El párrafo 175 del Reichsstrafgesetzbuchs, el Código Penal del Imperio Alemán conformado en 1871, afirmaba con rotundidad que “la fornicación contra natura realizada entre hombres o de personas con animales se castigará con pena de cárcel. También se podrán retirar los derechos civiles”. Con cambios menores y algún breve período de mayor permisividad en su aplicación general, la criminalización de la homosexualidad atravesó la República de Weimar, el Tercer Reich y las primeras décadas de la República Federal Alemana, hasta que el 25 de junio de 1969 una reformulación del artículo dio por terminada la persecución de los actos privados, con la excepción del “sexo con menores, la prostitución y los abusos de autoridad”. Según afirman las fuentes históricas que sirvieron de base para el guion de Great Freedom, el film del realizador austríaco Sebastian Meise que tendrá su lanzamiento en la plataforma MUBI el próximo 6 de mayo, entre 1950 y 1969 fueron iniciados cerca de 100.000 expedientes sobre casos de hombres acusados de actos impúdicos realizados junto a otros hombres. La mitad de ellos recibió una sentencia firme. La película, ganadora del Premio del Jurado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, fue la enviada austríaca a los premios Oscar, aunque en realidad se trata de una coproducción entre ese país y Alemania, donde transcurre la historia. Más precisamente dentro de las apretadas paredes de una prisión, que el protagonista, interpretado con calculada intensidad por Franz Rogowski –uno de los grandes actores germanos de su generación– visita en tres oportunidades, corolarios de sendas acusaciones basadas en el tristemente célebre artículo 175. Pero, ¿cuál es esa “gran libertad” de la que habla el título? ¿Aquella que llega en 1969, con la caída de las normas y la liberalización relativa de los castigos contra los “desviados”? ¿O acaso es otra, que el protagonista Hans Hoffmann va ganando, paradójicamente, en sus múltiples caídas en prisión? Con los modos del drama presidiario atravesados por el melodrama, Meise construye un relato de heroísmos silenciosos y una oda a la amistad más impensada en circunstancias por demás opresivas.
“No sabía mucho acerca del párrafo 175, más allá del nombre y su reputación. Pero me interesé mucho por el tema al leer un artículo periodístico acerca de un grupo de hombres gays liberados de los campos de concentración del nazismo, para ser de inmediato encarcelados por los aliados”. Sebastian Meise responde atentamente a las preguntas desde Londres, donde se encuentra participando del estreno en salas de cine de su película. “Eso llamó mi atención de inmediato, ya que no sabía que conclusión sacar. Quiero decir, todos sabemos lo que hicieron los nazis, los crímenes que cometieron, y en el caso particular de la comunidad gay está el famoso triángulo rosa adheridos a las camisas. Pero que la llegada de los aliados no haya cambiado nada para ellos… eso sí fue un descubrimiento. Lo cierto es que tampoco tenía consciencia de la verdadera dimensión de la persecución a los homosexuales en las dos décadas siguientes al fin de la guerra. Cuánta gente fue afectada por esas leyes. Por supuesto que toda la vida gay se vio alterada, pero la cantidad de personas encarceladas, tanto en Alemania como en Austria, en los 50 y 60 es realmente difícil de creer. Cuando se la piensa desde el presente, esa persecución por parte del estado es algo absurdo: todos esos hombres cuyo único crimen era amar a otros hombres. Eso tiene un componente muy atractivo: ir a prisión por amor, una imagen muy loca”. Great Freedom comienza con una extensa secuencia en una “tetera”, un baño público en el cual la actividad sexual es bastante frecuente. Filmada en un formato analógico que de inmediato remite al pasado, la escena simula un registro policíaco realizado desde atrás de un vidrio de visión unilateral, similar a una Cámara Gesell: desde fuera puede verse lo que ocurre dentro, pero no a la inversa. No se trata, desde luego, de una invención del guion del propio Meise y su colega Thomas Reider: el estado alemán desplegó agentes y la tecnología necesaria para atrapar in fraganti a los “criminales”. Entre ellos, en la ficción, Hans Hoffmann (Rogowski). Corre la década de 1960 y Hans vuelve a ingresar a la misma cárcel que dejó tiempo atrás, el comienzo de un viaje en el tiempo que divide al film en varias etapas temporales, cada una de ellas con un estilo visual propio, y una relación de amistad (y algo más) que atraviesa el relato de punta a punta.
Profusamente tatuado en gran parte del cuerpo, Viktor (el actor austríaco Georg Friedrich) está condenado por homicidio y es el primer compañero de celda de Hans en su temporada seminal en prisión, luego de la liberación del campo de concentración. La dureza del primer encuentro, el desprecio en la mirada de uno sobre el otro por su condición de homosexual, irá mutando con el correr de las dos horas de metraje hacia una amistad tan profunda como duradera, en las buenas y en las malas. Amén del encuentro con otros presidiarios durante los tres períodos de encarcelación, que la película utiliza casi como único trasfondo para contar la historia. Con la notable excepción de tres breves instancias, una de las decisiones más interesantes de Great Freedom radica precisamente en evitar la descripción de la vida de Hans fuera de los muros custodiados del presidio. “En el primer borrador del guion teníamos varias escenas en el exterior, pero la determinación de atenernos exclusivamente a lo que ocurría dentro ocurrió muy temprano”. Meise recuerda ese momento como si se tratara de una epifanía: “Es que, para el protagonista, estar adentro o afuera es básicamente lo mismo. La vida para él es una prisión. No es que la cárcel lo hace una mejor persona ni nada por el estilo; no es que puede cumplir la condena y decir ‘bueno, ahora soy mejor y no volveré a cometer el mismo crimen’. Eso es imposible, ya que no puede dejar de desear y de amar. Por lo tanto, la decisión de mantener la historia en la prisión funciona un poco como metáfora de su vida. A partir de allí comenzamos a experimentar con la narración no cronológica, y eso nos ayudó a lograr la idea de que Hans está atrapado en una suerte de bucle temporal del cual no hay escape posible. Cuando sale vuelve a entrar casi de inmediato, porque toda su vida es ilegal. Su existencia está marcada por el hecho de actuar contra la ley todo el tiempo”.
