El discurso inaugural de Guillermo Saccomanno fue histórico porque planteó un tema central: el pago de honorarios para hablar en la inauguración de la 46° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. El escritor y columnista de Página/12 contó que hubo algunos editores que se opusieron amparados en que pronunciar las palabras de apertura en La Rural significaba un prestigio. “Me imaginé en el supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con prestigio”, ironizó el autor de Cámara Gesell y recordó que quienes lo precedieron nunca habían cobrado. “El uso que de estas figuras hizo la Feria en función de su propio prestigio ha sido mala fe ideológica. Soy el primer escritor que cobra por este trabajo”. Escribir es un trabajo y por eso, en la noche del miércoles en el marco de las jornadas profesionales de la Feria, la Unión de Escritoras y Escritores también hizo historia al presentar el primer tarifario de referencia para el trabajo de escritoras y escritores.

Desnaturalizar la gratuidad

El tarifario es orientativo de lo que deberían cobrar por la presentación en ferias de libros y festivales (a partir de 10.000 pesos), por ser jurado de preselección de concursos literarios (a partir de 60.000 pesos) y por la actividad docente como un taller grupal (1.200 a 2.000 pesos), entre otras actividades. 

“La idea de este tarifario es sentar un precedente, plantar una bandera y decir: escribir es un trabajo y por nuestro trabajo exigimos una remuneración. Nos sucede permanentemente entre colegas esto de estar preguntándonos cuánto deberíamos cobrar por tal o cual trabajo”, explica Débora Mundani a Página/12 y advierte que no será de un día para el otro que la industria editorial y periodística reconozca ese tarifario, pero “es el primer paso para desnaturalizar esta idea de que podemos seguir haciendo las cosas ‘de onda’ y digo ‘de onda’ porque muchas veces la gratuidad ha tomado esta forma de la entrega apasionada por la palabra, como si ese amor o pasión por la escritura no fuera un trabajo y no demandara tiempo”. 

“Es importante correr el velo sobre ciertas prácticas instaladas: la gratuidad de nuestro trabajo es el resultado de un proceso histórico en el que las y los trabajadores de la palabra hemos producido y seguimos produciendo, sin retribución monetaria a cambio, la materia prima de una industria que mueve mucho dinero”, argumenta la escritora.

“Sabemos que la necesidad de publicar, la idea romántica de la literatura y otras cuestiones alrededor de la generación de un material tan importante simbólicamente, a veces escinde lo monetario de lo creativo -reconoce Enzo Maqueira-. Pero esa tiene que ser una decisión de quien escribe, no de la industria que luego se va a beneficiar de ese libro. El tarifario busca desnaturalizar la idea de que escribimos gratis”, subraya el escritor y precisa que no se trata de un tarifario destinado solo a la literatura. 

“Cuando hablamos de autoría, hablamos de todo tipo de libros (desde la novela autobiográfica hasta un manual escolar, un libro de literatura infantil y juvenil o uno de historia). Y cuando hablamos de trabajos nos referimos a escribir el libro pero también a dar conferencias, redactar prólogos y contratapas, participar de jurados. Todo eso está contemplado en el tarifario, que busca cambiar el mal hábito de la industria, que muchas veces parece financiarse a costa del trabajo gratuito o mal pago de quienes generan los textos”.

Trabajadores de la palabra

María Inés Krimer recuerda algo medular: que escribir no sea considerado un trabajo para una amplia mayoría de la sociedad ya lo señalaba Roberto Arlt en sus Aguafuertes del diario El Mundo. “Desde entonces, nada ha cambiado en forma significativa; argumentos tales como ‘mirá que no hay plata’, o ‘ya sabés como están las cosas’ se escuchan a menudo en las negociaciones con las editoriales, condenando al autor (en el mejor de los casos) a ser el último en la cadena, después de pagar el papel, el diagramador, el ilustrador y el corrector. El argumento del prestigio ya está devaluado. No sirve para la compra del supermercado ni para pagar la factura de la luz”, enumera Krimer. 


“Somos trabajadores de la palabra, no le encuentro mejor definición”, plantea Silvina Rocha, escritora, cantante y compositora. “Nosotros generamos una idea, somos propietarios de una idea; esa es nuestra mercancía y esa mercancía tiene un precio. No queremos que se pierda de vista que toda la cadena editorial nace a partir de esa expresión original de una idea. Somos el primer eslabón a partir del cual comienza una industria muy grande que mueve mucho dinero. Pero, a diferencia de un hacedor de chacinados, nuestro producto es además una expresión cultural”, compara Rocha y destaca que ahí está el problema porque “no vendemos chorizos, y ponerle un precio al trabajo intelectual es bastante complejo” porque “no es lo mismo escribir una novela durante cinco años, que dar una charla o hacer una lectura crítica”.

Pensar un tarifario en un país con más de 50 por ciento de inflación anual parece “bastante descabellado”, apunta Rocha. “Obviamente un escritor novel no podrá aspirar a cobrar lo mismo que uno de renombre y con 20 libros publicados, está claro que no puede homologarse una posición con otra, pero al menos el tarifario servirá de referencia, incluso para los que no puedan aún cobrar mejor. Hay una cifra que indica, como parámetro, a lo que uno como escritor debería mínimamente aspirar. La industria editorial no debería tomárselo a mal”, sugiere la escritora, cofundadora del Colectivo de Literatura de Literatura Infantil y Juvenil (LIJ). “El trabajo del escritor es muy solitario, y a veces la industria hace uso de ese silencio. Nosotros queremos poder hablar abiertamente de pagos porque romper con la individualidad y el silencio nos va a permitir a nosotros, trabajadores, estar más conectados con nuestro oficio y pelear por mejores pagas”, reflexiona Rocha.

Maqueira revela que hay muchas editoriales que apoyan a la Unión de Escritoras y Escritores. Otras, en cambio, se sienten atacadas. “En los últimos veinte años vimos crecer un boom de editoriales. Con todas las dificultades propias de nuestro país, con crisis, con el precio del papel en dólares, con todo eso, llevamos veinte años viendo nacer nuevas editoriales y profesionalizarse cada vez más. Incluso en los proyectos más chicos hay editores detrás que viven de los libros que publican. ¿Cuántos editores viven de sus libros? ¿Y cuántos autores? Esa es la gran diferencia que tenemos que zanjar. No puede ser que tengamos al mismo tiempo editoriales que crecen y autores que no reciben una paga justa por su trabajo”, analiza el escritor. 

“No puede ser un hábito de la mayoría de los actores de la industria relegar al autor en nombre de la cultura. La cultura no necesita de las editoriales para existir. A las editoriales las necesita el mercado. Donde hay una industria hay un negocio. Los autores y autoras tenemos derecho a ser parte de ese negocio”, concluye Maqueira.