Le decían Vela, como a la chica de esa película de vampiros que nunca recordaba el nombre. Sí, ésa que se enamoraba del pibe lindo que se alimentaba de sangre de animalitos porque también se había enamorado de ella. Su nombre era también producto de una decantación de Violeta, la media lengua de su hermano menor la había rebautizado, ¡vaya uno a saber!
Vela era la mayor de seis hermanitos, todos varones. Su mamá alternaba períodos en su casa con cada embarazo, luego desaparecía, y así, con sus consecuentes intermitencias, producto de la estadía de sus diferentes maridos a los que invitaba a pernoctar en su casa. Vivían un tiempo allí, le chupaban la sangre y desaparecían. Siempre así. Al cabo de un tiempo, ella les volvía a creer para luego vociferarle maldiciones, hasta que alguno le prometía no sé qué cosa, le hacía otro hijo y volvía a desaparecer.
Los únicos que siempre estaban eran sus abuelos. La abuela Mari la acunaba cada vez que estaba sola en casa o cuando su madre la despachaba porque estaba en celo con uno de sus nuevos novios. El abuelo Ernesto era distinto. Andaba con el ceño fruncido, pero cuando la veía a Vela no dejaba de sonreír. Ellos eran todo para ella. Se sentía preferida, una forma de compensar la indiferencia de su madre.
Cuando Vela cumplió diez años, su mamá estaba embarazada por sexta vez. Y como era habitual, el nuevo marido se aquerenciaba por un tiempo, y entonces Vela pasaba más tiempo con sus abuelos. Una mañana de un sábado, el abuelo que andaba serio como siempre, le sonrió forzadamente mientras ella miraba la televisión. Le rascó la cabeza como siempre hacía mientras ella desayunaba, y luego con el rostro todavía algo ensombrecido le dijo que tenía que enseñarle algo muy importante. lo debía acompañar al patio, abajo de la higuera que no dejaba crecer el pasto, pero a cambio les regalaba una sombra increíble. Ernesto acomodó su reposera cerca del tronco del árbol, y a ella la sentó en su taburete celeste, hecho con sus propias manos, regalo de algunos cumpleaños atrás.
–Hoy le voy a enseñar algo muy importante–, su semblante permanecía serio. Vela asintió casi imperceptiblemente. Algo debería preocuparle, pensó la pequeña. El viejo prosiguió un poco seco, a lo que estaba acostumbrada. Agarró una manzana de una bolsa de plástico, de ésas que su abuela usaba para los mandados. Vela se fijó en la bolsa...
–¡Cuántas manzanas, abuelo!–. Vela estaba sorprendida porque el abuelo no sabía mucho de cocina.
–Así es Velita–, le respondió cariñosamente. Aunque la sonrisa no aparecía en su rostro.
–Y hay de las verdes–, Vela estiraba el cuello porque la bolsa estaba del otro lado del abuelo, a su diestra. Don Ernesto asintió.
–¿Qué vamos a hacer con tantas manzanas?
–Le voy a enseñar algo muy importante.
Cada vez que su abuelo la retaba, la trataba de “usted”. Pero en esta oportunidad, segura que no había motivo para un reto, despertaba en Vela toda su atención. Su abuelo tomó una manzana roja, primero con una mano, luego con las dos, como si tuviera una taza. Forma rara de agarrar una manzana, pensó la niña, y con un simple movimiento de torsión contrario de una de sus manos la cortó en dos mitades. Vela estaba asombrada.
–¡Quiero hacerlo abuelo!
–Espere un poquito y preste atención –la seguía “usteando”–. ¿Ve como esta mano está firme? La única que se mueve es ésta, la más hábil. ¿Usted con cuál escribe? –Vela levanto la derecha–. Bien, con ésa usted tiene más fuerza, ¿si?.
La pequeña asintió mientras veía como su abuelo tomaba otra manzana y repetía el procedimiento. Las mitades las iban dejando en un balde con algo de agua.
–¿Puedo hacerlo yo?
–Lo vamos a hacer juntos–. El viejo le dio una manzana y él agarró otra. Le aseguró las manitas y le explicó nuevamente. Él hizo lo propio. "A la una, a las dos y a las tres!".
–¡Esta dura abuelo! No se rompe...
–Para que las cosas salgan bien hay que intentar varias veces. ¡No se me desanime! Tiene que trabar con su dedo esta parte, de donde sale la ramita, y del otro lado igual, ¿entendió?–. Vela hacía el esfuerzo: "A la una, a las dos y a las tres!"
–¡No puedo abuelo!
El viejo, con paciencia de sabio, volvió a repetir el procedimiento, hasta que cerca del mediodía Vela cortaba en dos su primera manzana. Feliz corrió a contarle a su abuela que pudo cortar en dos una manzana con sus manos. La abuela le sonrió, algo triste. A Vela le pareció que ella le hizo un gesto a su esposo.
Otro día, mientras practicaban con las manzanas bajo la higuera, Vela le preguntó para qué servía aprender a cortar manzanas, mas allá de jugar a quién cortaba más manzanas en el menor tiempo posible.
–Le voy a contar algo, muy importante -otra vez la “usteaba”-. ¿Usted sabe que los hombres tienen una cosa acá -se señalaba el cuello- que se llama nuez de Adán?
–¿Nuez?-. A Vela le causó gracia. Su abuelo asintió.
Luego le comenzó a contar que ella estaba creciendo y que por ninguna causa debía dejarse tocar, que tenia que hacerse respetar. Porque hay hombres que quieren aprovecharse de las chicas. Que se le quieren acercar para hacerle daño y que ella tiene que saber defenderse.
–Usted con la fuerza que tiene para cortar manzanas, puede defenderse haciendo lo mismo en la nuez de Adán de quien quiera atacarla.
–¿En serio abuelo?
–Así es, Velita.
–¿Y como tendría que hacer?
–Así-. Él le agarró su cuello suavemente e hizo el giro que hacía con la manzana. A Vela le dio cosquillas. Ahora hágalo usted conmigo, pero ¡cuidado! A ver si me deja acá nomás –se rió-. ¿Qué va a decir la abuela?–. Vela acerco su mano al cuello de su abuelo.
–¿Te hace cosquillas?-. Su abuelo asintió.
–Apriete más Velita–, ordenó.
–¿Así? La niña presionó más sobre la protuberancia que el abuelo llamaba “la nuez de Adán”.
–En esa posición, pero un poco más profundo, gire la mano.
–¿Pero no le haría daño?
–Así es, pero sólo lo hará cuando se sienta amenazada. Esto es para que se defienda y nadie se aproveche de usted.
La oficial revisaba el informe mientras observaba a la jovencita, todavía en shock, sentada en una de las sillas de la comisaría a unos metros. ¿Cómo lo hizo? Repasaba las fotos del padrastro de la detenida, en una cama con la garganta destrozada. La chica, algo ausente, jugaba nerviosa como si tuviera algo entre sus manos, al tiempo que balbuceaba “fue la manzana de Adán, fue la manzana de Adán” como una letanía. Declaró que no lo había pensado, sólo fue una reacción. Se sintió amenazada e hizo lo que su abuelo le había dicho mientras practicaban cortando manzanas con las manos. No tenía más para decir. Pero luego, en el silencio de aquella noche fría, recordó aquella mañana bajo la higuera y el semblante ensombrecido de su abuelo, que en paz descanse. Vela, con catorce años, entendió que él, sabiendo que un día un vampiro pretendería aprovecharse de ella, la había preparado para que no se saliera con la suya.