buena, la hacen muy bien. Lo dice como si fuera el mejor lugar donde jamás hubiera comido.
La televisión está siempre prendida. Fútbol o reggaeton.
Relojea con esa mirada acuosa pero aún viva y cada tanto hace algún comentario. La moza lo trata con cariño y cuando nos vamos le sonríe. El levanta la mano, la llama por su nombre y salimos a la avenida y al ruido.
Se acabó la pausa, le digo. Exacto, me contesta.
Camina despacio, con cuidado.
Hoy a la mañana me caí, me dice sin darle importancia, tropecé en la vereda. ¿Y qué pasó? Por suerte dos muchachos me ayudaron. ¿Quedan gauchos, no? Sí, es verdad, aún quedan, me dice mientras me apoya la mano en el hombro más por cariño que por necesidad.
Mientras caminamos me va apretando rítmicamente, transmitiéndome sus impulsos eléctricos, su percusión sanguínea familiar.
Casi parece contento.
Cuando llegamos nos despedimos con la sequedad habitual y se pierde detrás de la pesada puerta y de los escalones.
Veo cómo los sube, uno, dos, tres, abre otra puerta y ahí sí desaparece.
Pronto estará durmiendo su siesta diaria.
El Cowboy
La ciudad se toma vacaciones. Descansa de nosotros. De nuestra intensidad exagerada. Los habitantes, nosotros, la volvemos loca.
Hay un mes, en apenas ese tiempo, donde los que empujamos la máquina aflojamos. Esos días somos menos y hay un pacto no escrito que impone una tregua. La ciudad, ese ente misterioso y difícil de explicar, aprovecha, cambia y descansa. No solamente parece vacía. Hay otro aire, se respira otra sensación. Insólitos momentos de silencio, pájaros de campo pían por el centro. Los caminantes no apuran el paso. Qué pasó aquí podría preguntarse un desprevenido. Esta no es la ciudad. Es otra.
Por esa otra camino, por sus calles centrales extrañamente aletargadas.
Voy procurando una pandereta. Como siempre acá el precio de las cosas es una lotería ilógica. El mismo objeto, puede ser una golosina, un candado o una agenda, vale el doble o la mitad de acuerdo al lugar donde uno caiga. El porteño está entrenado y cansado de este azar. Nuestro entrenamiento nos define y nos hunde.
En este negocio me piden un dinero exagerado por un instrumento infantil y mal fabricado que no me va a aguantar más de un concierto. En el local que está enfrente consigo una buena pandereta por menos de la mitad.
En el medio de este reino del revés y mientras ya estoy saliendo con mi compra tintineando en la bolsa, el vendedor me dice: me acuerdo que hace un montón de años viniste acá por primera vez, tenías un sombrero de cowboy unas botas tejanas de serpiente.
Me veo con ese atuendo, me divierto con mi propio recuerdo. Trato de clasificar esa etapa.
Desde la puerta le pregunto: ¿Qué te compré esa vez? Una armónica, me dice. ¿Seguís en la música? Me interroga sin maldad. Sí, toco este sábado, le contesto con la resignación ya sabia y aceptada de saber que nadie tiene por qué saber que sigo haciendo música todo el tiempo. A lo mejor voy, me dice.
Ya en la calle siento que algo me falta: ¿dónde estarán esas botas y ese sombrero de cowboy porteño? ¿Qué hago así, vestido tan común, como uno más?
Será que soy otro. Uno que fácilmente, como la ciudad, se sabe transformar.
Dos Despedidas
Lo paso a ver por la puerta del colegio. Para saludarlo nomás. Hoy lo busca la madre.
Sale. Es tan chiquito, tan suyo y a la vez tan dependiente de nosotros.
Está serio. Caminamos dos cuadras los tres. Es incómodo el momento. Normalmente hacemos el traspaso sin compartirlo.
Él debe notar la tirantez, la comunicación corta y la falta de fluidez entre sus padres. Camina tomando un jugo en el medio de los dos. Ella lo va a llevar al médico, ahí cerca. Los acompaño, y cuando ya estamos llegando a la clínica, le doy un beso, a mi hijo, y sigo mi camino.
Cruzo la avenida, me doy vuelta y ahí están: otros dos seres frágiles en el medio de la ciudad.
Siento tristeza. Me cuesta dejarlo. Pego la vuelta a la manzana y vuelvo. Llego justo cuando están por entrar. Mi hijo corre, me abraza y me pregunta por qué volví. Porque quería abrazarte otra vez, le digo. Siento su cuerpito abrazado al mío y me despido nuevamente. Te quiero Pa me grita ya cuando la puerta de vidrio se está por cerrar.
Ser padre es saber lo que es el miedo. Yo antes, recién ahora lo comprendo, no le tenía miedo a nada.
Ahora sí.
Cada adiós en la ciudad me golpea en la cara con esa verdad.
Fragmentos de Tres, el primer libro de Antonio Birabent. Se presentará en la Feria del Libro el sábado 7 de mayo a las 20 horas en la sala Victoria Ocampo. Estará junto a Birabent, Juan José Becerra.