“¿Quién cocina cuando hablás de revolución?, ¿quién cuida a los chicos mientras vas a tus reuniones políticas?, ¿quién tipea esos memos que organizan el futuro?, ¿quién toma nota mientras ellos tienen el micrófono?, ¿quién ve siempre que estas iniciativas resultan cooptadas a nivel del discurso y de la acción? Somos nosotras, siempre nosotras. Eso es lo que atacamos. Uds. nos dicen: ´Habrá tiempo más tarde para solucionar ese problema´. Después: después de la revolución; pero: ¿qué revolución?”. Es el volante temprano del Mouvement de Libération des Femmes (MLF), emitido entre 1968 y 1970, que expone con rabia su demanda por la desnaturalización del sexo, por la división sexual del trabajo, la maternidad obligatoria y la explotación material de las mujeres por parte de los varones. “Señala la experiencia de la furia como punto de partida para un tipo de reclamo destinado a denunciar la humillación”, plantea la filósofa Cecilia Macon, autora de Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión (Omnívora Editora), donde presenta una serie de intervenciones feministas en los espacios públicos, entre 1848 y 2020, desplegando la afectividad como motor de sus demandas. Y en su capacidad emancipatoria de escupirle en la cara a lo impuesto, para desarmar la configuración afectiva cisheteropatriarcal, que daña y perjudica hasta el presente. Macon enseña e investiga Filosofía de la Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), desde 2009 coordina el Seminario sobre género, afectos y política (Segap), un programa de investigación dedicado al impacto del giro afectivo sobre las humanidades y las ciencias sociales, y es autora, entre otros libros, de Sexual violence in the argentinean crimes against humanity trials (2016).
Podría preguntarte directamente sobre Desafiar el sentir, pero me antepone la curiosidad de saber qué te llevó a investigar sobre el impacto del giro afectivo en escenarios muy diferentes. Ya desde la introducción señalás que "condensa gran parte de las preocupaciones a las que está dedicado este libro".
-Desde hace años mi trabajo está guiado por una preocupación por discutir los llamados afectos o emociones públicas, evitando tanto su romantización como su estigmatización. Poder pensarlos como una parte de la esfera pública que no está allí para obstaculizar o manchar los procesos políticos, ni tampoco para mostrar una instancia más auténtica de aquello que somos o deberíamos ser. Esa preocupación implica mostrar que los afectos/emociones no son meramente individuales, sino que se construyen en la propia circulación. Además, que no son algo que solo se padece, sino que forman parte de la acción, y que no construyen una dicotomía con la razón. Si tuviera que contar el origen de esa preocupación, me tendría que remontar a 2001. En ese momento estaba cursando una maestría en Inglaterra y un profesor dijo que la idea de la deliberación pública era inviable en los países latinos, porque éramos demasiado pasionales. Más allá de todas las cosas que están mal en esa apreciación, empezando por el racismo, me pareció que esa idea empobrecía la discusión sobre lo público y que además ignoraba muchas de las discusiones que ya se estaban dando en el marco de la teoría feminista. Unos meses después, en diciembre, el estallido argentino también me obligó a pensar el modo en que una acción política atravesada por las pasiones no implica irracionalidad. Explorar en esas cuestiones me llevó desde el comienzo a indagar en el modo en que los feminismos y los movimientos LGTBIQ+ trabajaron el rol de los afectos, desde los activismos como desde la reflexión. Por supuesto que tanto la filosofía como la teoría social se dedicaron a esos temas, y los feminismos dialogan con esas matrices de manera sistemática, pero poco a poco comencé a advertir que la perspectiva feminista era mucho más productiva.
Antes de lanzarte a la problematización de afectos y emociones, en el libro dejás picando una pregunta arriesgada, que quisiera vuelvas a responderla: “¿Por qué los feminismos constituyen un movimiento exitoso en términos de pervivencia y objetivos (parciales)?”
