En la mitad de la conversación, Laura Linney hace relucir la clase de sonrisa que no puede ser fingida. Grande, llena de hoyuelos, un deslumbrante amanecer de calidez. La actriz tres veces nominada al Oscar acaba de empezar a contar la historia de cómo conoció a su marido. Era 2004, al año siguiente de Realmente amor, en la que ella encarnaba a Sarah, una empleada de oficina. Linney estaba volando al Festival de Cine de Telluride, donde su más reciente película, Kinsey -sobre el sexólogo pionero Alfred Kinsey- iba a ser estrenada.
Cuando aterrizó, la actriz fue presentada a un agente inmobiliario local que estaba dando una mano en el festival. Su nombre era Marc Schauer. "Le habían asignado que se asegurara de que llegara de un punto A a un punto B a tiempo y en una pieza", recuerda Linney, que había llevado a su madre en el viaje. "Yo pensaba 'este parece un buen tipo'. Estaba aliviada de que no fuera extraño o necesitado o que estuviera nervioso, que es lo que le puede pasar a gente que es asignada a una tarea así". Entonces hubo un escalofrío. "En un punto recuerdo que pensé '¿Me siento atraída por mi asistente?'. Y decía, bueno Laura, pará, paremos esto. Llevaba un tiempo soltera y pensé 'Qué lindo, me atrae alguien. Dulce'".
Luego de ese fin de semana, ella le envió un mail. "No hubo un tórrido romance", dice, con los ojos bien abiertos, pero se mantuvieron en contacto regularmente. "Entonces los dos empezamos a estar un poco confundidos". El le pregunto dónde estaban parados. "Y le dije 'Bueno, no sé si somos amigos, o si somos más que amigos. Sos mi asistente, qué sé yo". Acordaron encontrarse en Chicago, la siguiente ciudad en la gira publicitaria de Kinsey. "Y eso fue todo", dice. "Dieciséis años después, tenemos un hijo y un hogar."
Al hablar con Linney se tiene la sensación de que ella siempre es así. Mientras muchas estrellas esconden sus verdaderas vidas y sentimientos, Linney no. Con sus gafas de marco grueso, la intérprete de 58 años es alegre y nada artificial; la conversación fluye fácilmente. Por la cantidad de veces que dice "yo amo..." podría concluirse que es enamoradiza, pero no. Aun en una pantalla de computadora -se está comunicado a través de Zoom desde New York-, tiene un aire de amabilidad y autocontenida confianza. Cuando sale el tema de lo poco que se ven representadas en pantalla las mujeres en sus cincuenta y con hijos, ella detiene el tema en seco. "No me importa", dice, riéndose de una manera que desarma. "No siento un deseo de que se escuche la voz de las madres maduras."
En pantalla, Linney ha dominado las sutilezas de las mujeres bajo estrés; personajes que parecen muy alegres, a veces desconcertantemente brillantes, pero que de a poco revelan tumultuosidades internas. Estuvo la artificialmente perfecta esposa de Jim Carrey en The Truman Show (1998). La atormentada divorciada de Historias de familia (2005). La rígida madre soltera de Puedes contar conmigo (2000) y la problemática dramaturga que se peleaba con su hermano (Philip Seymour Hoffman) en La familia Savage (2007), películas que le valieron nominaciones al Oscar. Su otra nominación llegó por Kinsey, donde interpretó a Clara McMillen, la célebre esposa del investigador sexual. Es la película por la que está más orgullosa. "Amo todo lo que tiene que ver con ella", señala.
Pero el personaje que está en discusión hoy, de todas formas, es Wendy Byrde, la matriarca de Ozark, el drama de Netflix que fue ganando reputación con cada nueva tanda de capítulos. Lo que al comienzo pareció una manera de aprovechar el éxito de Breaking Bad, con una trama que gira alrededor de una pareja de contadores de clase media que se inclinan a una vida criminal, es ahora brillante por derecho propio: un enérgico thriller lleno de giros, bañado en una oscuridad melancólica y aliviado con un humor corrosivo. Para los no iniciados, la primera temporada siguió a Marty Byrde (Jason Bateman) y su familia -esposa, hija adolescente, un hijo más chico- luego de que son forzados a abandonar su Chicago natal hacia Missouri, específicamente al serpenteante lago de los Ozarks, para encontrar una manera de lavar 500 millones de dólares de un cartel de drogas mexicano. Había choques de culturas. Asesinatos. Romances.
