“Quiero conocer esta ciudad, aprender de ella. Qué hay bajo su superficie. Así puedo escribir la verdad de lo que sucede”, ruega Jake Adelstein (Ansel Elgort), casi al borde de las lágrimas, a quién será su fuente periodística y también su amigo en la excursión por el mundo del crimen y los rituales de la yakuza. Ambos se encuentran en el umbral de una casa japonesa de los suburbios de Tokio, como a ambos lados de un confesionario. Jake es un joven estadounidense ambicioso, que ha dejado su Misuri natal para convertirse en un reportero gráfico del Meicho Shimbun, uno de los diarios más prestigiosos del mundo. Su confesor es el detective Hiroto Katagiri (Ken Watanabe), eslabón preciado de la policía de Tokio, ojo sagaz de los crímenes ocultos pero también custodio de la paz entre los clanes de la yakuza que pugnan por su honor a fuego y sangre. Ambos se convierten en el doble corazón de Tokyo Vice, la nueva serie de HBO Max inspirada en las memorias del periodista Adelstein, ambientada en los febriles años 90 y con su exquisito primer episodio dirigido por Michael Mann.
La resonancia en el título a la célebre Miami Vice no es el único punto del encuentro con el director de Fuego contra fuego. La conexión con el universo de Mann fue una premisa de la serie y conseguir que dirigiera el primer episodio, un golpe de suerte. El creador J. T. Rogers (guionista y productor de la reciente Oslo, película sobre las negociaciones de paz entre Israel y Palestina en los acuerdos de los 90 en Noruega), artífice del guion a partir de las memorias de su amigo Adelstein publicadas en 2009, cuenta que el plan original tenía el nombre de Destin Daniel Cretton como director del piloto, finalmente demorado por el proyecto de Shang-chi y la leyenda de los Diez Anillos para Disney. “Entonces nos animamos a pensar en Michael [Mann], quien leyó el guion y quedó entusiasmado con la propuesta”, explica Rogers en una reciente entrevista con Entertainment Weekly. Era el regreso de Mann a la dirección tras el fracaso de Blackhat en 2015 y permitía contar con su mirada a la hora de captar la belleza y el peligro de una ciudad inmensa y bestial como Tokio, corroída por los peligros y la nocturnidad.
Ese aire de sueño infernal, fascinante y voraz, no solo es la marca de autor de Mann, algo que puede rastrearse en sus películas desde Thief hasta Collateral, sino el tono al que aspira la serie ya desde su concepción. Tokyo Vice combina el pulso del non fiction, el uso de los verdaderos exteriores en la ciudad japonesa, un elenco local y una mezcla de idiomas que enriquece la autenticidad, con la estilización del neo noir, sus ambientes urbanos y casi abstractos, sus tonos de luces de neón y su ritmo ensordecedor. Tokio es el escenario del sueño de Jake, el lugar donde conseguir la gloria arrebatada en su hogar, las aspiraciones a la verdad que se aloja debajo de su ritmo frenético, pero también una geografía compleja y sangrienta, habitada por bandas en disputa, por tradiciones ancestrales, por quienes viene a recoger una tajada de esa tierra prometida. “Es muy difícil obtener la aprobación para filmar en Tokio”, explica Ken Watanabe en la entrevista con EW. “Los críticos japoneses dicen que los cineastas extranjeros solo quieren filmar Tokio desde arriba, desde el cielo. Pero Michael quería filmar en lo profundo, en el 'sótano' de Tokio. Y realmente logró capturar esa sensación de 'inframundo'".
El relato comienza con un secreto encuentro entre Jake y el oficial Katagiri con uno de los altos mandos de la mafia japonesa en un hotel lujoso, teatro de una explícita amenaza sobre una historia periodística a punto de publicarse. De allí regresamos al comienzo, al ascenso del joven Adelstein en las inmensas oficinas del Meicho Shimbun, trajeado como un oficinista, pasando sus horas copiando informes policiales, contando historias de ladrones de bombachas, pasando las noches en su solitaria habitación de los suburbios. Pero en ese juego impiadoso de jerarquías que resulta el periodismo, Jake se aventura a buscar las historias escondidas, los extraños suicidios que conectan con una financiera fantasma, la intervención de la yakuza en los préstamos usureros, las alianzas con la policía que le permiten abrir las puertas del silencio. La pesquisa de Jake es el hilo que nos conduce a las fauces de esos mundos, el del periodismo, sus reglas y complacencias, pero también el del crimen, camuflado en acuerdos de caballeros, asesinatos que parecen accidentes, delaciones bajo la mesa. Y la mirada no es solo la del extranjero que llega a un país que desconoce, sino también la de quien se atreve a correr los velos sagrados, apropiarse de su idioma, poner el ojo allí donde estaba prohibido.
Quizás uno de los puntos de interés para Mann sea la dinámica del dúo inesperado que forman Elgort y Watanabe, que evoca las extensa historia de parejas de su cine: Pacino y De Niro en Fuego contra fuego, Colin Farrell y Jamie Foxx en Miami Vice, Johnny Depp y Christian Bale en Enemigos públicos. Personajes que funcionan como sombras correosas el uno del otro, extraños pero dependientes, ataviados de ímpetu y desconfianza en el camino hacia lo imprevisible. El Jake de Elgort es el joven recién llegado, ambicioso, embriagado de esa sed de verdad; Watanabe interpreta a Katagiri con el aplomo y cuidado de un padre de familia, parco y elusivo en sus relaciones con la yakuza, asceta en la mantención de esa paz precaria entre clanes que se disputan la ciudad. Entre ellos se forja el centro neurálgico de la serie, ese espeso barro de testosterona que salpica en las peleas y en los disparos, que derrama en los informes secretos e investigaciones pecaminosas. Jake retiene toda la furia de la modernidad, Katagiri la paciencia de la tradición, una balanza apenas en equilibrio en ese límite entre el día y la noche.
Pero como en todo noir, la serie viste sus noches de clubes y burdeles, bailes frenéticos y música disco. Onyx es el club nocturno donde habitan mujeres de todo el mundo, intentando forjar su suerte, hacer la América al otro lado del mundo. Samantha (Rachel Keller) es una de las anfitrionas, deambulando de mesa en mesa, cantando alguna canción, riendo de los chistes de los hombres que gastan allí en champagne y risas sonoras. Samantha escapa de su pasado, inventa su biografía y sueña con un club propio mientras comparte con Jake algunas memorias dispersas del hogar, coqueteos y una botella de sake. Entre ellos deambula el joven Sato (Shô Kasamatsu), con sus anteojos negros y su charme de estrella de cine, recaudando para la yakuza pero conquistando su propio reino más allá de sus orígenes humildes. En Tokyo Vice hay lugar para todas las pasiones, aquellas que enredan el crimen con la notoriedad, la mística de la mafia japonesa con la exuberancia de la nocturnidad citadina, la vocación por la noticia con el pragmatismo de una verdad posible. Todas confluyen en ese carrusel de ambiciones, impregnadas del olor de la comida al paso, de las luces de una ciudad que no duerme.