Para Mercedes

28 de abril

Aunque la tapa del Diario El Litoral decía ayer que “se votaba con total normalidad”, y hoy muestra el apretón de manos de los dos candidatos para el balotaje, nosotros ya sabemos que se viene el agua. El pequeño recuadro central, con fondo color salmón, que decía ayer “El Río Salado creció 33 centímetros en dos días”, se había convertido hoy en media página en la parte inferior: “El Salado invade todo lo que encuentra a su paso”, junto a un copete, también fondo color salmón: “Pronóstico”. La Profesora Ratto nos enseñó en el magisterio a analizar las noticias, pero no es por eso que lo sé. Lo sé porque se huele en el aire. Lo sé porque, aunque los cimientos sostengan las paredes, y las paredes el techo, y esta sea nuestra casa, donde hicimos familia, donde tenemos los chicos cerca, cuidados y abrigados, donde tuvimos sexo en una cama desvencijada pero caliente, donde cultivé las rosas, las azaleas y las hortensias (aunque mamá decía que no, que las hijas así no se casaban), ya aprendí que la casa puede agrietarse, que la familia también, que puede romperse en mil pedazos como una cerámica, sin hacer mucho estruendo, sin que nadie lo note. Es la historia de mi vida. Caerse y levantarse. Sin estridencias, sin público. Unos seres anónimos, inundados, comidos por el agua. Nosotros sabemos que se viene el agua y yo no sé nadar. Pocho trabaja de taxista a la noche, y todas las horas que le dan el taxi. ¿Cómo hago para, con dos brazos, agarrar a los tres? Él me avisó, por medio de la radio de los taxistas hizo venir a un compañero que estaba cerca para decirme que estaban evacuando en Mendoza al fondo, topando circunvalación. Parece irreal que vaya a llegar a Santa Rosa de Lima, a las vías, al Parque Garay. Por las dudas les preparé la mochilita, les puse un cambio de ropa interior; me bañé, me cambié, los cambié a ellos dormidos, les preparé las mochilitas, ya lo dije, ya sé. Si pasa esto, no sé cuándo vamos a volver a dormir. No sé cuándo me voy a volver a bañar.

29 de abril

Me despierto con un griterío. En el entrevero reconozco algunas voces de los vecinos. Salgo para el tapial de adelante mientras me pongo el buzo, sin el corpiño. Está clareando. Unos hombres desde un camión desvencijado reparten arena para armar defensas para las casas. Dicen que eso va a parar el agua para que no entre a las casas. El clima es tenso porque algunos dicen que no sirve, que nos va a tapar igual. Pocho todavía no llegó y no tengo cómo comunicarme. En un frenesí voy y vengo de la entrada al fondo, saco tierra de atrás para poner adelante. Cavo con la pala, pongo en el balde, descargo, vuelvo, cavo con la pala, pongo en el balde, descargo, vuelvo. No tengo calor, no tengo frío. Soy una máquina que desnivela mi propia casa y prometo a los rosales que los voy a cuidar después, que ahora tengo que sacar la tierra para que no me agarre la inundación y ponerla donde sirve. Nina sale bostezando, la perra atrás oliéndole la mano. Ahí me doy cuenta de cómo voy a hacer para llevar los perros y los gatos. No sé qué hora es. Busco a los otros dos, que siempre les cuesta levantarse. Ramón, Tino, vamos chiquitos mi amor. No quiero sonar desesperada, porque mi tono es su medida de realidad, pero cuando salgo por la puerta del comedor que da a calle Crespo se me paran los pelos. Veo venir el agua. Por encima del horizonte, parece mentira, pero es. Hay que agarrar lo que se pueda. Hay que seguir a la gente que ya está caminando dando la espalda a ese bloque marrón, plata, que se nos viene encima como una lengua de muerte. Hay gente que lleva los colchones enrollados. Vamos caminando para la Escuela en la que trabajé toda la vida, a cinco cuadras de mi casa. Hay que ir por calle Tucumán y doblar en San José, decimos entre los vecinos, para no desencontrarnos, para saber que estamos todos, vamos para la Iglesia o la Escuela, digo. Cuando vamos por San José, cruzamos el Pasaje Magallanes. Mirá el agua, me dice mi vecina. Se ve venir el aluvión. No sé dónde estará Pocho. No miren, no miren, les ordeno a los chicos. A la chiquita le tapo los ojos. Mirá para adelante, le digo al del medio. El más grande no mira. Se agarra a su mochila y sigue caminando.

