-¿Sabés que el cuarenta por ciento de los pibes rosarinos no conoce el río Paraná?-. 

El mensaje de Pablo Cribioli me dejó mirando el techo, conmovido. Pero porqué habría de extrañarme si yo mismo lo conocí a los 10 años. Jamás me olvidé de ese día. Fuimos un 21 de septiembre, de guardapolvo blanco y cuando bajamos del colectivo, el parque Alem se pobló de risas y sorpresas. Éramos gorriones volando en un paisaje que nos parecía un mundo. No salíamos mucho de la escuela ni del barrio. Una vez fuimos con la maestra para ver un tucán que tenía un vecino en la calle Zuviría. Y esta era la segunda vez. Cuando vi el río me quede quietito, sentado en el césped, sin hablar. Creo que tenía miedo de despertar, de que fuera una fantasía, un sueño, y esa inmensidad se fuera. Por suerte se quedó, para siempre conmigo.

En la ciudad, linda hasta en su nombre, donde el paisaje enamora, rodeada de riquezas, en la que hombres extraordinarios donaron museos y teatros, fundaron instituciones y fueron pioneros de una intensa vida cultural, la belleza siempre pareció ser propiedad de pocos.

Según el estudio de una consultora privada, nueve de cada diez rosarinos jamás entraron al museo Castagnino, nunca escucharon a su orquesta sinfónica ni vieron una obra de teatro. El porcentaje es mayor si hablamos de óperas o espectáculos de ballet.

Teniendo en cuenta que tanto los organismos públicos como las instituciones oficiales se sostienen con los impuestos que pagamos todos, surge claramente una injusticia que se acepta como natural: nos cuesta a todos lo que disfrutan algunos pocos.

Se repite en los espectáculos masivos que se financian con subsidios oficiales. Nos cuesta a todos y lo ven y escuchan pocos.

La belleza queda lejos, secuestrada en un metabolismo que es menester cambiar.

En el teatro El Círculo, cuando los jueves toca la Sinfónica de Rosario, se saludan todos los asistentes como familiares. Se conocen desde hace mucho tiempo.

En las inauguraciones de las muestras de artes plásticas, levantan la copa y comen los sándwich de miga los integrantes de una troupe de iniciados que hablan, dejando las obras a sus espaldas. Casi todos.

 

Mientras, olvidados, sin protestar, la gran mayoría de rosarinos ni se entera de que son dueños de tesoros escondidos, que ignoran y que algunos privilegiados gozan, en un mundo paralelo, injusto.