-Creo que muchos movimientos políticos advirtieron que las emociones motorizan la acción colectiva. También son varios los activismos para quienes esas emociones no necesariamente ensucian o manchan la política. Ahora bien, entiendo que los feminismos advirtieron que para generar procesos emancipatorios era necesario desarmar un orden afectivo que estaba allí para naturalizar la opresión. El patriarcado suele apelar a sentimientos como el amor, el odio, la vergüenza, la sentimentalidad, la felicidad, el asco o la culpa para referir a un orden supuestamente definitivo, inapelable, sobre el que legitima su opresión. Advertir que era necesario alterar ese orden, creo que fue fundamental para los feminismos. Por supuesto, esto se gestó de modos distintos y a veces contradictorios a lo largo del tiempo, pero en el libro intento identificar algunos de esos gestos que no necesariamente establecen una continuidad con el presente.
¿Creés que ese planteo sobre el éxito de los feminismos es provocador, en momentos de una avanzada de la derecha conservadora?
-Aunque hay una larga lista de demandas pendientes, muchas de ellas nuevas, los feminismos han logrado una parte importante de sus objetivos. Eso no implica que no exista una reacción conservadora ni, tampoco, una apropiación a veces frívola del movimiento. Hoy hay un discurso explícitamente antifeminista en movimientos de derecha conservadora supuestamente rebeldes -Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina, Abascal en España, Le Pen en Francia-, que conforman la conocida reacción, de hecho, rechazan cualquier política emancipatoria, pero también hay debates que han logrado ingresar a espacios que antes eran impensados. Esa penetración de la discusión alrededor de cuestiones que para los feminismos siempre definieron la opresión, es fundamental. No estoy minimizando las consecuencias no solo políticas, sino también éticas de esta reacción, pero cuando se responde de esa manera y hasta cuando se banaliza es porque se tocó algo sustancial. El feminismo incluso ha obligado a cambiar muchos ejes de discusión, vocabularios y modos de argumentar sobre una variedad de cuestiones políticas, más allá de los límites estrictos del movimiento. Insisto, por supuesto, están las olas reaccionarias; pero hay incluso una parte de la derecha liberal que reconoce muchos de los reclamos feministas, aun bajo una lógica tal vez gatopardista. De todos modos, para mí lo fundamental es que como movimiento ha obligado a reconfigurar el modo de pensar, hacer y nombrar lo público. Es en este último sentido que lo nombro como un movimiento exitoso.
En esa salida al ruedo para revolucionar la dimensión afectiva hegemónica, ¿qué momentos históricos de las intervenciones feministas, atravesadas por la afectividad como motor de demandas, te impactaron especialmente?
-En el libro me concentro en dos demandas clave: el sufragio y la legalización del aborto. Se trata de reclamos que, no solo impulsaron grandes movilizaciones y muchos debates conceptuales que impactaron en todo el espectro político, sino que además siguen requiriendo de su visibilización. El aborto es aún ilegal en muchos países, o no se cumple la ley cabalmente, y hay lugares donde se está retrocediendo. Aunque, con contadas excepciones, prácticamente nadie cuestione ya el sufragio femenino, la representatividad política feminista tampoco es un tema resuelto. Se trata además de debates que, envueltos en movilizaciones masivas, obligaron a las activistas a buscar mecanismos de persuasión y cooptación extremadamente efectivos porque implicaban desarmar, por ejemplo, ideas asociadas al amor maternal o a la supuesta sentimentalidad femenina. Gran parte de la originalidad conceptual del movimiento que, insisto, obligó a revisar modos de pensar la política a muchos otros sectores, viene de esa necesidad de intervenir desde espacios que no eran los reconocidos para la actividad pública, porque los más establecidos resultaban inexpugnables.
¿Qué papel cumple la dimensión afectiva en la refiguración de los feminismos en lo público? Y traigo una de las consignas relevantes del colectivo NiUnaMenos, “Nos mueve el deseo”.