30 de abril

No pararon de llegar. Los estaban poniendo en la sala de firmas. Después nos metieron a todos arriba, donde está el Salón de Actos, porque el agua ahí también va a llegar. Un hombre, que no es del barrio, hace un inventario de la gente. Apellido, dice. Heim, contesto. Se lo deletreo porque a pesar de la economía alfabética que porta, nunca nadie lo escribe bien. Me lo preguntan en mi propia escuela, y esta vez soy yo la que deletreo.

Cortaron la luz. Ahí me entero que son las once de la mañana. Pienso en mi hermana, monja de clausura en el convento de carmelitas de Concordia. Decidió su destino a los quince años, en la escuelita parroquial, donde todavía hablábamos alemán, aun cuando ya no lo recuerde. Supo que se iba a consagrar a Dios con exclusividad, aunque vivíamos en la Aldea Protestante éramos de la rama católica de los Alemanes del Volga, los rusitos, los vizcacheros. Así nos llamaban, porque mis parientes llegaron por Diamante y fueron atravesando la provincia como nómades buscando un lugar para vivir, hacían pozos en la tierra para dormir, tapados con chilca, ramas, paja brava. No necesitaron ladrillos, ni chapas, ni puertas, ni vidrios. Los arropaba el campo, se alojaban en el litoral de una tierra que se abría como el pan, se ofrecía, pasiva, como un paraíso. Ellos eran un puñado de miles resistiendo, sin hablar la lengua, con su sola presencia. No pedían. Mostraban que vivían con nada. Que la intemperie era su cobijo. Ese despojo humano e inentendible inquietó a los políticos, que decidieron darle tierras, y por familia, un arado, un hacha, un rollo de soga, dos vacas, dos bueyes y un caballo. Ni eso nos quedó. Los bueyes murieron, las vacas son ajenas, el campo está envenenado.

Pienso en mi mamá, que murió de cáncer, un tiempo después que empezaron a fumigar. Pienso en el perro que no pude traer porque no estaba en casa, es un callejero. Pienso en la maestra, compañera mía, que cuando pasamos por calle San José estaba en la terraza armando una carpa. No sirve esta vez hacer un hoyo en la tierra. Hay que elevarse alto para que el agua no nos tape como una boca negra.

Yo nunca antes he salido de mi casa, nunca antes he dejado mi casa, me fui de la casa de mi padre para irme a mi casa de casada. Ahora he dejado todo, que no es nada, para traerme todo sin lo cual soy nada. Y yo ahora soy todo para ellos, su voz, su mirada, su temperatura. No hay juguetes, libros, fotos, tele, no hay plantas, sartenes usadas, vaso preferido, caja de recuerdos, no hay frazadas de cada uno, almohadón heredado, cucha del perro, no hay sonidos comunes, no hay horarios de rutina, ritos tranquilizantes, sólo ruidos advenedizos que no reconocemos. Porque no es así como me enseñaron en la clase de filosofía del magisterio, donde Kant dice que el tiempo y el espacio son a priori, que están antes del conocimiento (dice de los dos, pero me interesa el espacio). Eso es muy abstracto aparte de falso. Al espacio lo construye la madre, es la que pone, guarda, limpia, ordena, dice qué es entrar, qué es salir, hasta dónde, por dónde. La madre es la que sabe dónde están todas las cosas de la casa. Una madre es el espacio, empezando por el cuerpo que ha puesto, en ese parir, amamantar, criar, que es un tratamiento de fluidos, entre esos cuerpos que en principio son uno, que son una plataforma indefinida constituida por órganos, huesos, cartílagos, pero que su ochenta por ciento, proporcionalmente, es agua. La gente sigue llegando. Los abrazo fuerte, porque somos náufragos, en el medio del desastre, somos agua, pero esta agua es mía.