Hacia la mitad de la cuarta y última temporada -la serie regresa este viernes 29 con sus últimos siete capítulos-, los Byrde se han convertido en toda una empresa criminal, apilando dinero de sus recientemente construidos casinos y traficando heroína con la mafia de Kansas City. La transformación de Wendy ha sido la más radical. La que antes era simplemente la desilusionada esposa de Marty es ahora una gélida e impredecible villana. Si se mira más allá de su azucarada sonrisa se encuentra al demonio encarnado, una Lady Macbeth de la era moderna capaz de asesinar a su propio hermano y ofrecer a su propio hijo al FBI.
"Hay mucho que amo de este personaje", dice Linney. "Ella está cambiando constantemente, yendo cada vez más profundo hacia un lugar vulnerable en el que el instinto de supervivencia secuestró a su ser por entero. Creo que eso impulsa sus decisiones intelectuales, sus explosiones emocionales, su estrategia. Ella es muy perspicaz, pero toma decisiones terribles. Es inmadura, no es astuta. Y entonces, a medida que avanza la serie, vas conociendo detalles de sus enfermedades mentales y de su familia: eso me dio un panorama más amplio en el que puedo manejarme hacia conductas más impulsivas."
Cuando Linney vio el guión por primera vez, de todas formas, pensó que Wendy necesitaba un poco más de profundidad. El rol, tal como le dijo al periódico The Guardian en 2017, se sentía algo "típico", "un personaje femenino en un programa guiado por los personajes masculinos". Entonces pidió que se reescribieran algunas cosas. "No tenía problemas en ser una especie de secundaria de Jason Bateman, en ninguna circunstancia", explica. "Solo quería asegurarme de que ese rol secundario fuera interesante. Si iba a comprometerme a un proyecto de varios años, quería ser capaz de aportar algo que me mantuviera enganchada. Si solo tenés un personaje que nunca cambia, te podés volver subconscientemente desinteresada, y empezar a despegarte de ello."
El desarrollo de personajes no fue la única piedra con la que tropezó. En enero de 2014, Linney fue madre por primera vez, a los 49 años ("Era muy vieja"). La idea de estar lejos de su hijo, Bennett, en las locaciones de Atlanta durante largo tiempo, era algo que estaba lejos de seducirla. Así fue como consiguió que su contrato con Ozark fijara que por cada siete días que trabajara pudiera tomarse otros cuatro para ir a casa en Brooklyn.
La maternidad, dice Linney, hizo que todo fuera más disfrutable. "Aunque no es fácil ser madre y tratar de manejar una carrera, irse a trabajar en las locaciones y todo eso, ciertamente llena el tiempo con un significado", explica. "Me puso los pies en la tierra, y hay algo especial en estar atado a la gente a la que querés estar atada."
Entre esas personas están las que trabajan en Ozark que, en un episodio de esta tanda final, la alentaron a dirigir por primera vez. "Jason y nuestro productor, Patrick Markey, lo habían estado intentando desde la primera temporada", dice. "Siempre me las arreglé para escaparme de eso, y en la última temporada vinieron y de algún modo me forzaron. Estaba rodeada por un equipo de personas con las que había estado trabajando durante años, que tenían un sólido interés en que lo hiciera bien." El episodio, titulado “A Pound of Flesh and Still Kicking”, lleva a lo que seguramente será uno de los desenlaces más recordados en la televisión desde Breaking Bad, con el sangriento pasado de Marty y Wendy llegando a alcanzarlos.
Ozark, por supuesto, no es la primera serie enormemente popular que involucra a Linney y que atrae la atención con una llamarada de entusiasmo. En 2004 ella apareció en el finale de Frasier, la maravillosamente erudita sitcom de NBC que ganó 37 Emmys. "Hice seis episodios en Frasier porque no tenía idea de lo que era estar en una sitcom", dice la actriz. "Había algo allí que masajeaba tu ingenio. Estuve allí solo en los últimos episodios, con lo que me sentí un poquito como una intrusa, uniéndome a este grupo muy bien ensamblado de personas que estaban terminando una marcha de once años. Es algo muy grande, es algo que ahora sé al terminar con Ozark. Es un momento muy, muy especial". Se supone que Frasier va a volver, pero ella dice que "hay rumores, pero no sé si es verdad o mentira."
En general, la televisión ha sido muy buena para Linney. Se puede pensar en su conmovedor giro como Abigail Adams, esposa del segundo presidente de Estados Unidos, en la miniserie de HBO John Adams (2008), papel por el que ganó un Emmy. O su cuidadosamente modulada performance como una ocupadísima maestra de escuela de Minneapolis a la que se le diagnostica un cáncer incurable en The Big C, de la cadena Showtime (2010), por la que también ganó el Emmy.