-Creo que el papel de la dimensión afectiva en la movilización política es clave para muchos movimientos, y no necesariamente los emancipatorios, sino también los conservadores. La diferencia es que el feminismo enuncia ese rol, como en el caso de “Nos mueve el deseo”, pero además busca alterar el modo en que se entiende y se ejerce el papel de los afectos públicos. Digo, la configuración afectiva patriarcal impuso el estereotipo de que hay afectos masculinos y femeninos, que hay algunos privados y otros públicos, unos legítimos y otros vergonzantes; que el deseo, por ejemplo, se corresponde con una esfera privada. Además, y creo que esto es fundamental, los feminismos a través de esta estrategia de desarmar modos patriarcales de pensar, nombrar y ejercer los afectos, cuestionan la distinción entre una esfera pública y una privada, y señalan que el orden emocional instituido es el que ejecutó esa diferencia. Apelando al deseo y a la figura de la marea muestran la contingencia de cualquiera de estas distinciones.
Es clave el rol que cumplen los cuerpos de las mujeres y las diversidades, describís, en las luchas contra el tono emocional hegemónico que construyó el patriarcado para oprimir políticamente. A partir de esto, ¿cómo desplegaron los feminismos el orden afectivo en sus propios términos, sin regulaciones o mediaciones patriarcales?
-Es muy interesante la pregunta porque me obliga a señalar algo importante: los feminismos apelaron y apelan a todo. Se dice, y es algo que desarrollo en el libro, que los feminismos inventaron la performance. Es decir que inventaron un modo de intervención pública cuando los canales usuales les estaban cerrados. Y eso lo siguen haciendo hoy. Pero cuando encontraron una rendija en medios más tradicionales, también intervinieron allí. Por ejemplo, el cine silente sufragista hizo uso ni bien pudo de una industria claramente patriarcal, para responder a una serie de películas antisufragistas que estaban cooptando el sentido común. Cuando hubo que salir a disputar las paredes con pintadas también lo hizo -y hace-. Cuando hubo y hay que salir a discutir conceptos abstractos, a twittear, también. Cuando hay que señalar argumentos falaces, cuestionar el Poder Judicial, leer la historia del arte de otra manera, disputar lugares en una lista, consignas de una marcha o el presupuesto, también. Estamos en todos lados. Desarmar un orden afectivo, algo tenido como dado, obliga a recurrir a muchas estrategias distintas.
¿Lo que durante siglos se enunció como esfera privada, no se trata en realidad de la privatización de lo femenino para mantener el orden patriarcal e impedir cualquier tipo de justicia? Por ejemplo, el control de los estados sobre los cuerpos para involucrar esas condiciones de silenciamiento y clandestinidad, asociadas en el libro al terrorismo de Estado, y enlazo una imagen de diciembre de 2020 que citás, en el marco del debate por la aprobación del aborto, del puño en alto con el pañuelo verde y la frase “No es sí o no. Es legal o es clandestino”.
-Sí, así es. El Estado, como otras instituciones, tiene una matriz cisheteropatriarcal, y a lo largo del tiempo y de distintas maneras recurrió a estrategias que buscaron llevar la experiencia de mujeres y diversidades, en este último caso de manera aún más radical, al silencio y la clandestinidad. De hecho, los estereotipos, que se encarnan en el orden afectivo o en el lenguaje, son una forma de la invisibilización. La violencia sexual ejercida como crimen de lesa humanidad en el marco del terrorismo de Estado durante la dictadura fue clandestina en un doble sentido: por estar al margen de la ley y por imponer un silencio aún mayor al tratarse de crímenes más difíciles de exponer. Esto no quiere decir que el Estado no pueda transformarse ni que sean lo mismo uno genocida y uno democrático. De hecho, un Estado que reconoce derechos civiles a las mujeres o al matrimonio igualitario es ya una institución diferente. Por supuesto, hay feminismos que no acordarían con este último punto.
Lxs adolescentes, adultxs y militantes históricxs que se movilizaron por la legalización del aborto en 2018 encarnan un hito para la política feminista latinoamericana y, como afirmás, una nueva desobediencia a las configuraciones afectivas establecidas. ¿Cómo caracterizás ese cruce generacional enlazado a la historia inmediata del terrorismo de Estado, en una línea común de demandas frente a heridas continuas?