3 de mayo

La ropita, de nena, de nene, cuelga de los tejidos romboides del predio. Nos trasladaron al Club Bancarios. Evacuados gracias a la mutual de los maestros. Hay todo tipo de gente. Pensar que dos semanas antes recordábamos las carreras de Reutemann. El Pocho lo adoraba, por eso lo votó. No creo que las podamos ver más. Porque esto se sabía que iba a pasar, aunque no lo creíamos. Veíamos cómo del campo cerca de la autopista sacaban a las vacas días antes. A nosotros no, nos tuvimos que ir caminando solos. Del Hospital de niños sacaban las cunitas de terapia intensiva. ¿Qué verán los del helicóptero que pasa a cada rato? Una playa oscura con pancitas blancas tendidas al sol, amebas que por fin respiran su libertad, llantos que, agotados de que nadie se apiade, braman con una fuerza imparable.

El agua te llega. Es rápido. La tenés en los tobillos. De pronto en las rodillas.

Pocho nos encontró. No sabíamos de él porque andaba con una canoa sacando más gente. Nos cuenta que el marido de mi amiga, la Chela, amiga y vecina, el marido y su hijo de quince no querían salir de la casa. Nos cuenta que una perra quedó flotando en una parra. Nos cuenta que no hay velas en el barrio o las que hay cuestan cinco pesos cada una.

En el Club Bancarios nos dieron ropa. Cambiamos a los chicos, que estaban empapados. A algunas ropitas las lavamos. ¿De quién era esa ropa antes? Mi amiga no la quería usar. Le presté algo mío. Nunca nos imaginamos tener que ponernos ropa interior usada. Nunca pensé en esa posibilidad. Podés llegar a hacerlo en un momento límite. Pero mi amiga se resiste, no se quiere cambiar. Lavamos y colgamos la ropa, como para mantener algo de lo que hacíamos antes, hacer como que estamos en casa, que los chicos nos miren haciendo. Pero cuando vamos a juntarla no sabemos cuál es “la nuestra”. Nos da miedo sacar ropa de “otra persona”. Nos da terror esa ropa sin dueño, sin aura, sin historia. Acá nada es de nadie.

9 de julio

Es el día de la independencia, y volvimos a las casas. Somos los últimos de la cuadra así que tuvimos algo de tiempo. Todo este tiempo paramos en una casita que nos prestaron a las dos familias, pero ya no da más, nos terminamos peleando. Hubo que prepararse para tirar todo. A los libros de arte los tiramos todos. Se salvó la mesa de modista de mamá y las cuchetas de los chicos porque estaban pintadas con barniz marino. Los de la municipalidad vienen con una pala hidráulica, nosotros hacemos una montaña en casa, ellos juntan y llevan. Tiramos la casa por la ventana, literalmente. Nosotros con tres hijos, los vecinos, cinco. Nos turnamos para cuidarnos los hijos, para que no vean todo lo que ha sido destruido por el agua.

Me pregunto cuánto tiempo nos llevará poder entender la ambivalencia de las cosas. Las cosas que tienen alma, y las almas que ya no tienen cosas. El agua, elemento inocuo, liviano, vital, o tan dañino, tan abominable. Yo nunca antes había salido de mi casa, nunca antes había dejado mi casa, me fui de la casa de mi padre para irme a mi casa de casada. Ahora he perdido todo, que no es nada, para cuidar de todo sin lo cual no soy nada. El clavo que veo, solo, en la pared me recuerda la ausencia de las cosas. Miro por la ventana de mi casa vacía. Una rosa se hizo camino para crecer por entre el desperdicio. En contra de cualquier pronóstico, de cualquier cuidado, de cualquier alojo. Con la hostilidad silente de los vizcacheros. Acostarse en el agujero de la tierra a esperar su momento. Sin pedir nada. Resplandece solitaria en medio de la destrucción. Me contengo de cortarla. La vida se abre paso. Con furia. Pero yo no seré nunca más la misma.

Nina y Ramón juegan en la calle, que sigue cortada por la catástrofe. Un charco sigue insistiendo en el medio del cráter que se formó en el ripio. Vienen los vecinitos de enfrente y los de mi amiga. Están juntando maderas, hierro, cachos de goma, como unos cirujas. Guarda con las astillas, le digo. Nina me mira, pero está abstraída. No tiene manos, no tiene pies que puedan lastimarse. Es un cuerpo sutil que está en la playa juntando caracoles, rodeando las aguavivas. En las playas de todos los mundos se reúnen los niños. El cielo infinito se encalma sobre sus cabezas, decía la poesía de Tagore que estaba en el libro de la secundaria. Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que podamos dormir cuando llueva.