Las fichas del tablero político parecen completarse porque, además de las confrontaciones dentro del Gobierno, se profundizan supuestas pujas abiertas entre los cambiemitas.
A no confundirse.
La interna del Frente de Todos es lamentable, no porque se expresen sus disputas sino por la virulencia con que se lo hace y, previo, porque no queda claro qué es lo que operativamente están discutiendo.
Por el contrario, en la oposición semejan haber estallado sus cosas cuando, en rigor, no hay disidencias de fondo sobre el programa que aplicarán apenas vuelvan a convertirse en gobierno. Eso que Macri avisó: haremos lo mismo que hice y representé, pero más rápido.
Vayamos en ese orden.
El escenario del oficialismo argentino es muy curioso. No se requiere ser un especialista para certificarlo. Cualquier observador inquieto puede tomarse el ligero trabajo de recorrer medios periodísticos de los varios países en que gobiernan coaliciones. Se hallará mucho, poquito o nada acerca de temas que resulten interesantes, para la visión de un lugar periférico como el nuestro, aunque haya problemáticas comunes.
Lo que segurísimo no se encontrará en ninguna parte es que los miembros de una coalición gobernante estén todos los días, a cada rato, tirándose platos en público y directo a la cabeza.
En todo caso, como en los sistemas parlamentaristas, la oposición presenta mociones de censura, por equis cuestiones, contra la presidencia o jefatura de Gobierno; los díscolos de éste se abstienen o directamente le retiran el apoyo; el Gobierno cae o renuncia y se convocan elecciones o se reinician negociaciones por dentro y/o fuera del oficialismo.
Lo que no existe es la perpetuidad de ser oficialismo y oposición al mismo tiempo, que es lo que hoy se ve entre nosotros entre los dos referentes centrales de la coalición. Que ni siquiera se hablan. Que tratan al socio electoral como si fuera el enemigo. Y como si por separado tuvieran por destino algo diferente a una suma cero, que va derecho a la derrota en las urnas.
En este punto, podría oponerse el legítimo argumento de que entre los coaligados se produjo ya un quiebre ideológico-político sin retorno. Y que la prosecución del Frente sólo consistiría en juntar aserrín con pan rallado.
Vale. O, mejor dicho, valdría si estuviese claro en qué radica, profundamente, esa quebradura.
Hasta acá, con objetividad descriptiva, lo único que hay por un lado es el relato sobre funcionarios que no funcionan, la crítica negativa al acuerdo con el Fondo Monetario y un goteo chino (sirva como relativa exageración) sobre el Presidente, junto con algunos de sus ministros.
Y al otro lado hay que ese Presidente no da imagen de fortaleza, que más parece estar colgado del travesaño contra el ataque de los propios y que no le encuentra la vuelta ni a la actualidad ni -sobre todo- a las perspectivas de la lucha anti-inflacionaria.
En ninguno de los dos lados se ofrece más alternativa que las puteadas contra el otro a la luz del sol. En uno de manera más directa. En el otro, más a través del off ostentoso con los periodistas del palo y con los de la oposición también.
Como punching ball del momento, reina Martín Guzmán.
Nadie lo tenía identificado como ministro de Economía. Fue, siempre, el ministro de la Deuda.
Sea cual fuere la opinión que se tenga sobre su desempeño en esos quehaceres, primero con los acreedores privados y después con el FMI, ese asunto fue “resuelto” en el sentido de haber trasladado la tragedia endeudadora macrista hasta dentro de unos años.
La guerra en Ucrania desestabilizó previsiones, sin que asomen salidas por largo tiempo.
Como sea, ahora resulta que Guzmán sí debe ser o presentarse como ministro de Economía. De lo local. De la pelea contra el aumento brutal de los precios.
Arrancó mal en la necesidad de esa nueva fase. Privilegió explicaciones ante el Círculo Rojo, en vez de anteponer un discurso específico, esperanzador y entendible frente a las urgencias de las grandes mayorías.