Me interesa muy especialmente señalar la marca persistente que el terrorismo de Estado dejó sobre el activismo de la región. No me interesa discutir si una determinada ola llegó supuestamente tarde o temprano, sino que muchas de las características que tiene el movimiento desde la transición hasta hoy se deben a esa marca. Por los vínculos entre los pañuelos verdes y los blancos en el QueSeaLey que señalo en el libro, pero también por la experiencia de la temporalidad y de lo posible que deja la herida persistente del terror. Hay modos de intervenir, de organizarse, de activar, de aliarse, de distinguirse, de pensar ciertos problemas que son resultado de esto. Desde el punto de vista afectivo la manera en que, por ejemplo, se articulan la ira y la esperanza en el activismo da cuenta de esa especificidad. El modo en que se transita la desilusión, también.
¿Qué te provocó reconocer la omnipotencia expresiva de esa opresión cisheteropatriarcal y su violencia de silenciamiento? ¿Te llevó a repensar el significado de la defensa colectiva desde los feminismos?
-Podría decir que encontrar ese modo de gestionar la opresión no me sorprendió. Lo que sí me llamó la atención fue la creatividad para desafiarlo, a veces incluso burlando ese orden desde dentro. La creatividad, la originalidad y la eficacia aun desde sectores del feminismo que pueden ser catalogados como más conservadores. Esto me llevó a pensar en ciertos elementos que dan cuenta del feminismo en términos más o menos generales, pero también en las diferencias en su interior y a través del tiempo. No hay un origen “verdadero” del feminismo que se fue desplegando a lo largo del tiempo. No hay tampoco un progreso desde un movimiento supuestamente algo miope a uno más iluminado. Creo que los feminismos, más allá del uso concreto de la palabra, dicen o hacen cosas diferentes entre sí, pero logran aliarse en los momentos clave. Por momentos clave me refiero a ciertas demandas, las luchas, por ejemplo, en las que se concentra el libro: aborto legal y sufragio, pero también a circunstancias puntuales del activismo, como cuando en el contexto de mayo del ´68 se salió a denunciar el lugar subordinado que mujeres y diversidades tenían en los movimientos de izquierda. Algo que se podría llamar un feliz oportunismo.
¿Cuáles tensiones lograste detectar en los movimientos feministas y qué necesidades entendés que surgen cuando se invisibiliza el feminismo indígena o se vivencian al interior actos de racismo, transfobia y clasismo? Por caso, a meses de un nuevo Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans y No Binaries en San Luis, volvieron a recrudecer las resistencias y los debates por su denominación.
-A mí me interesa subrayar que muchos de estos problemas, que no minimizo en absoluto, han venido sucediendo dentro del feminismo desde los comienzos. No siempre de la misma manera ni con la misma intensidad. Digo, por ejemplo, una parte importante de las sufragistas tuvo expresiones racistas que no eran meramente anecdóticas. Las tensiones de clase también estuvieron presentes. No estoy hablando de exabruptos, sino de políticas antagónicas. Al día de hoy, el movimiento TERF es realmente intenso y peligroso en países como España, pero creo que es mucho menos masivo dentro del movimiento feminista argentino, probablemente, por razones históricas. Aquí me estoy refiriendo estrictamente al movimiento feminista, no a intervenciones aisladas en redes. Creo que el feminismo TERF es una contradicción en los términos, no se puede ser transfóbica y feminista, pero me parece difícil pensar que ciertas sufragistas no eran feministas o protofeministas por ser racistas. El racismo, claro, es particularmente grave en un movimiento emancipatorio, y más aún en un país en el que está invisibilizado, pero a la vez me parecen caminos equivocados tanto romantizar el supuesto corazón del movimiento como resignarnos ante estos problemas. También creo que ser un movimiento emancipatorio obliga a dejar de aferrarnos a nombres, títulos, palabras que tal vez resulten ya anacrónicas, para dar cuenta del propio desarrollo del activismo y de la reflexión feminista. Los feminismos siempre entendieron cuan contingentes son tanto la experiencia como el lenguaje.