A la hora de hablar de influencias, si bien la historia del cine ha definido el género carcelario como un universo eminentemente masculino, muy de machos, en el cual el sexo casual detrás de las rejas es visto como una forma de sometimiento violento, títulos como el clásico de Jean Genet de 1950 Un chant d'amour o la adaptación de la novela de Manuel Puig El beso de la mujer araña regresan a la memoria como senderos transitados. “Genet es una referencia ineludible, desde luego, no sólo por la película sino también por sus libros. Pero a pesar de que me encanta su obra, la manera en la cual vincula la sexualidad con el tema carcelario es muy diferente a lo que deseábamos lograr con nuestro film. Queríamos evitar ese trasfondo como una forma fetichista del amor gay”. Meise repite en un par de oportunidades el siguiente concepto: la vida de Hans pudo haber sido muy diferente en otras circunstancias; de haber nacido en otra época podría haber disfrutado del amor, de la alegría. Una de las tres escenas que transcurren extramuros tiene el tono de un sueño idílico, que el film presenta en un formato de imagen diferente, como si se tratara de found footage (la contracara directa del otro “metraje encontrado” ubicado al comienzo de Great Freedom, la prueba del delito). Sobre el final, un dark room que Hans recorre como turista lo muestra libre y un poco extrañado, recorriendo las mazmorras y rincones del laberinto y observando ese contacto físico vedado por la ley durante tanto tiempo. “Lo que me interesa de la cultura de los ‘cuartos oscuros’, que son lugares realmente crudos, es que toman los símbolos de la opresión –las rejas, los uniformes de policía, la oscuridad, los glory holes– e irónicamente los transforman en sinónimos de una gran libertad. En algo que no puede hacer daño. Uno de los primeros clubs gay que abrieron en Berlín después de la enmienda del párrafo 175, a comienzos de los 70, tenía rejas de prisión en la barra y a través de ellas se vendían los tragos. Lo interesante a nivel histórico y legal es que el artículo en cuestión fue totalmente abolido recién treinta años más tarde, así que la criminalización de alguna manera continuó. Todavía había que esconderse, aunque ya no fueras a prisión”.
Para muchos espectadores locales, el rostro de Franz Rogowski es el de los films de Christian Petzold Transit y Undine –ambos estrenados comercialmente en Argentina– y el de la producción histórica de Terrence Malick Una vida oculta. De perfil clásico y una ductilidad más que apreciable para encarnar personajes complejos –amén de un labio ligeramente leporino que ha hecho que varios textos lo vincularan superficialmente con su par en la actuación Joaquin Phoenix–, Rogowski es en Alemania una estrella de cine en pleno ascenso, y para Meise “tenerlo a él como contraparte del personaje interpretado por el austríaco Georg Friedrich, a quien sigo como espectador desde los tiempos de Dog Days (2001), de Ulrich Seidl, fue un sueño hecho realidad. Tenía a los dos en la cabeza mientras escribía el guion y siempre supe que la química entre ambos iba a transformarse en el corazón de la película. Son actores muy poderosos, que tienen una clase de fortaleza actoral muy similar”. En cuanto al rodaje, el realizador recuerda que no hubo prácticamente ensayos previos. “Georg es alérgico a los ensayos y a Franz tampoco le gustan mucho. Pero nos reunimos muchas veces para conversar sobre la historia y los personajes, para conocernos y formar esa pequeña familia que se da en casi todas las películas. Creo que eso es muy importante en el cine: tener una visión compartida”. Gran parte de la filmación tuvo lugar en lo que supo ser una prisión real. “En el este de Alemania hay muchos lugares así, y cuando estábamos haciendo la búsqueda de locaciones de inmediato hallamos no menos de doce cárceles desocupadas. Sólo tuvimos que elegir una. Al principio conversamos mucho sobre la posibilidad de construir las celdas en un set, porque eso facilita mucho la posición de la cámara y otras cuestiones técnicas. Pero decidimos en contra de esa idea: las limitaciones en el cine, y en el arte en general, muchas veces te ayudan. Nunca es bueno tener todas las posibilidades a mano. La atmósfera del lugar real aportó mucho a los actores y a la historia en sí misma. Cuando estás todo el día filmando en una ex prisión de la República Democrática Alemana se siente la opresión, y eso generó muchas discusiones en el equipo y los actores. En las películas todo tiende a ser falso y uno intenta que las cosas resulten creíbles. Aquí estaba sucio y frío y eso, de alguna manera, nos anclaba a la realidad”.