Debería ocurrir que haya, para empezar, una política económica contra la inflación (lucha de muy largo plazo), de la que Guzmán fuese nada menos, pero nada más, que un ejecutor de acuerdos claves en el Frente de Todos.
En cambio, lo que pasa es que el Presidente defiende a Guzmán por, en primer término, el mero hecho de que Cristina pide su cabeza.
Y Cristina, voceros obvios mediante, no presenta medidas técnicas ni ningún nombre que reemplace a Guzmán para llevar adelante el giro sustancial que pretendería dentro de los marcos “permitidos” por el sistema. Sólo trasciende, mediante algunos parlantes de prensa, la propuesta de aumentar las retenciones al agro. No más.
De todos modos, ésa es la hipótesis benévola. Se basa en que nadie quiere agarrar el fierro abrasador de la economía, en un Gobierno que no entusiasma y con rivales internos que dan por perdido el 2023.
Algunos indicios atendibles son más complicados e indican los contactos firmes del “kirchnerismo duro” con figuras como la de Martín Redrado, a quien CFK ya supo volar a patadas (enero de 2010, DNU, causa judicial, renuncia) cuando el economista no se cuadró acerca del uso de reservas desde el Banco Central que presidía.
¿Acaso tendría algo de malo volver sobre los propios pasos, si la interpretación es que la etapa requiere de eso porque, así como se va, no se iría a ninguna parte que no sea peor?
No. Lo malo es intentar vender gato por libre, como si Guzmán y la tibieza que encarna pudieran ser reemplazados fácilmente por algún “heterodoxo” más firme. Alguien volcado hacia izquierda sin que, a la par, haya el respaldo de una movilización popular convocada por el espíritu de unidad, contra la amenaza de una derecha lista para sacudir de una.
Ahí es donde no se entiende, o no se quiere entender, aquello de que las luchas intestinas en el Gobierno son más, o también, el producto de una batalla de egos frente a lo que significa la realidad de estar cercado por los límites de la etapa digital-financierizada del capitalismo.
En la oposición es muy distinto.
No hay sobre ella la más mínima duda sobre lo auténtico de sus choques personales o de sector.
Es verosímil, de piso, que Milei les genera el intríngulis de ignorarlo o rechazarlo porque el electorado habitúa situarse hacia el centro en comicios presidenciales; o de “halconear” la retórica, para que el personaje no les siga comiendo votos por derecha.
Es real que los restos de los radicales están problematizados porque no aciertan a dejar de definirse como furgón de cola macrista. Después del alfonsinismo no tienen identidad alguna, y en soledad sencillamente no existen.
Son reales las bienaventuranzas de Morales con Massa, de Massa con Larreta, de Larreta con los gobernadores del “peronismo moderado”.
Y reales los enfrentamientos individuales de Bullrich contra el alcalde porteño, y de éste contra Macri, y de Macri contra el carcelero de Milagro Sala que maneja Jujuy y su Poder Judicial al mejor estilo de los feudos más alevosos.
Y hasta podría ser real que Macri acaba de lanzarse como candidato ultraderechizado para una eventual alianza con Milei, que a su vez (como se vio en el hotel de Bariloche) corre más a derecha todavía al “moderado” Larreta.
Detalles nimios, todos ésos, al cotejarlos con el Poder de veras que todos ellos representan sin disidencia alguna.
Vienen en paquete cerrado, sin reparos mayores ni de objeciones apáticas, en su alianza con la hegemonía corporativa de un gran empresariado rapiñero e inmutable.
Ya están los Melconianes en sus foros presentando el ahorro fiscal a lo bestia; los equipos trabajando; la dolarización como alternativa de régimen cambiario; la necesidad del filo a hueso con el aval de una sociedad cansada.
Más aún: el debate de cuánto correrse a la derecha está legitimado en los medios de comunicación oficialistas.
En pretendida síntesis, la escena política parece un conventillo de todos contra todos.
Pero están muy claros quiénes saldrán ganadores del presunto conventillo ése. Esperan con cuchillo y tenedor.