Esta historia empezó el 21 de agosto de 2019, cuando Metallica puso a la venta más de 35 mil localidades para una nueva presentación en la Argentina. El encuentro sería el 18 de abril de 2020 en el Campo Argentino de Polo.
Meses después, el acontecimiento del coronavirus motivó, entre tantas otras cosas, la posposición de todo evento masivo; en ese conjunto cayó la presentación del cuarteto, enmarcada en la gira WorldWired Tour, que quedó suspendida en una nebulosa.
Finalmente, al cabo de dos años de espera y una reprogramación para diciembre de 2020 que tampoco pudo ser, Metallica concretó ayer en el predio de Palermo una nueva visita al país. La sexta desde el debut en suelo porteño, allá por mayo de 1993, con un doblete en cancha de Vélez, propulsados por el mundialmente famoso “Álbum negro”.
Mientras los tótems amagan una y otra vez con tirar la toalla -lo hizo KISS en el país, recientemente-, la impresión de finitud frente a la que el rock y sus vertientes se estuvieron enfrentando en el último tiempo se amplificó y profundizó en virtud de lo imponderable. Ante la incertidumbre creada por la pandemia, ¿habrá sido esta la última oportunidad de ver a Metallica en la Argentina?
“Es un honor compartir escenario con una de las bandas más influyentes de nuestro tiempo”, expresó Josh Kiszka, cantante de los teloneros Greta Van Fleet, que llegaron por segunda vez a Buenos Aires, y para los que la cuestión de las influencias no es menor. Con una década de trayectoria, su innegable -y nunca negada- inspiración en cierto hard rock de los ’70 todavía desata una serie de controversias acerca de los límites y posibilidades del género en la actualidad.
No obstante, el cuarteto -que mayormente integran los tímidos pero seguros de sí hermanos Kiszka- ofreció un concierto sólido. Desde el alarido inicial del cantante hasta la levantada con “Highway Tune”, pasando por momentos de vuelo, con el medley entre “Lover, Leaver” y “That's All Right”, primera canción publicada por Elvis Presley y, para algunos estudiosos, piedra fundamental del rock and roll.
Si de influencias se trata, Metallica es un acontecimiento en sí mismo. Hablar de ellos es hablar de la historia de la música de los últimos 40 años: la avanzada del thrash metal y Master of puppets como obra cumbre, la popularización mundial de la música pesada con su disco epónimo, el renunciamiento al negro y los pelos largos, la disputa contra Napster;, terapias de grupo, documentales, rehabilitaciones… Fue casi imposible mantenerse al margen al menos de alguna situación ligada con esta banda -venerada o cuestionada-, que en su grandilocuencia encontró siempre la forma de ser observada como ilusionista de lo absoluto. Para bien, o para mal.
El inicio fue excitante para las más de 35 mil personas que encendieron ánimos y celulares sobre el lomo de “Whiplash”, tema de andar furioso y celebratorio del ritual metalero, rescatado de su crudo disco debut, Kill 'em all, de 1983. Otra viejita y querida, “Ride the Lightning”, confirmó el camino. “¡Mirá! ¡Mirá a la familia de Metallica en Buenos Aires!”, exclamó el guitarrista y cantante James Hetfield, con un pasable acento local.
A lo largo de sus casi dos horas, la puesta en escena tuvo características inmersivas. Las cinco pantallas verticales que detrás de los músicos, dispuestas en modo biombo, recortaban un marco imponente que parecía abrazar al grupo. Entre visuales y tomas del vivo, lo disparado desde las pantallas le dio a cada canción una ambientación propia, como si cada pieza debiera ser una experiencia en sí misma. A ese propósito se sumaban efectos especiales, como las luces láser que parecían envolver a la masa en colores.
Sin puntos muertos, con cada detalle cronometrado a la perfección y siempre algún estímulo en la gatera, la lista de temas fue dinámica entre tiros fuertes y al medio, y excluyó a los trabajos menos populares para concentrarse en los puentes emocionales con la audiencia. Esto, más algunas entregas de Hardwired… to Self-Destruct (“Moth into Flame”, “Spit Out the Bone”), su muy buen último trabajo de estudio, de 2016.
En lo estrictamente musical, hace años que el cuarteto entrega sobre el escenario un número algo caótico, marcado por la poca dedicación del baterista Lars Ulrich a su instrumento, tema que ha sido motivo de estudio y discusión durante mucho tiempo. El guitarrista Kirk Hammett aporta movilidad y filo con sus punteos, Robert Trujillo engorda el sonido con la contundencia de sus bajos, pero si se quiere encontrar la verdadera pisada, hay que escuchar a la mano derecha de Hetfield. Desde ahí parten los riffs más pegadizos, como en “Seek & Destroy”, “Holier Than Thou” o “Sad But True”, estas últimas, referencias al “Álbum negro”. La voz del cantante se escucha algo al límite de sus posibilidades, cercada por el paso del tiempo.
Acaso consciente de todo esto, Metallica presiona alto y busca que la experiencia sea completa. No hay tiempo de pensar. Las llamas de cinco metros en “Fuel” parecen quemar las cabezas. Las visuales son magnificentes y concisas. Todo es estímulo con impacto. Si se produce un silencio, Hetfield enarbola un mate ante la multitud. Así, como creadora de eventos, la banda que cambió el trayecto de la música pesada persiste, indestructible, en su megalomanía.
Después de la última presentación en el país en 2017, este regreso fue la historia de una celebración postergada que, como tal, se volvió más sabrosa. Todo acabó con un show de fuegos artificiales sobre el techo del tablado al cierre del bloque “Nothing Else Matters” / “Enter Sandman”, los mayores éxitos de su disco más exitoso, y la puerta de entrada a la música pesada para tanta gente. ¿Cuántos habrán estado también en aquellas noches de mayo del ’93 en Vélez?
La pirotecnia echó luz sobre miles de sonrisas que se abrían paso entre barbas canosas. “Gracias por esperarnos, por estos dos años y por los 40 anteriores”, dijo un Ulrich ya fuera de su habitual posición, mientras sus compañeros lanzaban púas hacia la multitud. Y un grupete se animaba a reclamar “Una más y no jodemos más”, con la esperanza de seguir contemplando, al menos por unos minutos extra, aquella eficaz y estimulante representación de lo absoluto que, por décadas, hizo de Metallica un hecho imposible de ignorar.