Para David Jalif, encontrado por azar

Nunca hablé, que yo recuerde, con Gabriel García Márquez en las circunstanciales ocasiones en que me topé con él, de ciertas concomitancias que podrían registrarse entre la fundación de Macondo, imaginaria por supuesto, y mi pueblo natal, Rivera, real y efectiva.

Es claro que las diferencias son innegables y más que evidentes, Macondo brota en la selva colombiana, junto a la costa, Rivera nace en la desértica planicie argentina donde quizás el viento traía los clamores de los indios derrotados; los fundadores no tienen nada en común, en un caso son individuos bellamente caracterizados, y en el otro un grupo de inmigrantes judíos, apenas si se recuerdan sus nombres, arrojados prácticamente a una tierra inhóspita, que empiezan a dominar pero uno y otros vienen de afuera, quizás siempre ha sido así cuando se trata de cómo se fundaron pueblos y hasta ciudades.

En Macondo se produce la peste del olvido, que así como vino se fue y en Rivera la del tifus, que se instaló un tiempo y se llevó a muchos, un abuelo mío que no llegué a conocer, de modo que la diferencia es de materia no de referente: yacen en el cementerio borrados sus nombres en las lápidas de cemento. No hubo en Rivera ningún sabio y solitario creador de soldaditos de plomo ni de bélicos integrantes de tradicionales guerras, pero, en cambio, mi madre, en una homología modesta, fabricaba la ropa que llevaban todos los miembros de la familia, de “homo faber” a “mulier productora”.

No es lo mismo, desde luego, pero tampoco comparamos entre lo imaginario y lo real ni pretendo que sea lo mismo. Entonces, si no es lo mismo ni muy parecido ¿por qué pongo juntas dos entidades tan disímiles?

Pues, en primer lugar, porque espontánea, casi mecánicamente, la literatura siempre se me aparece para interpretar algo que quizás no lo necesite: el riesgo es que parezca forzado y desmedido y quien lea esto diga que es absurda la comparación aun sabiendo que toda comparación es tentativa y acaso fallida. Pero no importa porque lo que intento ahora, renunciando a esa incompleta comparación, es relativo a Rivera, no a exaltar nuevamente lo que ha sido exaltado hasta el premio mayor, Cien años de soledad. En segundo lugar, y es lo más importante, porque he ido nuevamente al pueblo y he vuelto sacudido el ánimo, sin saber lo que me pasaba o sentía, o quizás era lo que me dijo al oído David Jalif, casi como un cómplice vehemente y ardoroso conocedor de los avatares del pueblo, “implosión de endorfinas”, me dijo y no lo entendí.

La palabra “implosión”, creo, indica una trepidación interna, una concurrencia de fuerzas que no tiene salida y que aturde un poco; las “endorfinas” neutralizan el dolor; lo que este amigo quiso decir, por lo tanto, fue que seguramente mi regreso era turbulento y que para comprenderlo mi propio cuerpo me proporcionaba el alivio.

En otros términos, podía, creyendo que no me pasaba nada, poner en evidencia lo que en realidad me estaba pasando cuando me enfrentaba con un lugar en el que nada indicaba mi antigua presencia. Donde había estado mi casa, con su árbol, su patio, su bomba de agua junto a la que un caballo soñaría con prados y extensiones, su taller donde mi padre fabricaba sus gaseosas, aun su letrina, había ahora un conjunto de casas que uno designaría como muy buenas, semejantes a las otras que hacen del pueblo un conglomerado igual a otros, sin rastros de la calle de tierra en la que transcurría mi infancia sin pena ni gloria pero marcando mi espíritu de lejanías.

El pueblo era otro, lo cual se puede comprender sin que haya derecho a sentir que algo importante se hubiera perdido; tal vez, solamente, habría que admitir que no se debe volver al pasado, que lo que pudo haber tenido sentido cuando ocurría no existe más y ni siquiera se puede pensar que fue expulsado de la realidad y de la memoria. Pero lo que se puede pensar es, tal vez, un origen, la soledad de mis progenitores y las razones por las que desembarcaron en un fragmento de desierto que un grupo esforzado de inmigrantes convirtió en un sistema de relaciones que me habían parecido tan grandiosas como generadoras de una incomprensible tristeza que invadía el final de las tardes.

Esos inmigrantes, que habían sido traídos a esas pampas para que cultivaran la tierra, también traían sus ideas: no era el caso en nuestra familia pero hubo entre ellos anarquistas, socialistas, comunistas, gente pensante que lo primero que hizo, después de hacer pozos para tener agua, fue crear una biblioteca en la que yo iba encontrando los libros que me liberaron del tedio. Ignoro cómo se fue creando pero sé, cabalmente, que conformaron mi imaginario. La Biblioteca creció pero acaso cambió de carácter, no podría decir que seguía siendo el alma iluminista del pueblo como la sinagoga era su alma sombría. Mi paso por ambas no implicó un reencuentro, debe haberme implosionado, como habría dicho Jalif, la Sinagoga cerrada y silenciosa y la Biblioteca exhibiendo orgullosa y tal vez obscenamente, decenas de best-sellers cuya visión me ensombreció: ¿cómo recuperar mi viaje por aquel inicial imaginario viendo eso que al parecer es congruente con un modo de vida en nada diferente del que propugnan las televisiones que antaño no afligían la mente pues no se habían inventado todavía? Es el progreso, tonto, quién le pone una barrera, de qué riqueza me han despojado.

Lo que en efecto iba ocurriendo era la cohorte de mis queridos fantasmas que empezaron a acompañarme y a murmurar sus lecciones del más allá. Mi dulce abuela, mi laboriosa madre, mi silencioso padre, mis bellas hermanas y mis protectores hermanos, no me han abandonado y regresan de sus espaciosas ausencias en estas caminatas por un pueblo en el que no me reconozco, ha cambiado, yo he cambiado y no sólo porque ya no soy ese niño que despertaba y encontraba en los libros todas las respuestas y ninguna: estoy en deuda con todos ellos, debería haberlos protegido mucho más, y esa mora hace que venga algo que se llama culpa, ese otro fantasma tumultuoso y de lenguaje extraño pero que acepta sus heridas pues no me ha impedido ser quien soy. Y, correlativamente, ¿quién habría sido yo si no me hubieran sacado de allí en una fresca noche de marzo de 1937 para deslumbrarme con la ciudad de la que mi cabeza y mi corazón se apropiaron? Vana pregunta que me rodea y que acompaña mi pensamiento: quizás todo lo que soy y hago, todos los productos de mi imaginación están saturados de ese espacio primordial que en mis paseos de estos días se abre como un infinito, ese espacio que me gusta designar como “pampa” y por el que mi padre se desplazaba con paso vacilante y yo imaginaba mundos vaporosos, temibles al atardecer, prometedores en las mañanas luminosas.

 

Nada de todo eso tomó forma en este regreso ni ejemplifica nada; lento, callado, sobrio, me promete una constatación que las endorfinas atemperan, no siento dolor, sólo que los regresos son imposible, casi ni siquiera promesas para mis hijos que intentan, a su vez, recuperar lo que fue mío, aunque, no se puede evitar, otros gustos y otros fantasmas los recorren, sus propios regresos. Que no serán a una remota gesta ni a una historia de pérdidas, acaso a un origen de sus propias cavilaciones. Pero eso es mucho pedir.