El poder se ejerce preguntando puntualmente algo que uno ya sabe, en cambio la venta del poder inexistente es afirmar todo el tiempo lo que no es.
El yoísmo es la devoción argentina y es tan grande la creencia de ser nosotros los inventores del ego que terminamos enredados en una idiosincrasia extraña de gozar en nuestra propia autodestrucción.
Por ese pecado intrínseco en nuestras venas hay, entre otras cosas, una especie de orgullo en la competencia por predecir la próxima catástrofe que se avecina, al mejor estilo del gasista matriculado de Avellaneda que se hacía llamar Nostradamus porque olía la pérdida a mil metros de distancia.
Pensamos tener el copyright del amor a uno mismo, que viene montado en su propia ironía y no nació en Buenos Aires sino que viene desde el hombre de Neandertal. El famoso “yo te lo dije” nace de la necesidad de dejar nuestra propia pintura rupestre en el colapso de la vanidad.
Esto me recordó un proyecto impulsado por la cátedra de antropología urbana de la universidad autónoma de Madrid, donde ya habían conocido otros argentinos. Allí sonaba un latiguillo que escuché años atrás y que era como un spot español: "Hay que comprar al argentino por lo que vale y venderlo por lo que piensa que vale".
Cuando quedó claro que no había que vender humo sino trabajar callado la idea del “abrazo”, instalaban el desafío de construir confianza en lugares hostiles, proyectos que generalmente benefician mucho más al que pretende ayudar que al ayudado.
Esa batalla de soledades que suelen ser diálogos con falta de empatía, refuerzan la retórica de hacer de nosotros mismos, bustos de bronce en plazas imaginarias para que nos admire nuestro propio yo.
La praxis del embrutecido es no poder vincularse más que con su espejo y en este sentido, el interés de sostener vínculos e intercambiar emociones va transformándose en sistemas de automatización donde cada uno de nosotros es constructor de realidades autónomas. Por esa razón entrar a un trabajo de campo como la Cañada Real de Madrid, conocida como una ciudad marginal, hace que el ego se relativice donde nadie tiene ganas de aplaudir sino de escapar.
Un paisaje de jeringas descartadas, sumado a una variedad de imágenes que solo se pueden comparar con el cine de culto balcánico, hacen que uno, al estar allí, sienta pasión y miedo de sobresalir porque el peligro es inminente.
Entre las características principales del paisaje se destacan los yonquis excluidos, la comunidad rumana y una cultura gitana que siente orgullo en esa clandestinidad colorida. Como contraparte hay militantes del ámbito social, sacerdotes de la iglesia creativa, arquitectos que quieren pisar el barro y constructores voluntarios para resolver temas de infraestructura improvisados.
La iniciativa sedujo a la organización “Arquitectos sin fronteras” y a la ONG “Todos por la praxis”, donde bajo el lema de un romanticismo práctico nos encontramos en el “Gallinero”, lugar que describe perfectamente a esa urbanización.
En la misma órbita, pero describiendo el yin-yang del poder y la vulnerabilidad, la frase final de Jhon Milton en la película “El abogado del diablo” le pone firma a la trama: “La vanidad, mi pecado favorito”.
En contraposición con este defecto irresoluble del ser humano, Ernesto Sábato, en un promedio exacto entre resignación y sabiduría, nos deja una reflexión: “Uno madura cuando aprende a reírse con ganas de sí mismo”. Pero también allí hay una trampa autorreferencial. Desde una perspectiva egocéntrica, lo mejor y lo peor está en uno mismo.
Tomo un camino diagonal para entrar de lleno en la forma en la que somos percibidos y en lo que creemos ser. A partir de esa observación todo arranca en el momento del nacimiento y las deudas que debemos pagar en esta vida sin haberla vivido.
Continuando esta línea y en armonía con lo opuesto, para la fe budista la plegaria del Nam yoho renge kyo puede abrir un cielo más amplio y encontrar un horizonte para manifestar la belleza y verdad en el “no yo”. Fuente creativa donde no es necesario afirmar lo que somos afuera porque todo el poder habita en el mundo interno.
Es notorio que la identidad no resuelta se visibiliza con una autorreferencia voluminosa de nosotros mismos. En un atardecer en Plaza Plate, una charla en la mesa de Graf nos hace pensar en aquel amigo cincuentón de Ciudad Jardín, que con su chiste homofóbico pone de manifiesto el macho menos y hace que aún no podamos descifrar si es o no es. Nada hay más tóxico en los vínculos que no asumir lo que uno es.
Pero en otro orden del análisis, no es un problema de la Argentina sino filosófico del ser humano. El mundo nos hizo creer que somos relevantes para seguir fomentando el misterio existencial. Hoy seguimos pensando que el planeta tierra tiene vida propia sin estar en la red de los múltiples universos.
Por eso es adorable la escena icónica de la película de Spilberg donde Elliott, el niño protagonista de E.T. después de convivir con un ser de otro mundo, vuela con las bicicletas y la banda de sus amigos mientras un cielo de fondo nos muestra que hay mucho más allá que lo que solemos pensar que somos.
El ego amateur fabrica, en escalas industriales, el commodity de la autorreferencia. Sucede que cada tanto se hace eco de sí mismo para elevar la producción de un concepto conquistador y filosófico: El hombre como medida de todas las cosas.
El gran Leonardo nos ha dejado “El hombre de Vitruvio”, estudio de las proporciones ideales del cuerpo humano, el cual nos marca que todos los inventos están pensados en las proporciones que llamamos normales pero el mundo es anormal y se constituye con innumerables variables.
Haciendo honor a todo lo anterior y después de reflexionar sobre el mal de creerse el centro del universo, todos me dirán que lo pensaron antes que yo. La coincidencia es que ese mundo es pura imaginación, mientras camino por la calle Wernicke de Ciudad Jardín, hablando solo. Será que nos encanta escuchar el sonido de nuestra voz interior.