Antes de todo eso, sin embargo, estuvo su asombroso retrato de la puritana Mary Ann Singleton en Tales of the City (1993), adaptación de Armistead Maupin. La serie, que seguía a una chica ingenua del Medio Oeste estadounidense que era seducida por los Swinging Seventies de San Francisco, fue un trabajo pionero en la descripción de la cultura queer. "Fue realmente muy significativo en lo cultural", dice Linney, quien bautizó a su hijo Bennett Armistead Schauer en homenaje al autor del libro. "Las generaciones más jóvenes no se dan realmente cuenta. Cuando apareció eso, nadie había visto algo así en la televisión. Nunca se había permitido algo así. Armistead, quien ahora vive en Inglaterra, es la piedra basal de la literatura gay estadounidense. Es realmente significativo lo que le brindó a una incontable cantidad de personas."
Le pregunto si le sorprende que, en los años que han pasado desde que se emitió Tales of the City, el tratamiento de la comunidad LGBT+, especialmente las personas trans, ha empeorado en algunos aspectos. "No tiene ningún sentido", dice. "Los estadounidenses están aprobando todas estas leyes que encuentro realmente ofensivas. Por alguna razón, la oleada de desconfianza sigue dando vueltas y más vueltas. Está mal, profundamente mal. No entiendo por qué la gente debería querer suprimir a una comunidad tan amorosa, tan bondadosa, tan buena. Es una falta de respeto a todas las comunidades". Toma un respiro. "Es desagradable y es ignorante; para mí no hay nada más peligroso que la ignorancia y la arrogancia. Cuando esas dos cosas se ponen juntas, es una maquinaria horrible."
Linney habla de manera igualmente apasionada sobre las artes, que recibieron un bien conocido golpe durante la pandemia. "Es una de las herramientas más valiosas de las que disponemos", dice. "Nunca entendí por qué el gobierno de Estados Unidos no alienta el brindar recursos a las artes, no solo por la salud mental de nuestros ciudadanos sino por la salud en general. El dinero que se destina a las artes es dinero muy bien invertido."
No es enteramente sorprendente que Linney se sienta de esa manera. Se define como una persona del teatro, y es hija del dramaturgo Romulus Linney, ganador de dos premios de la asociación de críticos nacionales. "Crecí en el teatro", explica. "Es mi relación más larga." Tras graduarse de la secundaria y asistir a la Universidad del Noroeste, Linney pasó cuatro años estudiando actuación en la Juilliard School de New York. Hasta ahora fue nominada a cuatro premios Tony; sus múltiples créditos en Broadway incluyen a The Crucible, Time Stands Still y The Little Foxes. "Me siento más cómoda en el escenario"; dice. "Amo el modo en que demanda a tu concentración, lo que demanda de tu cuerpo, de tu voz, de tu mente, de tu espíritu."
Nada ha sido más demandante que protagonizar una adaptación de la novelista estadounidense Elizabeth Strout, My Name is Lucy Barton, incluida en la "lista larga" del Premio Booker en 2016, adaptada por Rona Munro y dirigida por Richard Eyre. Un desolador monólogo de 37 páginas sobre una escritora confrontada con su pasado, que también fue presentada en Londres y que descansaba en una performance solista de Linney sutilmente luminosa. "Fue la cosa más aterradora que alguna vez haya hecho", señala ella. "Estaba aterrada, era algo insano para hacer."
Por supuesto, habrá espectadores para quienes Laura Linney estará siempre pegada a Realmente amor, de Richard Curtis, una película es que es o un problemático ejercicio lacrimógeno o una vital celebración del romance, dependiendo del trasfondo de quien la mira. Linney es una gran fanática del film. "Me gusta tanto esa película, y la pasé tan bien haciéndola... amé a todos los que estuvieron involucrados en ella", detalla. Sigue siendo amiga de Liam Neeson, con quien coprotagonizó The Crucible. "Alan Rickman se convirtió en un mentor, realmente valioso, a quien extraño mucho. Seguimos siendo amigos con Colin Firth, a través de los años".
La película, dice Linney, funcionó gracias a Curtis. Sí, la gente lo acusó de ser "demasiado cargada de sacarina, pero Richard posee un optimismo único sobre el amor. No le avergüenza el amor, amar y ser amado, y en eso hay algo que es completamente puro. Son las cosas que hacen funcionar a una película." La cara de Laura Linney se ilumina de nuevo. "La amo."
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.